El sol a punto de esconderse. Ya eran las seis de la tarde y comenzaba el regreso de Querétaro a la Ciudad de México. Hace unos minutos habíamos dejado atrás el pequeño pueblo de Santa Cruz Nieto, que se encuentra en San Juan del Río.
Me iba con una buena impresión de todo. Gente amable, flores llenas de vida, y un aire limpio, de esos con cielos que estaban adornados de blancas estrellas brillantes y que hacían las noches aún más especiales.
Pero toda la alegría se borró por un momento de mi mente al encontrar en el camino a un joven de complexión delgada, más o menos un metro setenta de estatura, cabello afro color café.
Vestía un short negro y playera gris de manga larga. Llevaba cruzada una bolsa pequeña, donde alcancé a ver que dentro había agua y un trapo rojo. Estaba en medio una gran avenida pidiendo dinero para comer. Preguntamos de dónde era y nos quedamos sorprendidos cuando dijo, con un acento peculiar, “soy de Panamá”.
Nos quedó claro que esta era una de las muchas paradas que hará para llegar a Estados Unidos. Le dimos unas monedas. En la esquina alcanzábamos a ver a uno de sus compañeros. Era notable que estaba cansado, tal vez con insolación. Tenía una mirada triste. Seguimos adelante pero decidimos regresar a ofrecerles algunas piezas de pollo frito que habíamos comprado para llevar.
Al llegar a donde los habíamos encontrado la primera vez, nos orillamos y les hicimos señas para que se acercaran. Confundido, el joven que hace unos minutos nos había dicho que era panameño, nos gritó: “¿Me hablan a mí?”.
Por fin se acercó. Le ofrecimos la comida y unos tenis. Su rostro de agradecimiento y alegría decían más que mil palabras. Sólo pensaba: “por favor, que le queden”.
Calzaba unas sandalias gastadas muy delgadas y unas calcetas. Afortunadamente le quedaron como anillo al dedo. En seguida se los puso y nos agradeció, mientras su compañero sólo nos observaba extrañado y fastidiado.
Su piel lucía quemada por el sol. Sus miradas eran tristes. El cabello de ambos era bastante largo y rizado. No aparentaban tener más de 20 años. Nos fuimos un poco más tranquilos al pensar que les habíamos ayudado, aunque fuera un poco por hoy.
En la siguiente media hora sólo me pasaba por la mente todo lo que sufren los migrantes centroamericanos con tal de cumplir el “sueño americano”, cruzar “al otro lado” mientras intentan subir al tren, que es mejor conocido como “La Bestia”. Un tren de carga, oxidado, que no les garantiza llegar a la frontera norte con vida.
La misma pregunta me daba vueltas en la cabeza: ¿Cómo puedo ayudarlo?
Tratando de encontrar una manera de resolver su situación. Sabía que una solución sería llevarlo con nosotros, pero sería demasiado tonto confiar en alguien que no conocemos.
Lo más triste. Esta es sólo una pequeña historia de los al menos 143 mil migrantes centroamericanos, principalmente de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, que (según cifras del Instituto Nacional de Migración de 2016) atraviesan año con año nuestro país en busca de un ya muy devaluado “sueño americano”.
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