Análisis y Opinión
Descansa en paz, Pedro Arellano
La frialdad de las palabras en las esquelas nos exige señalar que el pasado primero de septiembre falleció don Pedro Arellano Aguilar, doctor en derecho y coordinador de Prevención y Readaptación Social del Órgano Administrativo Desconcentrado del gobierno federal. Pero la amistad que le debía y el enorme vacío que nos deja su partida me reclama ofrecerle una memoria herida por mis limitaciones, pero llena de esperanza en que la vida eterna le recompense toda su alegría en el servicio al prójimo.
Al igual que Chesterton, Arellano vivió su catolicismo desde el democrático compromiso con todos. Fue de hecho su catolicismo, el origen de su legítima preocupación social. La salvación, para él, no podía limitarse a la minoría selecta sino a la multitud, a todos, especialmente a los que más han errado.
Más su deseo no se limitaba a la devota plegaria; su honesta preocupación por el prójimo se manifestó en trabajo a ras de suelo y vocacionalmente entre los más oscuros rincones de la sociedad, entre los estigmatizados, olvidados y repudiados: los presos, los miserables, las víctimas de la injusticia de un sistema indolente que además de privar de la libertad a las personas suele arrancarles su humanidad.
Pedro recibió esa certeza siendo muy joven; lo contó una vez en una cafetería popular en donde solíamos desayunar: Cierta vez, frente a un amplio lago invadido por maleza acuática, un sacerdote jesuita lo convidó a desbrozar la plaga; tras largas horas de faena y contemplando el terco horizonte de lirios imperturbables a sus esfuerzos, el joven Pedro dijo al cura que el trabajo era inútil, que por más que hicieran, jamás verían el reflejo del cielo en las ondas del lago. El jesuita le contestó que cuando iniciaron la tarea no sabían cuánta maleza había ni cuánta podrían sacar pero que podían tener una certeza: que ahora había menos plaga en el lago.
Pedro dedicó buena parte de su esfuerzo y su empeño, su fe y sus talentos, basado en aquella enseñanza.
En la Ciudad de México, a la que tanto amaba por sus perfiles sobrevivientes (fue feligrés de la ancestral mayordomía de San Matías Iztacalco), encontró su desafiante lago empantanado en las prisiones; y en los presos halló aquella maleza cuya naturaleza no es mera e irremediable maldad, él los miró como simples lirios en el lugar equivocado, en doloroso hacinamiento, heridos, vulnerados y deshumanizados no por su esencia sino por el descuido de quienes debían velar por el equilibrio, la belleza y la justicia de la Creación.
“No se puede rescatar a todos -decía-, pero vale la pena cada rescate”.
Fue un hombre modesto, alegremente sencillo como franciscano; sin embargo, su trabajo y trayectoria revelan no sólo sus muchas capacidades sino la alta confianza que lograba en los más insólitos personajes y momentos relevantes del país. Desde el parteaguas democrático y social que significó el primer gobierno electo de la Ciudad de México hasta las siempre complejas relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, Arellano contó con la confianza de liderazgos definidos como ‘progresistas’ y ‘conservadores’.
Colaboró lo mismo con el ingeniero Cárdenas y López Obrador, como con el nuncio apostólico Christophe Pierre o el cardenal Norberto Rivera. Fungió como Ejecutor de Sanciones Penales en el Distrito Federal y también como secretario ejecutivo de la Pastoral Penitenciaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano.
Fue presidente del consejo editorial del otrora poderoso semanario Desde la fe y operador del programa de ‘Desarme voluntario’ del gobierno capitalino. Fue promotor de diferentes campañas de evangelización y devoción a la Virgen de Guadalupe, y coordinador de investigaciones independientes que comprobaron la corrupción y abuso de poder del secretario García Luna contra Florence Cassez.
Bajo el nombre del apóstol más débil y contradictorio al que, sin embargo, Jesús puso en sus manos a sus hermanos, Pedro comprendió que no había paradoja, no había doblez: “Soy hijo de la Iglesia, la Iglesia es mi madre; es santa y también pecadora. Así amo a mi madre”, solía mencionar y con ello se purificaba de la ponzoña que suele enfermar a los fariseos.
Pero además defendió sus ideas políticas con principios muy escasos en nuestros días: integridad, bondad y alegría. Para él, era irreal separar la experiencia religiosa del servicio público, imposible poner muros entre el fuero espiritual y el político, la religión y la participación ciudadana, la fe y el bien común, convivían en una sola conciencia y no en la esquizofrenia del hombre dividido.
En un país cuyas heridas históricas recomiendan la simulación de no mezclar la fe y la política, Pedro fue un agente de creativa conmoción para no pocos funcionarios y líderes religiosos que lograron trabajar juntos. Y, para quienes piensan que la relación entre la fe y la política sólo puede conducir a la autopreservación del poder y los privilegios, Pedro demostró la convergencia de la política y la fe en el bien común, en el servicio al necesitado.
Con su vida y ejemplo, Arellano desmontó el permanente y erróneo prejuicio de que el catolicismo sólo resguarda los privilegios de las élites como también la falacia de que la izquierda política sólo puede conducir al autoritarismo estatista. Pedro vivió y se comprometió con la inmensa vía de trabajo que la doctrina social y la justicia abre a los creyentes.
En medio del asfalto y el concreto de una ciudad que levanta muros entre pobres y ricos, fieles y ateos, libres y presos, Pedro añoraba y admiraba la belleza bucólica como lo demuestran los más de mil fotografías de flores que compartía con sus amigos, admiraba la riqueza natural y espiritual de las comunidades indígenas, tenía como referentes a los grandes pastores católicos que ofrendaron su vida para caminar entre los marginados, discriminados y desposeídos.
Pedro citaba a don Pedro Casaldáliga, el obispo del pueblo (quien Dios también quiso llevárselo este mismo año) y a san Óscar Arnulfo Romero mártir; pero se fascinaba con las interpelantes fotografías del jesuita Enrique Carrasco entre los indígenas.
Arellano, sin embargo, conocía y mucho de palacios de gobierno y palacios apostólicos, de las autoridades, del poder, de la exquisita diplomacia; y hasta esos empíreos de la potestad llevaba el clamor de los débiles, la silente humildad de las víctimas. No siempre con éxito, pero su parábola del lago nos indica que no dejó de intentarlo.
En paz descanses, amigo Pedrito.
LEE El tradicional informe de las cifras
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
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Análisis y Opinión
Omnipotencia del Legislativo
Por Antonio Maza Pereda
La rama legislativa de nuestro Gobierno tiene una rara percepción de la realidad. Para ellos su modo de resolver problemas o dificultades, consiste en legislar. Lo cual está bien, para eso los hemos elegido. Lo que no es claro es que, para ellos, con tener una ley ya basta: si el Ejecutivo la promulga y la aplica, el problema ya está resuelto. Para la Sociedad solamente nos queda obedecer. ¿Qué podría salir mal?
La realidad es que eso no es así. Muchas leyes no se cumplen. Hay quien dice que, si la mitad de las leyes que tenemos se cumplieran, seríamos un país de los más avanzados. Cuando una de las leyes que nos obsequia el legislativo no se está cumpliendo, la solución de esos padres y madres de la patria es aumentar la penalidad. Y de esto abundan los ejemplos: a los casos de feminicidios, violaciones y otros tipos de violencia hacia la mujer, les han venido aumentando la penalidad. Lo triste es que no hay una relación entre esos aumentos de penalidad y la reducción de la violencia contra la mujer. Las penas son cada vez más largas, en tal manera que muy pronto esas penalidades serán irrelevantes, porque sobrepasan la esperanza de vida de la población.
Pero tal parece que nuestros representantes se consideran omnipotentes, de algún modo. Basta con que prohíban algún comportamiento indeseable, para que el asunto quede resuelto. Está faltando entender a fondo las situaciones delictivas. Las leyes, ¿realmente concuerdan con los requerimientos, con las necesidades de la Sociedad? Porque si se prohíben comportamientos que la Sociedad no condena, es extraordinariamente difícil hacerlos exigibles. La población no estará inclinada a colaborar ni a denunciar esas conductas. Y luego, está el problema de tener la capacidad de aplicarlas, capturando y condenando a quien delinque. Un tema en el cual no se le ha invertido por décadas: mientras que aumenta el número de leyes, no ha crecido al mismo ritmo la inversión en el personal encargado de hacerlas cumplir. Una inversión, tanto en el número de agentes de la ley como en su capacitación y equipamiento. Cada vez que se establece una nueva ley, debería hacerse el estudio de cuál va a ser el costo de hacerla cumplir. Y de eso, no se preocupan nuestros representantes. En su omnipotencia, piensan que basta con que exista el ordenamiento, para que la situación se haya resuelto.
Han habido algunos asuntos menores donde se actuó de una manera diferente. Por ejemplo, en la Ciudad de México se estableció un reglamento que prohibía tener saleros en las mesas de las fondas y restaurantes. Ello con el loable propósito de contribuir a reducir el número de los hipertensos y, por consecuencia, reducir la mortalidad por enfermedades cardíacas y el costo de atender a los afectados. A los pocos días de promulgar ese ordenamiento, fue claro que no había la posibilidad de hacerlo cumplir. Sencillamente, no hay el número de inspectores que pudieran ejercer una vigilancia adecuada en todos y cada una de las fondas y restaurantes. Se canceló el reglamento y se trabajó con las organizaciones gremiales de estos negocios para que, de modo voluntario, retiraran los saleros de las mesas y se entreguen únicamente a petición de los parroquianos. El resultado es importantísimo: se está cumpliendo el propósito qué tenía el reglamento sin necesidad de tener inspectores que lo hagan cumplir.
En estos últimos días se está discutiendo en el Congreso un reglamento para que las futbolistas profesionales reciban el mismo salario que el que reciben los hombres. Es muy claro que nuestros representantes no entienden la economía del fútbol profesional. Los ingresos de los clubes deportivos no dependen de la voluntad de esas organizaciones. Ese dinero depende de la asistencia del público a los estadios, los cuales tienen un límite. Además, dependiendo de la cantidad de personas que ven los partidos a través de los medios, esos clubes reciben una parte muy sustancial de sus ingresos, en ocasiones muy superiores a lo que reciben por la asistencia a los estadios. En la medida que haya muchos espectadores en dichos medios, las compañías que transmiten los partidos pueden cobrar por su tiempo, en proporción al número de telespectadores. Y esto no es todo: los jugadores y los equipos ofrecen a las compañías la posibilidad de tener su publicidad en los uniformes de los jugadores, con lo cual hay otros ingresos. Y todavía puede haber ingresos adicionales cuando los jugadores recomiendan productos o servicios. En algunos países hay consultores qué ofrecen multiplicar por 10 los ingresos de los jugadores de los deportes de exhibición, a través de diferentes medios publicitarios. Claro, pidiendo un 30% de comisión por esos ingresos adicionales.
Esto se ha ido creando a lo largo de los años en el negocio del fútbol profesional. El fútbol femenino profesional aún no llega a desarrollar estos tipos de ingresos de manera que pudieran permitir realmente una paridad en los ingresos de las jugadoras. En cierto modo la solución está en nosotros, en el público. En la medida en que asistamos a los estadios, aumentemos el número de horas que dedicamos a ver los juegos de las jugadoras profesionales, se podrá cobrar más a las televisoras y se podrán obtener ingresos fuertes por la publicidad.
Estoy seguro de que es de justicia que las futbolistas profesionales ganen tanto o más que los hombres. Pero la solución no está en las leyes. Nada de esto se ha tomado en cuenta en ese ordenamiento. Creo que es un ejemplo de qué los congresistas no analizan a fondo los temas en los que están estableciendo nuevas leyes y reglamentos. No se trata de que nuestros senadores y diputados se vuelvan expertos en todo, pero la rama legislativa recibe ingresos muy sustanciales de los cuales se podría pagar la investigación necesaria para poder tener leyes que puedan cumplirse. Y de esto, al parecer, no se habla.
No basta con tener leyes. Algo nos está fallando. Se necesita entender los problemas de fondo, diseñar los ordenamientos que de veras resuelvan. Hay que convencer a la población de la necesidad de esa ley, hay que instrumentarla para que pueda cumplirse y poner los medios necesarios para que su aplicación sea exitosa.
La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx
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Análisis y Opinión
La afición y el deportista
Por Ignacio Anaya
La relación del fútbol mexicano con su afición es lo que muchos podrían describir como un amor apache. En su sentido más simple, representa una mezcla de amor y odio entre ambas partes. Un día, la gente puede estar entonando con orgullo el himno nacional en un estadio lleno cuando la selección juega y, al siguiente, exigiendo la renuncia del director técnico y la salida de los jugadores. Es una ironía, pero es la realidad, que un país con tanta pasión por este deporte dé, en el mejor de los casos, una presentación mediocre.
El fútbol es una de las principales instituciones de entretenimiento e identidad de la sociedad mexicana; el estadio Azteca se considera un templo sagrado para muchos aficionados.
La dinámica del fútbol en México puede entenderse a través de la idea propuesta por el sociólogo Eric Dunning de la “figuración social”, un concepto que describe cómo diferentes grupos e individuos interactúan en una red de relaciones interdependientes. En este esquema, encontramos a los jugadores, entrenadores, administradores del club, árbitros y, por supuesto, aficionados. Todos estos actores tienen roles distintos, pero están inextricablemente vinculados en la trama de este deporte.
Por un lado, están los jugadores y entrenadores, cuyo objetivo es ganar partidos y campeonatos. Pero esta meta no es solo una cuestión de habilidad técnica o estrategia táctica; también está profundamente influenciada por las presiones y expectativas de los demás actores en la figuración. Los administradores del club, por ejemplo, pueden priorizar la rentabilidad económica sobre la calidad deportiva, una de las principales quejas de la afición mexicana, imponiendo restricciones en los recursos disponibles para mejorar el rendimiento futbolístico. Igualmente, no hay que negar la existencia de nepotismo e influencia dentro de este entorno.
Por otro lado, los aficionados, con un amor innegable por el fútbol y con expectativas altas y a veces inalcanzables, se ven influenciados por los medios y su tendencia a ensalzar a la Selección Nacional. Hay que ser honestos, el equipo no estaba en ninguna condición de vencer a Argentina en Catar 2022; la afición mexicana creamos ilusoriamente una rivalidad futbolística inexistente que reflejaba cierta competitividad de identidades entre los dos países. En el núcleo de esta dinámica se encuentra la creencia de que el fútbol puede ser un vehículo de la identidad nacional, para la afirmación de los valores y las aspiraciones de la sociedad mexicana. Asimismo, los altibajos del fútbol no son simplemente una cuestión de victorias y derrotas en el campo, sino un reflejo de las carencias del país.
Resulta interesante observar a quienes se dirigen las frustraciones durante los últimos malos desempeños. Además de los jugadores, las críticas van hacia los dueños, empresarios y directivos nacionales, lo cual refleja juicios más profundos sobre lo que se deja ver en la cancha.
En este sentido, la correlación del aficionado con el fútbol es paradójicamente tanto de amor como de frustración. La gente espera ver a su equipo ganar siempre y se siente profundamente desilusionada cuando esto no sucede.
Estas tensiones y contradicciones se hacen aún más agudas en el contexto de la creciente profesionalización y comercialización del fútbol. La presión por el rendimiento y el éxito, la demanda constante de resultados y la explotación comercial del deporte como un producto de entretenimiento han exacerbado la intensidad y la seriedad de la competición.
La relación entre el fútbol y su afición en México es, sin duda, compleja y llena de contradicciones. Pero también refleja una dinámica social más amplia, en un mundo donde convergen, negocian y luchan distintas corrientes, desde la pasión por el deporte hasta los intereses económicos.
Resulta preciso señalar que la pasión indiscutible por el deporte a menudo se ve ensombrecida por una gran variedad de factores, alimentados por la creencia de que el fútbol da más de lo que realmente es. Sin embargo, esta interacción está influenciada por tensiones inherentes al sistema, la profesionalización y la comercialización del balompié, así como las presiones por el rendimiento y el éxito. Además, la afición también refleja críticas profundas dirigidas a los aspectos socioeconómicos del país, con sus descontentos apuntando hacia las altas jerarquías. ¿Se podrá romper algún día esta relación? Hay mucho camino por recorrer para lograrlo.
La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx