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Roma, esperpento cuaronesco
Alfonso Cuarón (México, 1961) es un cineasta fascinante y difícil. Prácticamente no hay filme dirigido por él que no ofrezca capas narrativas subyacentes, pliegues de historias abiertas al juego de la interpretación: una comedia romántica que explora los matices del engaño, una road movie adolescente que habla de una crítica política, un thriller distópico que es una oda a la vida humana, la tropical reversión sonora y visual de un clásico literario europeo o una aventura espacial que explica la inevitabilidad del diálogo en el duelo y la “gravedad de la pesadumbre”.
Con Roma (2018), Cuarón no hace una excepción: Es un esperpento cinematográfico (esperpento a lo Valle Inclán) que parece hablar del drama de dos mujeres sometidas a los pesos de una sociedad convulsa pero que celebra la memoria casi documental de una ciudad que ofrece los últimos estertores de su existencia.
Roma es una epopeya de heroísmo silente; un drama con diálogos inconexos; es un homenaje íntimo. Un esperpento que celebra las deformidades de una historia alojada en la memoria. Pero como apuntaba Azorín: “La deformación deja de serlo cuando está sujeta a la matemática perfecta”; y Cuarón nos ofrece esa matemática perfecta, una técnica pulimentada y una estética audiovisual que conforman belleza en rincones mutilados del trabajo, el servicio, el amor, la ternura, el abandono, la inasible expectativa.
Al estilo esperpéntico, Roma es el reflejo dramatizado de la Ciudad de México y sus periferias en la década de los setenta; pero distorsionado en la justa proporción para despertar una falsa memoria disfrazada de nostalgia, una intimidad distanciante y una narrativa que -más que expresarse- se intuye.
Pero si los esperpentos valleinclanescos son reflejos distorsionados en espejos torcidos, Roma es un reflejo sobre cuerpos de líquido turbio: el agua jabonosa, el granizo, el pulque, las charcas (todas las charcas), la sangre y, por supuesto, el revuelto mar.
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En contraposición, la ausencia del agua es la literalidad de la fábula: el patio sisífico, el áspero humo del cine, el páramo agreste, la habitación impersonal, la ciudad indiferente, las piedras y balas, el hospital mecanicista. La realidad, la premonitoria tragedia, es un incendio que el agua no logra vencer, concluye hasta que consume todo lo que toca; es el cántaro roto capaz de rearmarse, pero impedido de recuperar su contenido.
En esto, Roma es ‘La tierra baldía’ de Cuarón (de hecho, lo sugiere con las palabras finales de los créditos que son las mismas del inmortal poema de T.S. Eliot), una construcción poética en varias lenguas, un ensayo narrativo con guiños a otros cineastas (se deja entrever ‘Reconstruction’ de Christoffer Boe) o a sus obras previas, un desahogo profesional sobre la historia personal y crisis existencial que forjaron sus valores, sus orígenes y anhelos en su infancia: “Cuando yo era grande, tú estabas ahí, pero eras otra”.
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Roma es una obra para reflejarse, es un juego a la memoria con sonidos preclaros de la identidad capitalina. El filme de Cuarón es un impecable documento visual que recrea márgenes del pasado. pero también un testimonio sonoro inagotable. Es la reconstrucción de una compartida complejidad cultural mexicana de la que, incluso ahora e inconscientemente, somos deudores.
Y, sin embargo, Roma es un filme simbólico, lleno de conceptos y contextos para descubrir: una calavera que baila mientras otros se hacen los muertos, un rescate social que es una trampa esclavizante, una presencia que duele más que la ausencia, un auto que no va a ninguna parte, una fortaleza que se derrumba, una ensoñación que descubre una realidad. Es, en síntesis, la realidad de una metáfora.
Semáforo Siete24: VERDE.– Roma es una audacia cinematográfica en toda la extensión de la palabra; sin intentar complacer, inquieta profundamente, por ello lleva acumulados 77 premios de las 89 nominaciones y se perfila a ganar muchos más. Todo esto, a pesar del frontal desafío a la industria cinematográfica: de la rebeldía ante los mecanismos de distribución y proyección o la construcción de ídolos cinematográficos (indiscutible el papel de Yalitza Aparicio, auténtica).