Felipe Monroy
Catolicismo en la nueva época
Como lo advirtieron los dos más recientes pontífices, no estamos simplemente en una ‘época de cambios’
El sistema católico ha transmutado enormemente en el último siglo pero en las recientes dos décadas, sus tensiones de cambio son vertiginosas y dramáticas. Como lo advirtieron los dos más recientes pontífices, no estamos simplemente en una ‘época de cambios’ sino en un radical ‘cambio de época’; un singular momento que, sin embargo, no implica exclusivamente incertidumbre sino también nuevas certezas que pueden o no estar afianzadas a las verdades antropológicas, sociales o teológicas fundamentales.
Para la Iglesia no es una simple coincidencia que tanto Bergoglio como Ratzinger convergieran en aquel profético encuentro de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en 2007 puesto que, fruto de aquellas reflexiones sobre el futuro de la vida cristiana en el siglo XXI, se confirmó que el ser humano “vive un cambio de época, cuyo nivel más profundo es el cultural [y en el que] se desvanece la concepción integral del ser humano, su relación con el mundo y con Dios”.
Este desafío alteró la larga convicción (aunque secundaria y ciertamente desmontada por el Concilio Vaticano II) de que el sistema católico sólo podía estar estructurado por autoridades y súbditos. Fue entonces que, gracias a la mirada latinoamericana, se promovió la figura del ‘discípulo misionero’, una concepción dialógica que vincula simbólicamente el aprendizaje y el seguimiento con el compromiso y el actuar cristianos; es decir, el resurgimiento de una nueva dinámica dentro del sistema católico para una época radicalmente novedosa. Debo aclarar que por ‘sistema católico’ refiero a una compleja estructuración dinámica, simbólica y operativa de coincidencias, tensiones y divergencias católicas internas; y que debe ser claramente diferenciada de ‘la Iglesia católica’ como realidad histórica, mística integral y trascendental.
Se sabe que el cardenal Bergoglio, hoy el papa Francisco, llevó parte de la redacción de aquel documento conclusivo de Aparecida y que durante su pontificado ha intentado universalizar las convicciones que nacieron de aquella mirada americana: en contraposición de la verticalidad entre la Iglesia docente y la Iglesia discente de una época pasada, se propone la horizontalidad de la Iglesia de ‘todos los convocados’, de una comunidad que comparte las vicisitudes del tiempo.
¿Por qué es importante esto? Porque en estos días se ha dado una intenso debate entorno a la producción televisiva ‘Amén, Francisco responde’ donde el pontífice se encuentra con una decena de jóvenes para dialogar de situaciones actuales: migración, neofeminismo, aborto, autopercepción de género, normalización en la comercialización de pornografía, abusos de poder, abusos sexuales y alejamiento de los jóvenes de la Iglesia.
Los sectores críticos afirman que el Papa eludió su responsabilidad de enseñar desde la doctrina, la tradición y la disciplina a los jóvenes con dudas; aunque quizá quieren decir que el pontífice no apeló al principio jerárquico de orden y jurisdicción para ejercer el poder que la Iglesia le confiere para enseñar, juzgar y hasta imponer sanciones.
Sin embargo, desde otras perspectivas, se reconoce al Papa su gesto de mostrar ese grado de vulnerabilidad cristiana primigenia –y poner el ejemplo– frente a las convicciones impuestas por una nueva época de dominación económica, política, ideológica y cultural post-cristiana. Es decir, que para el sistema católico contemporáneo, se revalora un nuevo ejemplo de vida cristiana (esa enseñanza muchas veces minimizada) que habla de una doctrina, tradición y disciplina que no provienen del poder, sino del no-poder, de la minoridad y la fraternidad.
Coincide este planteamiento con lo sucedido en la Cumbre sobre Colonialismo, Descolonización y Neocolonialismo: Una perspectiva de justicia social y bien común organizada por la Pontificia Academia para las Ciencias Sociales: las secuelas sociales y culturales del colonialismo pueden encontrarse transversalmente en las manifestaciones actuales de injusticia, desigualdad, catástrofe ambiental, desarrollo insostenible y migraciones masivas.
El Papa no pudo asistir debido a que se encontraba hospitalizado pero se leyó su mensaje a los presentes.Francisco sentenció con claridad que ninguna potencia política, económica o ideológica “está legitimada para determinar de forma unilateral la identidad de una nación o grupo social”. En su mensaje, además, dijo: “Una vez más pido perdón por los actos de algunos creyentes que contribuyeron en forma directa o indirecta a los procesos de dominación política y territorial de varios pueblos de América y África. También lo pido por los errores o las omisiones que en el presente se hayan producido o se estén produciendo […] Como contrapartida, ratifico mi firme voluntad para actuar, con la doctrina social de la Iglesia, en pos de la reversión de los procesos neocoloniales que afligen a la humanidad”.
Quizá ese es el rostro del catolicismo en la nueva época, uno que reconoce que la evangelización de los pueblos muchas veces se impuso ventajosamente en medio de un “dramático y desigual encuentro de pueblos y culturas”; y un catolicismo que reconoce que, tanto en el pasado como en la actualidad, el orden político o ideológico colonialista afecta algo más que la configuración organizativa de los pueblos sino los valores antropológicos profundos como la condición humana y la dignidad, y los valores ecológicos centrales como el cuidado y la preservación de la Creación.
Coincidimos con varios de los disertantes del congreso realizado en las instancias vaticanas: algunas prácticas del sistema católico deben ser desconocidas como principios de fe de la Iglesia, la Iglesia también se tiene que descolonizar, regresar al núcleo cristiano.
Resultó positivamente intrigante el posicionamiento de la académica mexicana experta en feminismo descolonial, Karina Ochoa: “Requerimos pensar un mundo donde las posibilidades de existencia plena de todo ser humano y no humano sean posibles. Un mundo donde la ética de la vida desplace a la no-ética de la muerte y la violencia genocida misógina. Generar nuevas narrativas que dibujen y configuren una ontología de la liberación basada en la posibilidad de la vida desde la multiplicidad de las existencias humanas y no humanas, construir un mundo donde quepan muchos mundos, donde haya una justicia diversa, plural y amplia que reconozca la posibilidad de la vida”. Que así sea.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
75 años de una guía ética hoy abandonada
Al final de la Segunda Guerra Mundial, ante las heridas aún abiertas en incontables pueblos y la sombra de incertidumbre sobre cómo se habrían de mediar los conflictos que dejaron pendientes las campañas bélicas, la asamblea general de las Naciones Unidas realizó la histórica sesión plenaria 183 del 10 de diciembre de 1948 en la que se aprobó y se instruyó publicitar globalmente una novedosa Declaración Universal de Derechos del Hombre; un documento que nació con una expectativa mítica sobre la paz necesaria, fundamentada “en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Hoy, a 75 años años de aquella guía ética, no sólo es evidente que el juego geopolítico abandonó rápida y totalmente estos principios –la Guerra Fría, las invasiones imperialistas y los conflictos del mundo multipolar son prueba vergonzosa e irrefutable de esto–; sino que la cultura política contemporánea y hasta el propio organismo internacional parecen desandar el camino iniciado hace tres cuartos de siglo.
La Declaración tiene treinta artículos y un preámbulo con siete consideraciones pertinentes para comprender la necesidad y la urgencia de velar por la dignidad humana y por los derechos fundamentales inalienables de lo que denomina “familia” humana. El documento sintetiza con claridad meridiana que “los actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” proceden del desconocimiento o menosprecio de los derechos humanos; que sólo con “fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres” se abre camino al progreso social y la mejoría del nivel de vida bajo una más amplia libertad.
Y, sin embargo, la cultura política actual ha relativizado a tal punto el valor de la vida humana y su dignidad que hay proyectos políticos respaldados por las propias Naciones Unidas que limitan la libertad de expresión y de conciencia, que privatizan y comercializan los derechos humanos básicos, que dejan en manos del tecnocapitalismo alienante la naturaleza, la biología y la identidad humana.
Por ejemplo, la Declaración afirma que todo ser humano tiene derecho a la vida, a la seguridad de su persona y al reconocimiento de su personalidad jurídica “en todas partes”, pero actualmente se regatea este derecho argumentando innumerables colisiones de otros intereses de placer y satisfacción socioeconómicos.
El documento también exige que nadie sea sometido ni a esclavitud ni a servidumbre pero, por las crisis económicas, hay políticas públicas que abogan por la limitación de derechos laborales y sindicales; el texto además estipula que nadie debe ser desterrado y se enarbola el derecho a la migración pero las deportaciones y las políticas antiinmigratorias de perfil conservador son populares hasta en grupos que se identifican como humanistas.
En la actualidad, gracias a los titanes de tecnología digital y las políticas intrusivas en nombre de una falsa seguridad nacional se ha normalizado el espionaje y el usufructo de los datos de la vida privada de los individuos; la libertad de pensamiento, conciencia y religión son permanentemente condicionadas a ideologías de ocasión mediante figuras de persecución y control que incluso pretenden constreñir el lenguaje vivo de los pueblos.
Es más, algunos que se autodenominan como ‘libertarios’ desprecian ideológica y prácticamente artículos enteros de esta Declaración Universal como la obligación de los Estados a proveer seguridad social, protección laboral y sindical, asistencia médica básica y especial para madres e infantes, educación gratuita, servicios sociales, etcétera.
Otros, que se autodenominan ‘progresistas’, rechazan principios distintos pero también consagrados en esta Declaración; como el derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que deben recibir sus hijos o aquel que afirma textualmente que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Algunas políticas públicas, además, promueven mecanismos de atención excluyente (especialmente en lo referente a la justicia social) fundadas en la división y clasificación diferencial en lugar de procurar condiciones de justicia que garanticen igual protección de la ley sin distinción ni discriminación.
En la actualidad, la reflexión de la pertinencia y utilidad social de los derechos humanos se basa en un pragmático utilitarismo individual en donde cada persona tiene capacidad para que se le reconozcan y garanticen sus derechos ‘igualmente’ a otra; pero, siempre y cuando no lo sean ni los reciban colectivamente. Es decir, que cada quien tiene condiciones para potencialmente ser reconocida en su dignidad humana mientras los otros no lo sean realmente. Es la parábola de la puerta abierta y las diez personas que ‘en principio’ pueden libremente cruzar el umbral pero que aquella se cierra cuando las primeras tres lo hacen. En la actualidad se aplica la idea de que los derechos humanos deben ser en igualdad para todos, pero como diría Orwell: “algunos son más iguales que otros”.
Es claro que la Declaración Universal nació de la necesidad de imaginar utopías o al menos condiciones para que el miedo, el terror y la miseria no fueran utilizados nuevamente como discursos o recursos políticos. Quizá esa misma motivación sigue siendo pertinente 75 años más tarde.
*Director Siete24.mx @monroyfelipe
Felipe Monroy
Desafío de gobierno en la Iglesia Católica
La Iglesia católica es una institución única en su especie; el liderazgo del sumo pontífice y de los obispos en las regiones más apartadas del planeta han representado el ejercicio de la doctrina, el magisterio y la tradición cristiana en cada época desde hace dos milenios; y la actual no es la excepción. Sin embargo, la relativización de prácticamente todos los principios y valores institucionales para guiar el pensamiento y la acción de las comunidades ha golpeado especialmente a la Iglesia católica de este siglo.
Acudimos a la quinta o quizá sexta oleada en este pontificado que los voceros anti Francisco sincronizan sus dardos contra el obispo de Roma; además de los cardenales que calcularon los tiempos mediáticos para cuestionar la validez histórico-dogmática de un nuevo modelo de escucha y diálogo al interior de la Iglesia, una serie de artículos publicados en medios más bien críticos del jesuita latinoamericano (como el texto del filósofo Lamont publicado a finales de octubre pasado bajo el título: “El Papa Francisco como hereje público: la evidencia no deja dudas”) recrudecen los ataques que buscan tener un lugar en la conversación erudita sembrando la idea de que Bergoglio habría cometido herejías a través de algunos discursos, respuestas o documentos.
El otrora cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ha mantenido un intenso activismo contra las decisiones pontificias: criticó la realización del Sínodo de la Sinodalidad reduciéndolo a ‘palabrería’, ha definido a los colaboradores de Bergoglio como ‘propagandistas’ y hasta ha afirmado condescendientemente que a pesar de que Francisco “ha difundido repetidas herejías, él no ha caído en ninguna herejía formal que le impida continuar en el cargo”.
Francisco tuvo paciencia; pero –mientras más avanzan sus limitaciones físicas propias de la vejez y enfermedad; y se encienden los motores de la sucesión pontificia– ha quedado claro que mantener y hasta auspiciar el veneno de quienes le han cuestionado todo desde el inicio, ya no será tolerable. Las medidas que el Vaticano ha tomado recientemente contra sus más aguerridos opositores ejemplifican esta nueva etapa. Francisco ha recordado al mundo católico el peso de la mano pontificia contra dos norteamericanos: la investigación y posterior destitución del obispo texano Strickland; así como la revocación de los privilegios romanos al cardenal Raymond Burke.
Es raro que el pontífice tome con dureza las riendas, pero la historia enseña que –al menos en materia jurisdiccional– en algún momento del pontificado se hace eficaz esa frase de san Bernardo de Claraval: “Convengamos en que, según el derecho eclesiástico, el Papa tiene todo el poder cuando lo exige la necesidad”. Hay que mencionar, que Francisco no es el único y no será el último en tomar esa potestad “cuando la necesidad o una notoria utilidad lo requiere”.
Desde el caótico primer Concilio Vaticano se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa; de manera burda, la idea de reconocer en el pontífice tal poder supremo parece simple y pragmática, casi política, para garantizar autoridad, mando y obediencia de un episcopado ya sumamente diverso, nativo, plural y seducido por el racionalismo de mediados del siglo XIX. Sin embargo, la doctrina sobre la infalibilidad papal no podía provenir de las inquietudes coyunturales sino de su dimensión mística en la historia de la salvación.
Recojo la reflexión del sacerdote jesuita Rafael Faría, allá en 1945: “Si el Papa enseñara el error, el infierno –esto es, el demonio, espíritu de error y mentira– prevalecería sobre la Iglesia, lo que va contra la promesa de Cristo… Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y lo encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarlos en la fe, si él mismo los induce al error?… Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer; pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. Resulta claramente que Jesucristo hizo infalible al Jefe supremo de su Iglesia”.
Aún antes, en un documento catequético español de 1821 se advertía que el pontífice enfrentaría con regularidad a “ocultos e hipócritas enemigos” que “sin correr el velo misterioso con que se cubren, no pueden negar abiertamente la autoridad del Papa; protestan que no quieren en nada perjudicarla y que sólo intentan distinguir sus verdaderos derechos de las falsas pretensiones”. Esta catequesis (publicada para reconvenir al episcopado español de riesgos de autosuficiencia en la confirmación episcopal) advertía que la unidad de la Iglesia se pone en riesgo cada vez que surgen ministros eruditos que dicen estar “dispuestos a reconocer la autoridad papal con tal de que ‘no se oprima la sana doctrina’”.
Esto último, reflexionan los autores, permite decir que la doctrina efectivamente está oprimida y, por tanto, que se justifica la autorización de rehusar la obediencia al Sumo Pontífice. Para los detractores, los planteamientos del pontífice son sólo “invenciones humanas” y que, por el contrario, sólo ellos son auténticos custodios de la pureza e integridad de la doctrina.
En todo caso, que el Papa recurra a estas medidas también revela que otros recursos se han agotado; que el entusiasmo por escucharlo, seguirlo o respaldarlo no es tan sólido como hace diez años. Que escasea la creatividad tanto teológica como pastoral para neutralizar a los opositores al pontífice. Y ese es otro problema porque, se advierte en varias regiones del mundo –por lo menos en México–, los obispos locales han abandonado la producción de discurso o de gestos que confirmen la unidad: casi no escriben cartas pastorales ni personales ni conjuntas, casi no participan en los medios de comunicación formales, sus procesos son más programáticos que paradigmáticos y hay una obsesión con las estructuras pero un descuido en el lenguaje. Y ahí es donde se pierde o se gana un gobierno.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe