
Felipe Monroy
Cónclave de tres batallas: geopolítica, sinodalidad y resistencia
Roma murmura incesantemente a pesar del silencio autoimpuesto de los cardenales ante el cónclave con el que se elegirá al próximo pontífice. Cada gesto, cada palabra de los purpurados llama la atención tanto dentro como fuera de los muros del Vaticano. Y es que la muerte del papa Francisco no puede reducirse solo a la partida de un eslabón en una larga cadena de sucesiones; se trata del fin de una era que convirtió la periferia en centro, la misericordia en doctrina, y la sinodalidad en método.
Según se comenta en estos días, estamos frente a dos posibles escenarios: Un cónclave breve y casi burocrático –algunos dicen prestissimo– en el que la mayoría de los cardenales, en razón de su novel participación y su variopinta procedencia, confiarán en simplificar la elección para favorecer a los purpurados que en primera instancia resulten con más votos.
O un cónclave tortuoso, largo y difícil justamente por la pluralidad de pensamientos y pareceres de los cardenales ante una decisión que los ubicaría en las antípodas del tipo de ministerio petrino que se requiere: uno que continúe y profundice la reforma de Francisco o uno que repliegue y revierta algunas de las polémicas decisiones del pontífice argentino.
Así, el testamento invisible de Francisco parece debatirse entre la reforma o la restauración; y por ello, la mayoría de los cardenales no quieren dejar de manifestar su opinión. De hecho, durante las Congregaciones Generales (sesiones privadas donde los cardenales atienden asuntos preparativos al cónclave y expresan sus ideas sobre los desafíos de la Iglesia y el perfil que esperan del Obispo de Roma) se han escuchado muchas y muy largas intervenciones. Un experimentado cardenal –por lo menos con dos cónclaves a sus espaldas– comenta con cierta molestia que los cardenales quieren hablar en las congregaciones pero que no saben bien de qué se trata y sólo dan largos discursos, remedos de homilías o panegíricos sin ninguna concreción.
Por otra parte, las homilías de los Novendiali han sido un espejo deformante. Si bien los purpurados elogiaron prudentemente al pontífice fallecido, sus palabras deslizaron sutilmente una pregunta incómoda: ¿Cómo ser Papa sin ser Francisco? ¿Cómo ser pontífice en el siglo XXI de manera auténtica sin caer en la tentación de la imitación de un estilo inimitable? Francisco sin duda resquebrajó la pompa vaticana con originalidad y audacia en gestos y decisiones; pero “¿debería el próximo Papa ser tan voluntarioso?”, se cuestionan los cardenales.
Es momento de hacerse todas las preguntas necesarias porque a partir de la tarde del 7 de mayo no habrá más diálogo ni murmullos. Hasta este momento, de entre los asuntos deslizados por los cardenales en público o en privado, parece haber tres tensiones que guían el discernimiento para la elección de un Papa que se espera pueda celebrar en 2033, el Jubileo de la Redención:
Un Papa que enfrente la geopolítica del caos. El mundo se ha fracturado tanto política como económicamente; y la realidad de una nueva era cultural obliga a una reintegración del faro moral de la Iglesia católica en las dinámicas diplomáticas y de cooperación internacional.
Un Papa que gobierne la sinodalidad eclesial. Si bien Francisco impulsó una Iglesia en salida, horizontal y audaz, el modelo colisiona contra un gigantesco edificio teológico-canónico y un imbatible aparato regulador, ahí el pontífice deberá indicar el sitio donde se confirma la unidad de una Iglesia diversa.
Y un Papa que reimagine el sentido de la misión desde la experiencia de las comunidades cristianas minorizadas, con expresiones y devociones sumamente comprimidas; que lucen como pequeñas semillas a punto de explotar en algunas localidades, sobre todo en Asia y África.
Son a mi parecer estas tensiones y no el falso debate entre “conservadurismo y progresismo” las que realmente traspasan el interés de los cardenales. Es claro que estas categorías se utilizan para simplificar complejidades, pero en el fondo la Iglesia tiene una dimensión de salvación ulterior que navega fuera de la razón y la lógica; y que si se mira desde otra perspectiva, siempre ha tratado de ser resistencia con el poder, sin el poder y a pesar del poder.
La religión (el re-ligar al hombre con Dios y a la trascendencia) es algo que hoy el mundo se toma de forma burlesca; y para muestra está el meme del Papa-Trump publicado por la propia Casa Blanca mientras la Iglesia aún llora la muerte de su pastor. El gran drama cultural contemporáneo es el expolio que se comete contra el credo y la esperanza de los creyentes así como contra la libertad y convicción de los no creyentes. Y la Iglesia católica ha mostrado de diversas maneras su propia resistencia a este fenómeno: Juan Pablo II lideró una resistencia política, Benedicto XVI promovió una resistencia intelectual y Francisco actuó desde una resistencia misericordiosa contra las imposiciones de las formas y las dictaduras ideológicas que instrumentalizan y descartan al ser humano.
Del mismo modo, en estos días, la Iglesia católica se resiste a ser constreñida a un evento de anuario o a un juego de cartas políticas; porque el próximo pontífice cargará sobre sus hombros la gran tarea de hacer creíble la identidad cristiana en cualquier lindero del mundo. No importa si es en los grandes palacios o en las últimas favelas, en los barrios más humildes o en los rascacielos más privilegiados, allí se tiene que seguir hablando con Dios y de Dios. Y esto es justamente lo que se espera acontezca antes de que termine esta semana desde el balcón de la Basílica de San Pedro y después de la anhelada fumata blanca.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma
Felipe Monroy
El Papa del imperio de ayer

El cardenal Robert Francis Prevost siempre estuvo entre los ‘papabili’ para suceder a Francisco sustancialmente por dos razones: se ubicaba entre la media de los 70 años, y había presidido quizá el segundo dicasterio más poderoso del Vaticano como encargado del nombramiento, formación y atención de los obispos del mundo. Sin embargo, la mayoría de los analistas coincidían en que tiene una cualidad personal que se convertía en tara: la nacionalidad norteamericana.
Desde hace años, se solía hacer un comentario entre jocoso y severo sobre la imposibilidad de que la ONU o la Iglesia católica tuvieran un líder de origen gringo. En el fondo, se consideraba que un organismo o una institución que muchas veces hace de balanza o contrapeso a los poderes omnímodos perdería objetividad o equilibrio con un ciudadano del imperio norteamericano como titular. Bajo esta lógica, una saludable globalidad, así como el respeto a la pluralidad y a las marginalidades presentes sobre la tierra parecían exigir un líder con la conciencia natural de que no todo el mundo juega bajo las reglas de la poderosa nación norteamericana.
De Prevost, no obstante, se decía sin reparo durante las vísperas del cónclave que, entre los purpurados norteamericanos, él era “el menos gringo de los gringos”. Y en esta frase no solo estaba encerrada la larga misión del religioso agustino en Perú y su ‘corazón latinoamericano’ como ha insistido publicar la prensa del sur global (y de la cual hablaremos en otro artículo); también expresaba la profunda desconfianza respecto a la sede del imperio yanqui: sus valores, sus discursos y su carácter de dominio. Así, “ser menos gringo” significaba ser mejor candidato al papado.
Después de Francisco y su radical reivindicación de las periferias; de los pueblos, naciones y regiones desplazadas, expoliadas o convertidas en zonas de descarte de los centros de poder, había una auténtica inquietud de que el papado cayera en manos de alguien que representara los rasgos políticos del colonialismo o del imperialismo. Más que el temor al retorno de las tradiciones exquisitas o la belleza ornamental herencia de una Iglesia bimilenaria; la inquietud de quienes fueron resignificados por Francisco se condensaba en preocupación porque su sucesor representase la visión de los privilegiados, de la posición cómoda de quien no se ve obligado a aprender otro idioma o a usar otra moneda o a comprender una cultura.
El sentimiento no es completamente injustificado: la dura imposición de la economía y la cultura norteamericana ha dominado el orbe desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un sistema coaligado entre su intervencionismo bélico, su propaganda heróica mediática, la dolarización del sistema financiero y comercial, la seductora “american way of life” y su aparentemente imbatible jactancia político-democrática ha supuesto una dominación absoluta de la moral geopolítica. Y así era, al menos, hasta hace muy poco tiempo. El hecho de que su dos veces presidente Donald Trump haya recogido la indignación de un país que ha perdido su dominación imperialista, evidencia que hoy, los Estados Unidos ya no tiene el peso de ayer.
Por ello, la frase dicha en los murmullos cardenalicios previos al cónclave “es el menos gringo de los gringos”, parecía justificar su anticipada decisión.
Es improbable que los cardenales hayan electo al primer pontífice de origen norteamericano por estas razones, pero es un hecho de que no eligieron antes a un Papa de Estados Unidos (a pesar de haber tenido a personajes de inmensa talla y aún mayor admiración en el colegio cardenalicios) precisamente por la preocupación de condensar las figuras de referencia y poder en el centroide estadounidense.
¿Por qué entonces ahora ha salido un Papa norteamericano? Quizá la respuesta está en la propia trayectoria de Prevost: Una vocación religiosa nacida en EU pero que se alejó de toda comodidad al hacerse misionero: aprendiendo otra lengua, otra cultura y permitiéndose vulnerar por sus heridas. Y quizá también porque los Estados Unidos ya no representan el idílico sueño hegemónico que fueron; basta ver la casa y la parroquia en Chicago donde el hoy pontífice León XIV encontró el llamado a servir a Dios: una marginalidad suburbana que conoció mejores glorias y que, sin darse cuenta, se ha hermanado a las periferias del mundo.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma @monroyfelipe
Felipe Monroy
León XIV, el Papa para el otro lado del puente

Si hay un hombre “puente”, ese es Robert Francis Prevost (1955). Hijo de muchos mundos, nacido en Chicago, en la cosmopolita ciudad norteamericana, pero de padres de ascendencia europea: madre española y padre de raíces francoitalianas. Su formación inicial ha sido en el terreno de las ciencias exactas pues tiene estudios en Matemáticas; aunque encontró camino espiritual con los frailes de la Orden de San Agustín formándose en Teología de la Divinidad y en Derecho Canónico.
Su vida también es un puente de ida y retorno entre Estados Unidos y Latinoamérica pues después de sus votos solemnes en su ciudad natal y su ordenación sacerdotal, destinó su servicio misionero en Perú donde lideró intensa labor pastoral y de gobierno en vicariatos apostólicos y periferias de los Andes conduciendo los esfuerzos de la orden religiosa, fortaleciendo la formación teológica e intelectual y consolidando estructuras eclesiales para regiones en explosión demográfica. Retornó a Estados Unidos para continuar con su labor formativa y de gobierno provincial, pero el papa Francisco le encomendó asumir servicio episcopal en Chiclayo como administrador apostólico donde tomó finalmente la nacionalidad peruana.
El propio papa Francisco le pidió construir otro puente complejo: el que se extiende entre la Curia Romana y las periferias episcopales del mundo. Nombrado como prefecto para el Dicasterio para los Obispos tuvo la responsabilidad de cargar con la otrora poderosa congregación con el nuevo marco reformista concretado en la constitución Predicate Evangelium.
León XIV parece tener como misión no sólo atención de las tensiones de las existentes en la Iglesia y el mundo, sino quizá su resolución desde una perspectiva que mire con mucha profundidad en la realidad: entre la tradición y la reforma, entre la espiritualidad y la gobernanza, entre los prístinos palacios y la periferia pastoral, entre los gestos de caridad humanista y la disciplina institucional, entre la producción intelectual y la misión evangelizadora.
En un mundo fragmentado y lleno de conflictos, León XIV ha adelantado que su corazón y carisma estará en la búsqueda de la paz (“una paz desarmada y desarmante, humilde y perseverante”); y su programa –condensado en la elección de su nombre pontificio– mantiene firme la necesaria conversación respecto a la justicia social, el bienestar de los trabajadores más explotados, el clamor por un mundo que recobre la dignidad de la labor humana ante la sombra ominosa de su reemplazo por la inteligencia artificial.
Al igual que su predecesor en el nombre papal, León XIII –que iluminó las oscuras problemáticas de la industrialización, la propaganda, el imperialismo, la ideologización política, el abuso de los poderosos y el expolio sobre los pueblos al final del siglo XIX–, ahora León XIV se enfrenta junto con los católicos a la hiper tecnificación; al postimperialismo; a los nuevos mecanismos de la vieja propaganda de odio y miedo; y a la radicalización de la ideología anti antropológica y contra la dignidad humana.
El invaluable servicio del papa León XIII resguardó con una pequeña pero tenaz luz el hórrido estruendo de las guerras de la primera mitad del siglo pasado; y la humanidad salió de esa tragedia reivindicando algunas de las más proféticas ideas del pontífice. Veremos el talante del peruano-norteamericano, del agustino-misionero, del pastor-formador y el reformador-conciliador que hoy dirige e inspira a más de mil 400 almas de católicos en los más diversos rincones del planeta.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma @monroyfelipe
Felipe Monroy
Humo y consenso: la comunicación en su esplendor

Quienes trabajan en la política y el espectáculo saben que el alcance y difusión de las ideas o contenidos suele exigir una proporcionalidad directa de capital que se invierta en tecnología y herramientas de comunicación.
Por eso, en una época en que los medios de registro y difusión se han hiper tecnificado e hiper especializado, resulta un fenómeno exótico, aparentemente contraintuitivo y singular que miles de millones de personas se mantengan expectantes al resultado de una columna de humo expulsada por una estufa y una chimenea.
La fumata del cónclave quizá es el pináculo comunicativo de la institución católica que, por otra parte, ha preservado otros mecanismos de comunicación que siguen siendo simples, coherentes e intuitivamente comprendidos por buena parte de la humanidad: si tañen las campanas, se anuncia algo; si algo se insensa, es sagrado; si un nutrido grupo procesiona a paso acompasado y solemne, la jornada tiene carácter histórico.
Estos mecanismos proceden de una era socializadora ancestral y, por ello no son exclusivos ni de la Iglesia católica ni de la religión; significan tanto y con tal profundidad que muchas instancias sociales en las diversas culturas tienen sus propios ritos semejantes.
Sin embargo, la chimenea y el humo con el que se anuncian los resultados de las votaciones de los cardenales para elegir al pontífice no es en realidad una costumbre tan vieja.
El anuncio público de las papeletas quemadas en la elección pontificia remonta al siglo XVIII; hace sólo cien años se introdujo la fumata blanca; y apenas hace medio siglo, se perfeccionó el quemado para distinguir con claridad la oposición entre el humo blanco y el negro.
Es decir, aunque la herramienta no sea formalmente moderna (fuego y humo), la intencionalidad del mensaje sí lo es. Pero, para que su mensaje sea comprendido tan ampliamente y en plenitud, para que cause tanta expectación e interés, el mecanismo y el medio no bastan, se requiere un extenso, nutrido, consistente y simbólico conjunto de signos que construyen el mensaje antes de manifestarlo o hacerlo público.
Ese conjunto de signos es lo que da sentido a cada una de las fumatas; sin ellos, sólo sería una chimenea y una silente columna de humo. Sin embargo, el humo representa el consenso o el disenso de un largo proceso; uno que se realiza literalmente en lengua muerta, bajo revestimientos de dramático colorido y que hunde sus raíces selectivas en lógicas palatinas, signos de poder, historia y cultura; y, lo más importante, en la presencia de lo divino.
Sin la fuerza de su contexto, la fumata es un acto de comunicación tan disperso e inasible como la propia composición de su naturaleza; por el contrario, la señal expulsada desde el techo de la Capilla Sixtina en el Vaticano tras la votación de los cardenales recluidos en Cónclave no pierde un ápice de intencionalidad en su mensaje: el humo revela el trabajo, los votos secretos que sólo un puñado de hombres sobre la tierra conoce pero que guardan la esperanza de miles de millones, la destrucción por fuego para evitar que la historia juzgue sus actos, las veces en que no se ha llegado a un acuerdo y la espectacular revelación de un sí, de alguien que ha aceptado ser elegido por la más diversa y plural comunidad de varones maduros cuyas profundas convergencias son dos: su fe y la personal predilección que les tuvo un pontífice previo.
El humo: silente, efímero e impalpable se ha convertido en el signo que comunica el acuerdo con el que se confirma una sucesión bimilenaria, que representa la firmeza de una institución y la unidad en un mensaje que se extiende por todo el mundo. Es una cátedra comunicativa que merece ser elogiada.
Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma @monroyfelipe
Felipe Monroy
La decisión más global de la historia

Entre las muchas audacias concretadas por el papa Francisco, la del nombramiento de cardenales de las periferias del mundo sin duda quedará como un signo trascendente para el significado de la universalidad de la Iglesia católica. La presencia global de la cristiandad que se apersona en Roma estos días, tanto para despedir al pontífice como para elegir al sucesor, revelan no sólo la diversidad de nacionalidades y contextos que disciernen en torno al símbolo de la unidad eclesial y la custodia de la Iglesia, sino el alcance del mensaje que se lanzará a cada rincón del planeta a través de ellos, sus primeros embajadores, cuando se revele el nombre y la trayectoria del próximo Sumo Pontífice.
El propio cardenal Leonardo Sandri –histórico asesor argentino de la Secretaría del Estado Vaticano; exnuncio en México y Venezuela; y prefecto para las Iglesias Orientales– reconoció con pasmo la pluralidad de los cardenales del próximo cónclave: “desde Tonga con las islas del Pacífico hasta las estepas de Mongolia, desde la antigua Persia con Teherán hasta el lugar donde se encuentra el anuncio de la salvación, Jerusalén, desde los lugares entonces florecientes del cristianismo y ahora hogar de apenas un pequeño rebaño, marcado por el martirio, como Marruecos y Argelia, sólo por citar algunas coordenadas de la geografía que el Santo Padre ha querido trazar en estos años”.
Cada día, al comenzar y concluir las congregaciones generales que se celebran en la Nueva Aula del Sínodo, a un costado de la Basílica de San Pedro, un enjambre de periodistas asedia a los cardenales para que ofrezcan alguna declaración, saludo o comentario respecto al proceso de discernimiento durante el novenario por el papa Francisco y en las vísperas de la celebración del cónclave. Se dirigen a ellos en inglés, luego en italiano; y si no hay respuesta, en la lengua materna del periodista: español, francés, portugués, etcétera. Algunos contestan sobre algún detalle menor del interior de la Congregación; la mayoría no dice nada, porque se ha establecido que la Santa Sede hará la comunicación oficial cuando se requiera.
Sin embargo, lo que mejor revela la complejidad de lo que sucede tras los muros vaticanos está en las particularidades de cada purpurado: su acento al hablar en un idioma ajeno, su forma de caminar entre las columnatas de Bernini, la manera de eludir las preguntas capciosas, los temas que sí consideran importantes de mención e incluso en cómo atienden a las personas que reconocen entre la multitud de micrófonos, cámaras y dispositivos electrónicos.
En uno de esos enjambres, los periodistas insistían preguntar sobre el ambiente al interior de los muros del Vaticano al cardenal Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia, presidente de la conferencia episcopal italiana y uno de los papabili favoritos del pueblo romano, pero el purpurado –quizá aún procurando el estilo de Francisco de ser ‘una Iglesia en salida’– mejor puso el acento en los derechos de los trabajadores, en la preocupación por las víctimas de condiciones injustas laborales. Es decir, mientras el mundo busca intrigas y sinuosidades políticas en los corrillos vaticanos (que debe haberlas); los cardenales papables quieren mirar hacia el exterior de la Ciudad Eterna y pensar quién de entre ellos puede hacer llegar el mensaje de Cristo con más fuerza, más claridad y más valentía en los tiempos que se viven.
Y es que no todos se percatan, pero ese exótico grupo de varones –con todas las singularidades de sus patrias de nacimiento, sus culturas, sus idiomas y sus condiciones– tiene en sus manos un poder de representación que jamás se ha visto en la historia del mundo: cada voto, inspirado en el discernimiento por el Espíritu Santo, es un pequeño fragmento de mundo expresando la universalidad de Iglesia.
A diferencia de los organismos internacionales donde los países poderosos tienen derecho al veto o las decisiones comunitarias apenas llegan a recomendaciones que nadie respeta; la elección del pontífice número 267 de la historia de la cristiandad pasa por las manos de cardenales provenientes de 71 países de los cinco continentes: 53 europeos, 37 americanos, 23 asiáticos, 18 africanos y cuatro de las islas oceánicas. El elector más joven tiene 45 años (con derecho a participar en cónclaves hasta el 2060) y el más viejo de 79; pero además, hay 15 cardenales originarios de naciones que por primera vez estarán eligiendo a un pontífice: Haití, Cabo Verde, Papúa Nueva Guinea, Suecia, Luxemburgo o Sudán del Sur, entre otras.
Francisco refrendó y aceleró lo que los pontificados precedentes habían comenzado a configurar: la representación cardenalicia de la Iglesia universal debe hacerse presente en todos los rincones del mundo y, por tanto, la elección del pontífice también pertenece a los católicos de las zonas más alejadas de Roma, nunca mejor dicho antes: la capital mundial.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial a Roma Siete24.mx @monroyfelipe
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