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Partidos y elecciones: El camino al billete grande  

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Una de las primeras cosas que se nos enseñaba en las clases de civismo de las viejas escuelas primarias de los años cincuenta del siglo pasado, era la importancia de las elecciones.

Éstas, elemento clave en las democracias, permiten la designación pacífica por parte de los ciudadanos del próximo gobernante, fuere éste Presidente de la República, Gobernador o Presidente Municipal.

Poco a poco, a medida que la corrupción fue haciéndose más visible y ofensiva al paso de los años, ese objetivo de las elecciones fue tergiversándose para llegar a lo que es hoy: Un instrumento que permite a los corruptos, llegar a posiciones en la estructura del servicio público desde donde, sin el menor límite, buscan en el menor tiempo posible enriquecerse a niveles ofensivos.

La degradación de la política a niveles tan bajos, que todavía hace poco tiempo habrían sido inimaginables, es la realidad que enfrentamos y padecemos en los tiempos que corren.

Los partidos han perdido -si es que alguna vez lo tuvieron-, la esencia de lo que son en una sociedad medianamente democrática, pero sobre todo en una sociedad donde los valores éticos consustanciales a la política, gozan todavía del respeto de quienes en ella se desenvuelven.

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La política que en México hemos construido en estos últimos 50 o 60 años, ha perdido todo vestigio de la ética y de los valores elementales que el ciudadano -tanto el de a pie como el más encumbrado funcionario, gobernante, legislador o miembro del Poder Judicial-, debe entender y aceptar, a la vez que hacerlos norma y guía de su conducta frente a lo público.

Hoy pues, prácticamente todo aquél que decide incursionar en la política, lo hace movido por el interés de enriquecerse y con él, los suyos, a niveles ofensivos en el menor tiempo posible.

Para el logro de tal fin, los mexicanos bien lo sabemos, la única ruta expedita es la de la política, y hacia ella se dirigen decenas o cientos de miles de mexicanos con miras a concretar su sueño de vida: Amasar riquezas mil, al margen de las reglas que deban violar.

En consecuencia, esa realidad -más evidente hoy que en decenios-, ha logrado expulsar a los mejores de la política, de lo público. Lo que reina hoy en esos espacios, es la carencia casi total de escrúpulos de toda índole; es el servilismo que segura posiciones cada vez más elevadas y también, la carencia total de dignidad personal que haría al funcionario, rechazar conductas indebidas.

Lo que he dicho en párrafos anteriores, estoy seguro, en nada le sorprenden a usted. Ésa es una de nuestras tragedias: la nueva y perversa normalidad prohijada por la corrupción.

¿Qué futuro podemos esperar con mexicanos así? ¿Qué país podemos construir con una actividad política marcada por el afán de enriquecimiento a toda costa, de casi todos los que en ella se desempeñan?

Por último, le dejo una pregunta: ¿Tendría un país con esas características, otro fin que no fuere la debacle?

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