Felipe Monroy
Entre la persona y sus fronteras
Sin duda existen los mínimos que la dignidad y los derechos humanos obligan a los Estados a procurar a las personas
Detrás del fuego y las cenizas, la ineludible mirada de una indecisión nos juzga. No ahora, sino desde hace décadas, México no ha sido capaz de definir una política migratoria no sólo congruente sino consecuente. Sin duda existen los mínimos que la dignidad y los derechos humanos obligan a los Estados a procurar a las personas en tránsito pero también es preciso comprender cuáles son los márgenes reales que las instituciones tienen frente a las personas migrantes.
Es decir, si afirmamos tener una política humanista, solidaria, integradora y respetuosa de las personas migrantes, no basta con que el discurso político indique que no se deba perseguir o agredir a ningún migrante por su condición de irregularidad, es imprescindible que los instrumentos y las instituciones que atienden realidades migratorias no estigmaticen ni criminalicen a dicho sector (ni a quienes les asisten humanitariamente), que tengan suficientes mecanismos y márgenes de operación para garantizar el respeto y la tolerancia de la sociedad en favor de la seguridad, del bienestar y de las mejores condiciones posibles para las personas en tránsito.
Por supuesto, estos planteamientos suenan imposibles para un país con serios desafíos económicos y de seguridad terriblemente apremiantes para sus propios connacionales. Es por ello que no pocos afirman que es completamente ilógico proveer o trabajar por condiciones de bienestar para cientos de miles de migrantes extranjeros mientras decenas de millones de compatriotas sufren de condiciones de marginalidad, pobreza, incertidumbre y terror derivada de las múltiples crisis sociales que perviven en el país. Y quizá tengan razón matemática pero, incluso en ese planteamiento que parece optar por un bien mayor, es preciso tener cuidado de no consentir una xenofobia o aporofobia disfrazadas de preocupación mayoritaria, lo cual no deja de ser una preocupación gremial.
Por otro lado, si el país llegase a asumir una política franca y abiertamente persecutora del fenómeno migratorio mediante la búsqueda, detención, reclusión y repatriación de migrantes extranjeros; los poderes, las autoridades y el resto de instancias administrativas, (al igual que la sociedad que legitima a dichos gobiernos) estarían obligados a asumir una silente coherencia respecto a las realidades migratorias de sus propios connacionales en otras partes del mundo y también obligados a excluir los ingresos vía remesas como indicadores económicos del país pues no son sino el rostro del fracaso para retener, proteger y promover a tales trabajadores, productores, creativos y demás migrantes que sólo buscan bienestar para los suyos.
Esta última política ‘dura’ contra la migración no es un tema menor y México no es ajeno a esta tendencia global. Se trata de un asunto insólitamente popular entre más de una treintena de partidos políticos europeos –según estudios de Lewis y Deole para el Instituto Leibniz de Investigación Económica de la Universidad de Munich– y evidentemente forma parte de la narrativa política del republicanismo norteamericano contemporáneo. Esta tendencia, por supuesto, influye en decenas de partidos políticos en los países del sur geopolítico, incluso en aquellos heridos profundamente por las acciones discriminatorias e inhumanas cometidas por naciones del norte global… países como México.
Sin dejar de sentir la profunda vergüenza que ha dejado en nuestra conciencia la tragedia que cobró la vida de decenas de migrantes en la estancia de Ciudad Juárez; nuestro país tiene aún la oportunidad de enmendar camino y definir con sabiduría y buen criterio la política migratoria que no sólo merecen los extranjeros en nuestro suelo sino nuestros connacionales (y familiares) en otras patrias. Que la real tragedia de esta miseria no se reduzca a lo miserable de nuestras aspiraciones.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Contra los excesos de los predicadores digitales
Pasó casi inadvertida (quizá por obvias razones) la reflexión pastoral ofrecida por el Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede en la que se exhorta a los líderes eclesiásticos –obispos, curas y a laicos influyentes– a abandonar estrategias de polarización en las redes sociodigitales mediante la creación o divulgación de discursos propagandísticos reaccionarios, polémicos, incendiarios o prejuiciosos.
El documento en cuestión es una audaz mirada crítica y autocrítica desde la Iglesia católica sobre la nueva vida cotidiana digital, donde las tecnologías actuales de la comunicación están prácticamente asimiladas e internalizadas por la sociedad contemporánea y cuyo uso cotidiano afecta decididamente la realidad que integra y circunda a los pueblos. El documento titulado “Hacia una plena presencia” reflexiona no sólo sobre los recientes cambios en el aspecto comunicativo de las personas y las sociedades, sino las dramáticas alteraciones que ‘el mundo digital’ ha hecho y hará en la política, en la economía y en la misma historia de las propias identidades humanas y las búsquedas de sentido de los hombres y mujeres contemporáneos.
La reflexión no tiene ni carácter legislativo ni mandatorio pero sí es una fuerte orientación a los millones de usuarios de las redes sociales para que tomen conciencia de las implicaciones políticas, socioculturales y hasta antropológicas que supone la integración de los grandes avances tecnológicos (web 5.0, inteligencia artificial, realidad virtual, etcétera) a su comunicación cotidiana.
Sin embargo, sí que llama la atención el tono con el que estas orientaciones se dirigen a los líderes eclesiásticos o católicos ‘influencers’ de las redes sociodigitales para “no caer en las trampas digitales que se esconden en contenidos diseñados expresamente para sembrar el conflicto entre los usuarios provocando indignación o reacciones emocionales… debemos estar atentos a no publicar y compartir contenidos que puedan causar malentendidos, exacerbar la división, incitar al conflicto y ahondar los prejuicios”.
Esta exhortación no es ociosa; es sumamente común encontrar en el océano digital a personajes de instituciones o movimientos religiosos que utilizan toda plataforma digital disponible no sólo para predicar una serie de creencias o convicciones (lo cual es válido) sino para crear o replicar un mero propagandismo ideológico reactivo, radicalizado o fanatizado, disfrazado de preceptos pseudoreligiosos que apelan a emociones primarias, a un integrismo político más que teológico o religioso.
“El problema de la comunicación polémica y superficial –y, por tanto, divisiva, dice el documento–, es especialmente preocupante cuando procede de los líderes de la Iglesia: obispos, pastores y destacados líderes laicos. Éstos no sólo causan división en la comunidad, sino que también autorizan y legitiman a otros a promover un tipo de comunicación similar”, alertan los expertos del dicasterio pontificio para la Comunicación.
Por supuesto, el documento tampoco peca de ingenuidad y advierte que estas actitudes no son exclusivas del mundo religioso: “Los discursos agresivos y negativos se difunden con facilidad y rapidez, y ofrecen un terreno fértil para la violencia, el abuso y la desinformación”, lamenta. Así que, frente a estos fenómenos, sugiere esencialmente a las personas de buena voluntad (de auténtica buena voluntad y no sólo como etiqueta retórica) que no permanezcan callados y los exhorta a “ofrecer otro camino”, otra vía.
Es cierto que una política de silencio frente a este tipo de provocadores digitales, sembradores de odios, de discriminaciones y de superioridades morales parecería tener la intención de no abonar ni a sus egos ni a sus obsesivas agendas; y, sin embargo, la realidad nos confirma que el silencio hace más mal que bien pues, al no proponerse narrativas o comunicaciones que realmente intenten mejorar la interacción entre personas y comunidades –sin menospreciar sus necesidades y diferencias– , los espacios de conflicto se saturan de agresividades identitarias, de retóricas de polarización y lógicas de dominación y autocomplacencia.
En conclusión, la reflexión del Vaticano respecto a estas perniciosas prácticas comunicativas en las redes sociodigitales es sumamente oportuna y no sólo por los riesgos y oportunidades que los avances tecnológicos suponen con su incorporación a la dinámica cotidiana del ser humano contemporáneo; sino porque se torna imprescindible en el actual contexto global de crisis democrática y política –con problemas tanto identitarios como representativos– pues, muchos personajes o grupos políticos han recurrido perversamente en recientes fechas a narrativas integristas pseudoreligiosas para forjar y radicalizar a sus prosélitos; pero también porque ciertos liderazgos religiosos se los permiten o, peor, que usan estas herramientas con idénticos intereses mundanos y prosaicos.
Hay finalmente una expresión que resulta sumamente interesante en el documento que llama a construir comunidad en un mundo fragmentado; se trata de un llamado a participar activamente como ‘micro-influencers’, gente que debe ser consciente de su influencia potencial personal y cercana, y que no se desanime de enfrentar a los grandes vociferadores. Una buena actitud contra aquellos excesos.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Empate, la ficción que anima
El empate jamás ha tenido buena prensa, casi siempre e injustamente se le compara con la derrota. Donald Rumsfeld, belicista, obseso armamentista y estereotipo formal del secretario de defensa de los Estados Unidos, por ejemplo dijo: “Si empatas, quiere decir que no ganaste”. Aún más, hay quienes afirman que “debería existir una explicación matemática que demuestre lo horrible que es el empate”.
Por supuesto, no siempre es así; en ocasiones el empate se torna casi heroico gracias a una buena historia, a una narración tanto épica como moral que revalora las condiciones más que el resultado o las cualidades más que las cifras. Es el caso del ajedrez, un juego cuyas exquisitas reglas en torno a los empates (tablas) hacen que las partidas donde nadie resulta ganador ni perdedor sean auténticas historias para contar y aprender.
Y, sin embargo, hay algo en el empate que parece clamar desde lo más profundo de la psique humana y que exige ganar (incluso a la mala) o perder (de preferencia honorablemente), pero que aborrece esa terrible indefinición. Es como si al lanzar una moneda al aire, ésta cayera de canto y se sostuviera en esa terca vaguedad e indeterminación, desatendiendo y despreciando a todas las apuestas.
Ahora imaginemos que una fuerza misteriosa hiciera desaparecer a esa moneda sin aclararnos el resultado y sin darnos incluso la posibilidad de volver a realizar la apuesta. ¿Habría paz o tranquilidad mental con esa incertidumbre? Es seguro que no. El empate, por decir lo menos, nos incomoda; aunque, si es producto de una buena historia, tiene potencialidad de animarnos.
Esto se ha visto incontables veces, por ejemplo, en las finales de futbol. Ante todo debo advertir que no soy un experto en la materia –ni siquiera soy un buen aficionado– pero sé que al empate en este juego se le otorgan diferentes valoraciones dependiendo de cómo se haya llegado a él.
En primer lugar está el ‘empate soporífero’, el clásico 0-0 que se prolonga casi concienzudamente por los jugadores o los directores técnicos que parecen tener la misión de aburrir y molestar a los espectadores; en ese tedio total, incluso el azar podría tener más tino y empeño que los participantes del juego. Luego viene el ‘empate pactado’, da igual si es a ceros o a doscientos tantos, siempre provoca una indignación supina, la ira del respetable que no soporta ser estafado de tal manera.
Pero todo cambia con el ‘empate épico’, es decir aquel que crea la hazaña de remontar mucho trecho, desde la aparente e ineludible derrota hasta alcanzar el empate: una proeza. Esta situación provoca la misma cantidad de emoción entre quienes remontan y quienes se ven remontados; pero son emociones distintas, una imprime entusiasmo y admiración mientras la otra, vergüenza y agobio.
Y finalmente están el ‘empate técnico’ y el ‘empate metafísico’. El primero siempre tiene que ver con el tiempo. Así, algo puede estar en ‘empate técnico’ en un momento previo a la definición; por ejemplo, las intenciones electorales según las encuestas o un empate en espera de un voto decisivo ya sea de un miembro externo o de uno interno cuyas cualidades de poder son diferenciales específicamente para estos accidentes. Es decir, un empate técnico siempre se resuelve junto a la variable del tiempo y de una toma de decisión.
El ‘empate metafísico’ es, sin embargo, esa extraña sensación de ver o participar de incesantes acontecimientos pero cuyos conflictos quedan en completa irresolución; es decir, como si se pudiera testimoniar una batalla que deja todas las cosas tal y como estaban, de suerte que el espectador tiene la sensación de que algo decisivo estaba por ocurrir, pero que no ocurrió en absoluto.
Hay algo interesante respecto a este empate, su relevancia se encuentra en su singular vacío, en su perturbador equilibrio, en la manera en cómo niega cualquier acto, incluso cualquier pensamiento. Como si en la creación nada fuera creado o en el caos no se desordenara nada o en la destrucción todo permaneciera igual. La mera existencia de este ‘empate metafísico’ en la mente humana es una afrenta a nuestra existencia, como si hubiera caminos sin destinos, eventos sin desenlace, un perpetuo ‘ahora’ o un presente inmóvil.
Huimos del empate pero necesitamos de esa ficción para que los conflictos o las contiendas nos signifiquen algo. Para que la lucha tenga propósito y el esfuerzo, sentido. O como decía M. Luther: plantar un árbol incluso bajo la conciencia de que el mundo se cae a pedazos. Hemos recibido tanto que vale el esfuerzo devolver tanto por cuanto, incluso más, para no quedar empatados.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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