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Elitismo, división y connivencia: los desafíos sistémicos para la iglesia chilena

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La presentación de las renuncias de todos los obispos católicos de Chile al papa Francisco es un acontecimiento sin comparación, todo un parteaguas que acudirá al gran escenario histórico como un hecho inédito pero, al mismo tiempo, no falto de lógica: los casos de abuso sexual, acciones de simulación con víctimas y encubrimiento de responsables tomaron una ruta dolorosa pero también necesaria para que la estructura eclesial y su operación institucional finalmente pueda atender resolver este flagelo.

Histórico sí, pero ineludible. Por ello, el obispo auxiliar de Santiago de Chile y secretario de la Conferencia Episcopal, Fernando Ramos Pérez, leyó con mucha serenidad y sin impostar afectación alguna el comunicado de la decisión de los obispos chilenos de presentar por escrito su renuncia al gobierno y cuidado de sus respectivas diócesis en espera de que el papa Francisco les indique el camino a seguir. El día anterior, en la carta que Jorge Bergoglio les entregó personalmente a los chilenos -y que se filtró a la prensa más tarde-, les adelantaba que no sería suficiente la remoción de sólo algunas personas de sus cargos.

La renuncia en bloque de los obispos era necesaria tras conocerse el contenido de la carta de Bergoglio. En ella, primeramente les reconoce su empeño por intentar resolver la situación, por la franqueza y disponibilidad con la que se trabajó con el enviado pontificio Charles Scicluna y por el ‘firme propósito de reparar los daños causados’; pero también reconoce los hechos delictivos en los que incurrió la iglesia chilena: readmisión de religiosos expulsados de sus respectivas órdenes por abusos cometidos, la insensibilidad institucional ante las denuncias recibidas por parte de las víctimas, la destrucción de documentación comprometedora por parte de encargados de archivos eclesiásticos, el desacierto de encomendar seminarios a sacerdotes sospechosos de comportamiento homosexual y, sobre todo, la actitud elitista, clericalista y de superioridad con la que ejercieron su responsabilidad ministerial y pastoral ante esta crisis.

Tras la misión de investigación realizada en Chile por el arzobispo Charles Scicluna (el experto en delitos sexuales más respetado del Vaticano) y el diálogo personal sostenido con los prelados, el papa Francisco reconoció que el problema es sistémico, agravado por la división del colegio episcopal y la connivencia de algunos miembros de la iglesia católica local.

Los comentarios del pontífice y la renuncia conjunta parecerían ser el fondo de un abismo que comenzó con el caso del sacerdote Fernando Karadima (hoy de 87 años) hallado culpable de delitos sexuales que fue formador y referente de prominentes sacerdotes chilenos, incluso del actual obispo de Osorno, Juan Barros. El sórdido caso Karadima tomó una ruta de crisis que obliga a otras conferencias episcopales y organizaciones religiosas a ser más vigilantes y sensibles ante los casos de abuso: Karadima fue denunciado desde 2004 por abusos cometidos entre 1955 y 1980, no fue sino hasta 2010 cuando este tema saltó a la sociedad chilena con las reuniones del cardenal Errázuriz con el presidente Piñera y la visita del poderoso número dos del Vaticano, cardenal Tarsicio Bertone. Encuentros donde se abordó el caso pero que fueron relativizados por las autoridades eclesiales en un primer momento, aunque no pudieron minimizarse por mucho tiempo pues en los meses siguientes se definió la sentencia canónica contra Karadima.

Sin embargo, la sentencia no dio plena satisfacción a las víctimas, aún exigen solución al tema del resarcimiento económico y su queja se escuchó con dureza, por ejemplo, cuando Juan Barros tomó posesión de la diócesis de Osorno en 2015 y, por supuesto, durante la visita del papa Francisco en enero de 2018.

La visita de Bergoglio en Chile fue también un escollo doloroso para la iglesia católica: el pontífice defendió a Barros y afirmó en público que no había pruebas contra él. El malestar del pueblo y los católicos chilenos fue tal que el Papa pidió disculpas por sus palabras e instruyó a Scicluna la investigación a fondo del caso pues todo apuntaba a que él mismo no tenía todo el panorama de la situación.

Los resultados presentados por Scicluna en abril fueron devastadores, Bergoglio nuevamente pidió perdón y sostuvo reuniones privadas con las víctimas. Con la visita de tres días de todos los obispos chilenos a Roma se cerró la pinza: el Papa comprendió que la crisis es sistémica y los obispos dejaron en manos del pontífice el gobierno de sus iglesias particulares.

Lo que viene para la iglesia chilena es, sin duda, incierto; los obispos han mostrado disposición para hacerse a un lado con tal de no entorpecer la restauración de la salud eclesial, pero sin abandonar la responsabilidad que tienen para detonar un cambio de cultura eclesiástica que ayude a mejorar los mecanismos de denuncia, de acompañamiento y de resolución de crímenes canónicos o hechos delictivos.

@monroyfelipe

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