Felipe Monroy
¿Así se ve la democracia?
Los eventos acaecidos en la semana merecen una explicación amplia y sopesada; porque las meras imágenes de los recintos legislativos tomados por actos violentos y las actuaciones de prestidigitación barata de ciertos grupos parlamentarios dicen poco aunque alarman mucho; y, por el contrario, sirven a distraer la narración contextualizada de lo que como país estamos viviendo. No importa dónde se ponga el inicio de nuestro relato político vigente, siempre tendremos discrepancias respecto a qué factores han incendiado la politización social que ahora nos intriga.
Por una parte, es sencillo consignar que el triunfo lopezobradorista en 2018 estuvo respaldado de un apoyo social y democrático realmente mayoritario de los ciudadanos politizados; y que, desde entonces, se ha intentado “transformar la vida pública del país” en un modelo distinto al que se había venido construyendo por lo menos desde finales de los noventa cuando los avances democráticos se representaban en una mayor participación de las fuerzas políticas disidentes en el espacio público y en la toma de decisiones (las reformas políticas jamás fueron una concesión desde el poder sino un triunfo de la disidencia), en el desarrollo de organismos autónomos descentralizados (no necesariamente transparentes ni auténticamente despartidizados) y en un juego mediático de intensa crítica a la administración pública aunque no necesariamente al poder (medios y periodistas continuaron siendo obsequiosos ante la ostentación de poderíos materiales).
La llamada ‘Cuarta Transformación’ –un eslógan que las oposiciones elevaron a rango histórico– administró las facultades del poder ejecutivo y del poder legislativo en clave política más que en actitud gerencial como había sucedido en las últimas décadas. Y aunque las decisiones se siguieron tomando en las mismas fronteras de una cúpula encumbrada, su consigna fue reorientar la política como esa “gobernación” del fenómeno cultural desde ciertas fuerzas unipersonales respaldadas por la adhesión y el sentimiento popular. Situación que colisionó con grupos privilegiados y acostumbrados a pensar la política como mero “instrumento técnico” desde el cual se gestionan recursos, más que poder.
Este choque provocó cierta actitud de alarmismo histérico en la que grupos de poder antagónicos se ampararon detrás de formalismos técnicos y de regulaciones laberínticas de su estatus adquirido en los márgenes de legajos burocráticos, para cuestionar al nuevo régimen político. Los poderes económicos, religiosos o políticos renunciaron a sus dimensiones superiores (la dinamización de lo material, de lo espiritual y de la acción social) para abogar por disposiciones técnicas de cierta estabilidad burocratizante de la democracia liberal (o democracia burguesa) a través de consignas mercadológicas grandilocuentes: “salvar”, “rescatar”, “defender”, “liberar” y un largo etcétera.
Los diferendos pasaron a auténticas sensaciones de despojo y finalmente se recurrió a la movilización popular para intentar competir por la razón del espacio público. La reacción al gobierno lopezobradorista también se manifestó en las calles con mayor o menor éxito, con auténticas preocupaciones sociales o desde manipulaciones emocionales del propagandismo más rudimentario. Fue esta oposición, sin embargo, la que dotó de rostro y apellidos a grupúsculos partidocráticos que evidenciaron a lo largo del sexenio su inocencia e ingenuidad política. Su más grande y al mismo tiempo peor estrategia fue el insulto al electorado y a la ciudadanía para que ésta no sólo validase las componendas y acuerdos cupulares de dirigencias partidistas sino que, además, votara por ellos.
La consecuencia fue casi obligada: todos los espacios abandonados por las fuerzas políticas fueron cooptados por el poder del régimen y la reafirmación de su triunfo electoral, popular y ciudadano en 2024 fue apabullante. Para las fuerzas opositoras, que tomaron el papel antagónico como consigna total, simbolizó la pérdida tanto de su capital político como de su representación en el esquema burocrático del poder.
Sin resistencia y sin oposición –dice la física mecánica– un cuerpo con una fuerza que la pone en movimiento se acelera. Y el mandatario aprovechó sin miramiento el nuevo empuje para lograr el cambio que se le había resistido: la reforma al poder judicial de la Federación. Una reforma que todos, propios y extraños, consideran necesaria; aunque no todos coincidan en sus razones o no compartan la forma en que deben ser reestructurados sus mecanismos o su identidad. Como fuere, el proceso siguió los cauces que el poder faculta: la atención a una iniciativa de reforma ya presentada y analizada en la legislatura anterior; una suficiente representación en el congreso federal y los congresos locales; y, finalmente, una sucesión de acciones e impugnaciones que justo el poder judicial deberá dirimir.
Justo así luce la democracia, un juego de poder visto como fuerzas en colisión que producen efectos variados. Por supuesto resultan odiosas las imágenes de las apasionadas manifestaciones y la toma de los recintos legislativos tanto como repugnables nos parecen las muestras de pleitesía incondicional de legisladores que no es que hayan trabajado ‘al vapor’ sino formalmente enajenados y frenéticos.
Con todo, justo estos escenarios son el fermento necesario para que se forjen liderazgos de auténtico apasionamiento politizado. Liderazgos que comprendan que no estamos ante el final de la historia sino justo en la oportunidad de transformarla.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Trump, Sheinbaum et al: símbolos religiosos por encima del Estado
No podrían provenir de situaciones más disímiles e incluso sus respectivas plataformas políticas son antitéticas, pero casi de forma sincronizada, varios liderazgos políticos han revivido una declarada predominancia de ciertos símbolos religiosos por encima de los considerados ‘valores tradicionales’ del Estado moderno.
En la misma semana, Trump, Sheinbaum, Melenchón y otros referentes políticos han echado mano de representaciones materiales religiosas que transmiten específicos conceptos sagrados en sus respectivos pueblos como fundamentos estructurantes de sus correspondientes naciones, incluso los han erigido como activos precedentes y prevalentes a la misma constitución del Estado. La Inmaculada Concepción, la Virgen de Guadalupe, el velo coránico y otros símbolos religiosos en voz de representantes políticos abren un fenómeno inédito que obliga a un análisis serio sobre cómo se dinamiza hoy la política y cuáles son las fuerzas de poder sobre las que se están jugando las identidades patrióticas.
En primer lugar, hay que recordar que prácticamente después de la caída de los imperialismos decimonónicos, los ideales que siguieron dando sentido, cohesión y soporte a los Estados-Nación fueron los principios de soberanía, nacionalismo, un lenguaje y un ordenamiento jurídico ejecutados por una burocracia funcional y casi aséptica; y dichos ideales sólo podían alcanzar a las diversidades internas de cada nación por medio de la secularización, el progreso, la razón o la democracia (aunque para finales del siglo pasado, estos ideales se sometieron además a la deificación del mercado, como una fuerza absoluta y universal).
Como apuntan los sociólogos Dubet y Martuccelli, para poder identificar a una sociedad como “moderna” parecía indispensable que el campo del progreso se opusiera al campo de lo reaccionario y que el campo de la razón y de la democracia estuviera en franca animadversión al de la religión y la tradición. Por ello, las categorías políticas de ‘izquierda’ y ‘derecha’ podían tensionarse por mil aspectos, pero siempre convergían en ideales de progreso secularizado y racional. Sin embargo, hoy el gran viraje político parece apuntar a la revaloración de la tradición, lo trascendente, lo emocional y lo religioso.
Donald Trump se convirtió en el primer presidente de los Estados Unidos en reconocer y honrar públicamente la fiesta católica de la Inmaculada Concepción de María (uno de los cuatro dogmas marianos del catolicismo). Aunque en sus casi 250 años de historia, EU ha tenido dos mandatarios católicos (Kennedy y Biden), Trump –declarado cristiano no denominacional– aseguró que la Virgen María ha desempeñado un “papel particular… en nuestra gran historia estadounidense”.
El mensaje de Trump reivindica la presencia de María en aspectos que configuran la propia identidad estadounidense: la Guerra y la Declaración de la Independencia, el triunfo contra los británicos en Nuevo Orleans, el modelo educativo, la integración migratoria y hasta la masividad arquitectónica del ‘nuevo mundo’; pero además reconoce de la Virgen su “papel insustituible en el avance de la paz, la esperanza y el amor en Estados Unidos y más allá de sus fronteras”.
En México, la presidenta Claudia Sheinbaum, después de llamar por teléfono al papa León XIV en el día de la fiesta litúrgica a la Virgen de Guadalupe reconoció no sólo que el 12 de diciembre es una “fecha especial para el pueblo de México” sino que “más allá de la religión que profese cada persona y de la laicidad del Estado, la Virgen de Guadalupe es símbolo de identidad y paz para las y los mexicanos”.
La expresión es inédita. No sólo porque durante casi siglo y medio de separación Iglesia-Estado, la primera magistratura de la nación parecía estar obligada a “mirar hacia otro lado” mientras el fenómeno social y religioso más importante del país moviliza física y espiritualmente a millones de mexicanos; sino porque, el mantra de la ‘laicidad del Estado’ ha favorecido tanto a una neutralidad institucional ante la religión católica como a diversas expresiones de desprecio antirreligioso institucionalizado especialmente dirigidos contra el catolicismo mexicano. Que la mandataria, quien se ha declarado reiteradamente como ‘no religiosa’ y cuya trayectoria política corre junto a cierta izquierda anticlerical, laicista y secularización, ahora jerarquice a la Virgen de Guadalupe como un símbolo de identidad nacional que antecede a ‘lo religioso’ y al ‘Estado laico’, sin duda es digno de analizarse.
Finalmente, quizá en el mejor de los ejemplos sobre cómo los símbolos religiosos han recobrado un papel preponderante en la dinamización de la nueva política, es el caso del histórico líder de la izquierda francesa y tres veces candidato presidencial Jean-Luc Mélenchon quien fue llamado a comparecer ante la Asamblea Nacional acusado de propiciar vínculos entre su movimiento político y redes islamistas. En su larga disertación, Mélenchon reconoció que su ideología secularista y republicana ha evolucionado desde una “forma cruda de anticlericalismo” a un “discernimiento maduro sobre los símbolos religiosos” en el espacio público pues dijo: “En Francia, es el Estado el que es laico, no la calle”.
En otra intervención, el dirigente de izquierda reconoció que el hiyab (el velo islámico) sólo es percibido como un ‘sometimiento al hombre’ desde la perspectiva cristiana; pues, relató que, para las mujeres musulmanas se trata de un acto de libertad, pues “no se someten a ningún hombre” sino que “sólo se someten a Dios”. Para Mélenchon, sin decirlo directamente, el velo islámico podría representar un símbolo de libertad para las mujeres musulmanas; una actitud política frente a la discriminación religiosa, el racismo y el integrismo ‘eurocentrista y cristiano’.
En conclusión, la política parece estar abandonando el secularismo racional y el neoliberalismo pragmático como soportes esenciales de la identidad del Estado laico y del progreso nacional; y ante el crecimiento de una nueva política más emocional y propagandística, los símbolos religiosos en la narrativa política ya no son una anécdota. Lo confirmó José Antonio Kast, el presidente electo de Chile: “Primero soy católico y después soy político… decirlo así nos ayuda a dimensionar lo grave que es lo que plantea la izquierda que es la secularización, es decir: alejar lo más íntimo y personal que es tu fe de tu opción pública”. Veremos más ejemplos parecidos.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Terrorismo: comunicar el miedo
En el fondo, no es necio el debate que se plantea respecto a la ‘categorización’ como terrorismo o delincuencia organizada de la explosión de un coche bomba frente a los cuarteles policiacos y militares en Coahuayana, Michoacán. El terrorismo, además de ser un acto atroz contra la integridad humana, siempre tiene un cariz propagandístico: desea comunicar un miedo específico en la población, en las autoridades o en los espectadores ajenos. Además, el problema hoy con el concepto es que ha tomado un significado más ingrato para la administración y el poder institucional retado por los ‘terroristas’.
La definición actualizada sobre la categoría del ‘terrorismo’ se la debemos en este siglo a los Estados Unidos quienes en su crisis interna mezclaron estos actos aparentemente inmotivados con propaganda del miedo, debilidad de las instituciones de seguridad, hipervigilancia y hasta la vendetta como principio de justicia. En principio, los actos terroristas se pueden dimensionar formalmente por el grado de afectación real en daños humanos, materiales o funcionales; pero lo que trasciende son las heridas narrativas y psicológicas que suelen ser mucho más profundas, de fronteras inasibles y que redefinen el espacio público y la vida cotidiana de la gente.
El terrorismo no es tanto un acto contra el poder o la autoridad como una declaración manifiesta de la vulnerabilidad de la lógica operativa y funcional de un Estado. Los actos terroristas pueden en apariencia estar inmotivados y ser inconsecuentes con las búsquedas objetivas políticas o prácticas de sus perpetradores; pero el trastocamiento de la vida social e institucional, de ahí donde han agredido, es quizá su principal éxito.
Paradójicamente, si en razón del pánico causado, los ciudadanos intercambian libertades por seguridad percibida; entonces es el Estado consolida su alcance y dominio de la vida social. Esto se traduce en una ‘naturalización del poder’, es decir, que los mecanismos de control se normalizan como necesarios o naturales en el espacio público o incluso en la vida privada de los ciudadanos oscureciendo su carácter político. En palabras duras podríamos decir que los actos terroristas no derrocan al poder, sino que terminan esclavizando a la ciudadanía bajo un poder que, en una paranoia de autopreservación, reestructura la vida social y las libertades de una ciudadanía apanicada, mientras se construyen plataformas políticas que legitiman el miedo persistente.
Lo que hay que preguntarse respecto a la categorización del coche bomba como acto terrorista no sólo implica el reconocimiento de la debilidad del Estado mexicano (y la anunciada amenaza de intervencionismo armado por una fuerza extranjera) sino en el proceso social en que se podría aceptar un poder cada vez más invisible.
Es necesario preguntarse qué fronteras de libertad se deben ceder a las expansiones estatales con el fin de ‘combatir’ ya no al crimen (con estrategias legales y formales) sino al terrorismo (donde vale cualquier estratagema). También valdría cuestionar cómo esta violencia narrativa y simbólica del terrorismo (drones explosivos, coches bomba, masacres) hace aceptar nuevas jerarquías de poder como naturales en el espacio público (autodefensas, pax narca).
Porque el miedo consolida y expande el poder, en ocasiones de manera permanente y la sospecha del ‘mal uso’ de las ciertas libertades reproduce relaciones de dominación mediante prácticas cotidianas. Por ello, el gobierno, la oposición y los agentes externos interesados en el control de uno o varios aspectos de la vida interna del país buscarán hacer posible comunicar un miedo en particular a la ciudadanía a partir de los actos en Coahuayana; sólo habrá que distinguir el interés que les motiva.
Y es que, una de las estrategias más viejas del poder no se enfoca en mostrar a los gobernados la capacidad que se esperaría de los gobernantes para resolver los problemas, las necesidades o los conflictos, sino en demostrar que, sin su particular y generosa presencia en el trono, la sociedad se enfrentaría a un abismo total. Y, al mismo tiempo, una de las estrategias más viejas para luchar por el poder y arrancarlo de sus detentadores también se enfoca en acrecentar miedos imaginarios si se mantiene la ruta o la gestión de la autoridad en turno. Es decir, ambas estrategias se condensan en comunicar el miedo, ya sea a la ausencia de mando o a la continuidad del mismo.
El miedo es un dispositivo de poder; y no es raro que tanto autoridades como opositores utilicen las crisis reales o la percepción de problemáticas para ampliar su dominio y control. Es común que en el ascenso o la defenestración de grupos en el poder exista algún grado de temor colectivo a dramas reales o a ficciones construidas por propaganda. Los Estados y los actores poderosos movilizan el miedo para crear y mantener categorías de orden o control; y por ello, un “acto terrorista” podría redefinir dichas categorías, quizá con implicaciones aún más peligrosas que las que podríamos inicialmente suponer.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Claridad, ante la complejidad
El debate sobre el papel de los obispos de México ante los múltiples desafíos nacionales se ha intensificado en recientes días tras la divulgación de una “Carta abierta a la Conferencia del Episcopado Mexicano”, firmada por el grupo denominado ‘Teología Latinoamericana: Volviendo al Evangelio’. Esta misiva, publicada en la icónica e histórica revista eclesial Christus, no es una crítica marginal, sino un espejo de las profundas tensiones que recorren el catolicismo mexicano ante una realidad nacional marcada por la violencia, la polarización política y el vertiginoso cambio cultural.
Entre varios asuntos, el documento cuestiona si el liderazgo eclesiástico ha caído en un “discurso confrontativo y politizado” que se aleja de la misión profética de analizar la realidad no sólo con rigor sino en clave evangélica o que impide la promoción de una pastoral creativa de encuentro, desprovista de sesgos nostálgicos. Este cuestionamiento toca un nervio sensible de la actitud católica contemporánea pues algunos movimientos religiosos y políticos continúan fomentando doctrinas de pretendida ‘restauración’ histórica o de supuestos estados previos idealizados; mientras se desprecian o subestiman los nuevos contextos sociales y los cambios culturales irreversibles. Es decir: lo que ya ha cambiado debido al famoso ‘cambio de época’.
La carta, por ejemplo, aborda directamente el delicado manejo de la memoria histórica en el mensaje de noviembre pasado de los obispos. Señala que, al conmemorar el centenario de la Guerra Cristera, existe el riesgo de establecer una “equivalencia indebida” entre la persecución religiosa de los años 20 y el contexto actual, donde —según los firmantes— no existe persecución por creencias.
En efecto, el mensaje episcopal mencionado parece ser intencionalmente ambiguo respecto a la “causa sagrada” de “dar la vida” contra “el Estado totalitario… opresor… del dictador en turno” que sucedió durante la persecución religiosa del siglo pasado. Aunque hay que mencionar que dicho mensaje y su jiribilla retórica sin duda estuvo motivado por los recientes abusos discursivos y legislativos de no pocos liderazgos políticos (siempre amparados por el partido en el poder) que legitiman aquella rancia alergia a la libertad religiosa que, paradójicamente, institucionalizaron los fundadores del partido hegemónico del siglo pasado al que enfrentaron hasta arrancarle el poder.
La carta, sin embargo, sostiene que los argumentos episcopales podrían incurrir en “falacias” al apelar más a la emoción que al análisis objetivo. Y por ello, la pregunta crucial que subyace es si el episcopado está construyendo un relato emocional de confrontación con la autoridad civil electa y si, involuntariamente está procurando la exaltación de las identidades religiosas sacrificando el diálogo y la precisión fáctica.
Contra lo que el episcopado afirmó en su mensaje, la carta sí reconoce los avances sociales que las autoridades federales han divulgado en los últimos años y que los obispos consideran parte de una retórica propagandística falaz: la reducción de la pobreza, el aumento del salario mínimo y algunas políticas de nivelación a través de la justicia social. Y aunque, al igual que el episcopado nacional, los firmantes advierten una crisis profunda en seguridad ciudadana, la carta pide a los obispos que las críticas a la violencia sean claras y específicas, y eviten generalizaciones sobre “discursos” o “narrativas” cuyo origen no fueron capaces de identificar.
Este llamado al rigor tiene una dimensión pastoral profunda. La realidad mexicana, con casi el 70% de la población que aún percibe sus localidades como inseguras, exige un análisis que debe ir más allá de la mera confrontación política. Por lo cual, la denuncia concreta de las “estructuras del pecado” que someten a la población al miedo y a la incertidumbre, a juicio de los firmantes, deben hacerse con nombre y apellido, y no sólo sembrar con guiños sutiles los destinatarios de una crítica velada.
Sin duda, lo que revela esta singular y espontánea carta abierta para la comunidad católica mexicana es que hay una alta exigencia para los fieles ante la compleja realidad nacional. Urge abordar con profundidad analítica y sin simplificaciones las causas estructurales del dolor nacional; se requiere expresar con valor profético la denuncia del mal dondequiera que se encuentre; es necesario sostener un diálogo auténtico con toda la sociedad, incluyendo a quienes piensan distinto; y se debe mostrar una actitud sinodal para escuchar, respetar y valorar la reflexión que surge desde desde las comunidades religiosas, los laicos, las comunidades de base y los marginados. En concreto, se necesita una Iglesia que, lejos de encerrarse en la queja, salga a encarnar la esperanza en las fronteras y periferias existenciales.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Sed espiritual, desconfianza de las religiones
La sociedad moderna pasa por una intensa renovación de espiritualidad y una angustiosa búsqueda de lo trascendente. Hay evidencias claras en diversos ámbitos, especialmente en la cultura y el consumo contemporáneos.
Uno de estos casos es el éxito global de la producción ‘Lux’ de Rosalía que ha propiciado una álgida conversación social sobre el peso de lo religioso en la vida contemporánea: sobre la ‘post-religión’ o sobre la fe como bien comercial y de consumo; sobre el ‘blanqueamiento’ del catolicismo premoderno y de sus viejas instituciones que ejercieron facultades más allá de la regulación moralizante; sobre la auténtica “sed interior” que experimentan hombres y mujeres actuales; sobre el valor intrínseco –personal y comunitario– de las expresiones rituales y simbólicas de la fe, de la esperanza y del amor; y también sobre los modernos abismos internos que claman por luz y claridad. Así canta la catalana: “¡Quisiera yo renegar / de este mundo entero! / Volver de nuevo a habitar / … / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad”.
En el espacio cultural y comercial, esta tendencia de búsqueda de espiritualidad se manifiesta además en el aumento en ventas de libros, productos formativos y de entretenimiento que le han dado una ‘vuelta de tuerca’ al coaching y la autoayuda (casi siempre limitados al éxito, la ganancia y el rendimiento productivo) para ahora explorar metafísicas de espiritualidad hacia la plena realización personal, la esencia del bienestar integral, la aceptación del dolor y la tragedia, o el sentido de la existencia y la trascendencia.
Los círculos filosóficos contemporáneos comienzan a explorar y participar de debates en ámbitos que tradicionalmente pertenecieron a la teología, a las religiones y a la espiritualidad del creyente.
Autores de moda indagan sobre el sentido actual, vigente y necesario de la contemplación frente a la saturación informativa y de consumo digital hegemonizante; analizan la urgencia de la renuncia al ego y del ‘vaciamiento’ del ego, de lo contingente, lo artificial y lo coyuntural frente a una humanidad y un planeta que se degradan vertiginosamente; plantean la dimensión humanista de la misericordia frente al humanismo pragmático y positivista; cuestionan al utilitarismo mundano del ‘propósito’ y recuperan principios de trascendencia desde la experiencia ‘no-capitalizable’ de la otredad; hablan de la ‘irracionalidad del amor’ como fuerza transformadora de épocas históricas; y, por supuesto, erigen el valor de la esperanza como una virtud desprovista de intereses mundanos o inmediatistas sino como la posibilidad de conservar el sentido más allá de las fronteras del triunfo o del fracaso.
Y a pesar de esta sensibilidad renovada sobre la espiritualidad, la fe y la trascendencia, la sociedad contemporánea acumula desconfianzas respecto a la institucionalización de las creencias o de la fe institucionalizada. Es decir, hay una auténtica búsqueda de Dios o de las esencias de ‘lo divino’, pero no a través de las estructuras religiosas. La religión provoca escepticismo e incluso precaución; la desritualización de lo sagrado y la crisis vocacional en los diversos ministerios religiosos la experimentan prácticamente todas las religiones formales; y esa desconfianza muy probablemente sea producto de una historia innegable.
Algunas religiones –en especial las de mayor tradición, mejor estructuradas y que cuentan con profundos cimientos teológicos y rituales– han participado de diferentes formas y muy activamente de los mecanismos de control político, legal, económico, cultural e incluso íntimo personal de diversos pueblos en distintas épocas. Quizá por ello, en las sociedades modernas se expresa una alta resistencia a la norma sancionada, a la idea del castigo, al condicionamiento, a ciertas ‘tradiciones’ impositivas o a la recurrente validación, connivencia o cruzadas de ‘purificación religiosa’ con y contra los poderes políticos en turno.
Paradójicamente, al mismo tiempo, la búsqueda de espiritualidad que no es asimilada, orientada o acompañada por las religiones estructuradas está siendo cooptada o capitalizada –en todo el sentido de la palabra– por los movimientos político-ideológicos, por vendedores de destinos ulteriores o por nostálgicos de supuestos pasados heróicos descontextualizados. En este terreno, lo ‘religioso’ se ofrece como respuesta, no como búsqueda; como triunfo y no como relación; como mayorazgo dominante y no como liberación de las opresiones. La religión y sus aspectos espirituales se convierten en estrategia o discurso político; y ahondan la desconfianza de creyentes y no creyentes que siguen buscando respuestas fundamentales, esenciales y trascendentales.
Como corolario a esta reflexión y para abonar a la esperanza, quizá valga recordar que el mundo occidental ya había experimentado síntomas semejantes en otras épocas y en aquel entonces la espiritualidad respondió generosamente a aquella crisis de sentido.
Así lo relata por ejemplo, una historia del discípulo del monje Besarión en el siglo IV: “Yendo una vez hacia la costa del mar, tuve sed y le dije al monje: tengo mucha sed. El anciano hizo oración y me indicó después que bebiera del agua del mar. El agua se endulzó y bebí. Aproveché entonces para recolectar agua en mi ánfora por si más tarde me daba nuevamente sed. El anciano Besarión me preguntó por qué lo hacía y le dije que quería prevenirme por si más adelante me volvía a dar sed. El monje reprendió mi actitud de querer contener el favor del Cielo y me dijo: ‘Dios está aquí y en todas partes. Confía’.”
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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