Felipe Monroy
¿Cooperar desde la desconfianza?
Por la cantidad de factores acumulados no existen muchas maneras para calificar la burda imposición en la reelección de la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y seguro muchos analistas escudriñarán todas las presiones, abusos, subterfugios y artimañas utilizadas para haber hecho posible lo más indeseable. Sin embargo, el problema no está ya en el pasado sino en el porvenir.
Hay una fabulilla de Italo Calvino sobre cierta “oveja negra” en un pueblo de ladrones. Una persona que, a pesar de que en el pueblo estaba normalizado el robo de lo ajeno, decidió no hacerlo. La mera existencia de una persona honrada en un pueblo donde lo normal y esperado era robar, supone un cambio drástico de todas las estructuras de organización del pueblo aunque difícilmente de las actitudes de sus habitantes. Calvino concluye que, con el tiempo, las formas de normalizar la realidad cambiaron aunque en el fondo, “todos seguían siendo ladrones”.
La historia es pesimista, pero por lo menos auxilió en su tiempo a pensar en una solución: No importa cómo sean los pueblos, siempre terminará imponiéndose cierta estabilidad desde un poder normado (aunque sea criminal) y por eso, la persona honesta no sólo debe poner ejemplo per se sino que debe velar por que la norma del actuar correcto alcance a las instituciones, a las regulaciones, y no sólo a sus vecinos.
Esta fabulilla parece relevante hoy porque ¿no es ese el papel interinstitucional –de actuar como el resto no lo hace– del defensor de derechos humanos en un país donde se violenta la dignidad humana de mil formas y bajo mil estructuras distintas? ¿No el ombudsman de los derechos humanos debería ser esa persona que, en contracorriente a la sistematización y normalización de la violación de los derechos de las personas cometidos desde las estructuras de poder y sumisión, debería poner un ejemplo de audaz discrepancia? De lo contrario: ¿Qué sucede cuando la representación de la salvaguarda de la dignidad y los derechos humanos no sólo pertenece al empíreo del privilegio del poder sino que le debe a aquel su única calidad moral?
El problema, además del origen viciado de la forzada entronización, radica en la inutilidad de poder cooperar hacia adelante con las instancias correctas para defender, promover y proteger los derechos de las personas vulneradas. Derechos que, por cierto, no fueron limitados por individuos sino justamente por esas estructuras que, a la mala, colocaron al epítome del nepotismo inútil en el dique que debería hacer contención de los abusos.
La solución al entuerto en el que ha caído la CNDH es incapaz ya de satisfacer a nadie, porque como ejemplifica el ‘dilema del prisionero’ las partes que no confían entre sí sólo mediante el interés egoísta pueden nuevamente aportar a una potencial colaboración. Y en el mejor de los escenarios, a la neutralidad. Pero, ¿podemos ser neutrales cuando instancias del poder legal o institucional se salen con la suya violentando derechos humanos, relativizando la dignidad humana por sus condiciones sociales, económicas, culturales, etarias o de desarrollo y autonomía?
La única potencial colaboración positiva bajo esas condiciones de mutua desconfianza es aquella terrible neutralidad y eso produciría un único equilibrio razonable: que todo continúe igual. Lo que para el caso de nuestro país, significa que las instancias del poder puedan obrar desde la impunidad; escondidas detrás de retórica del buenismo ético, pero regentando en la práctica los alcances de la dignidad de los que no tienen voz, de los más vulnerables, de los descartables por los valores del mercado o de la ideología de ocasión.
Hoy se encuentra roto el acuerdo interinstitucional en el que el poder permite los medios para su evaluación y que, al mismo tiempo, faculta a las instancias defensoras de derechos a contar con herramientas por lo menos declarativas de denuncia y crítica ante las agresiones y omisiones contra los derechos humanos cometidas por las instancias de poder.
No se ha reparado que, con los actos ya cometidos, se ha erosionado la confianza pública y aunque puedan venir acuerdos parciales que puedan parecer valiosos para la dignidad humana, la estabilidad perniciosa de complicidad indica que, el interés de supervivencia de las cúpulas de poder será más relevante que la salvaguarda de los derechos más fundamentales.
¿Qué es lo peor que podría pasar? El escenario más funesto es que la probabilidad de que el escenario de crisis en los derechos humanos del país tome el tobogán hacia más oscuros derroteros. Puesto que, más que conflictos maduros e institucionales para poder cooperar progresivamente y ofrecer respuestas conducentes a reivindicar la dignidad infinita del ser humano mediante la salvaguarda de sus derechos fundamentales, se ha caído en una interdependencia nociva donde los beneficios sólo provienen de un equilibrio donde las condiciones de bienestar son para los organismos y las administraciones, pero no para la vida cotidiana de las personas simples.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Gentrificación y crisis de vivienda: no es sólo por el espacio
“Se ha institucionalizado la vivienda como inversión, no como hábitat”.
El pasado viernes, las calles de la Ciudad de México testificaron una singular protesta antigentrificación que derivó en vandalismo y consignas xenófobas contra turistas extranjeros. Bajo lemas como “Gringos, dejen de robarnos la casa”, “¡Fuera gringos!”, “México para los mexicanos”, el evento reveló una tensión crítica que no es exclusiva del país y que, aunque se hable poco de ello, impacta en la célula básica de toda sociedad: la familia.
Por diversos factores socioeconómicos, la vivienda ha dejado de ser un derecho para convertirse en un auténtico campo de batalla donde chocan la especulación inmobiliaria, el desarraigo comunitario, los nómadas digitales, el turismo y la identidad de las familias en barrios y colonias. Según el FMI, vivimos la peor crisis de asequibilidad habitacional: hay un déficit de vivienda nueva y el costo de renta de espacios para “hacer hogar” se ha disparado exponencialmente con fenómenos de lucro desmedido gracias a migrantes desarraigados de alto poder adquisitivo conocidos como ‘nómadas digitales’.
En México, durante décadas, se realizaron proyectos de vivienda de pésima calidad en inmensos páramos marginales y periféricos con graves deficiencias en servicios básicos; como consecuencia, miles de familias asumieron una vida precaria, insegura e invisible en grandes manchas de urbanizaciones irregulares, pobres, abandonadas y distantes de las ofertas de trabajo. En esas condiciones, los hogares se limitaron a ser un estrecho y fugaz dormitorio para padres e hijos, en cuyo interior se degeneró la vida familiar: Madres y padres de familia agotados, enfurecidos y ausentes; menores abandonados y aburridos en rutinas invisibles; jóvenes y ancianos enajenados en soledades abismales. Para estas familias, el único remedio implicaba “acercarse a la ciudad”, conseguir una casa donde realmente pudieran hacer hogar, donde los proveedores del hogar no tuvieran que gastar más de cuatro horas en traslados o más del 30% de sus sueldos para ir a trabajar. Sin embargo, las ciudades se volvieron inaccesibles para la clase trabajadora e incluso para la clase media profesional.
Uno de los factores ha sido la especulación institucionalizada. Es decir, cuando las plataformas digitales convirtieron las propiedades en activos turísticos de lucro y especulación.
Tan sólo en la Ciudad de México, una sola de estas plataformas digitales de renta de inmuebles ha convertido 26 mil casas y departamentos en mera inversión especulativa. Al ofertar vivienda temporal “al mejor postor” una sola de las tres o cuatro plataformas en funcionamiento en México ha cancelado la oportunidad por lo menos a 26 mil familias de hacer hogar en un sitio donde realmente puedan formar a sus hijos y contribuir a la sociedad. Si a eso se le suma el imparable crecimiento en el índice de divorcios y de solteros que requieren casa pero no para hacer vida familiar; la adquisición o renta de inmuebles para las familias se ha convertido en quimera.
El urbanista Antonio Azuela lo sintetiza así: “Se ha institucionalizado la vivienda como inversión, no como hábitat”.
Por si fuera poco, otros fenómenos vinculados a las políticas internacionales como la migración, el turismo, los nómadas digitales, etcétera, también han generado dinámicas que si bien hacen a las urbes “cosmopolitas”, muchas veces profundizan las grandes diferencias culturales, económicas y sociales existentes.
En todo esto hay que recordar que, más allá de los bienes inmuebles y su uso, es el tejido social el que se ve amenazado no por la especulación, ni la multiculturalidad, ni siquiera por los desafíos económicos sino por la falta de auxilios al desarrollo integral de la familia. En el estudio Familias y Fe de Bengtson (2013) se demuestra que la estabilidad del hogar es crucial para transmitir valores religiosos y éticos entre generaciones, especialmente mediante vínculos paternos sólidos. Pero cuando la vivienda (la estabilidad de la casa-hogar) se vuelve inaccesible: Se retrasa la emancipación juvenil, obstaculizando la formación de nuevas familias (adultos solteros mayores de 30 años viviendo con sus padres); se fragmentan los barrios y la misma convivencia de las familias en su comunidad (parroquias, parques, escuelas, centros urbanos, laborales y comerciales, etc.); fenómenos como la turistificación expulsan a residentes; y se debilita la participación comunitaria.
Es decir, la falta de accesibilidad y estabilidad en la vivienda incrementa la rabia social, ahonda el irrespeto, la discriminación y el desprecio por el ambiente barrial; palidecen los valores humanos, sociales y familiares en la convivencia.
En concreto, la estabilidad residencial en la etapa familiar es un factor clave e íntimamente relacionado en el desarrollo integral de las personas; y, por tanto, para las sociedades.
El alarmante rostro de la protesta que vivimos hace unos días evidenció un peligroso deslizamiento: la lucha contra la especulación de vivienda derivó en ataques a individuos por su nacionalidad, así como los derechos de usufructo de residencia parecen legitimar la agresión verbal y racial de quienes detentan poder económico contra la comunidad marginada que no los tiene (como los múltiples casos de insultos clasistas y racistas documentados bajo las etiquetas #Lady y #Lord). Es decir, legítimos reclamos pueden contaminarse con rancias narrativas políticas, raciales o xenófobas; y con ello, manifiestan tanto la crisis estructural que padecemos, como una crisis familiar, educativa, social y comunitaria más profunda.
Es importante que México voltee a ver a las redes de contención social que aún le quedan, como las estructuras intermedias de la sociedad: empresas, escuelas, iglesias, deportivos y centros de esparcimiento; para evitar el desarraigo y dejar de mirar a la vivienda y su utilización como un mero bien de especulación sino como un hogar en potencia donde se forman valores humanos y sociales. Y también es necesario que las autoridades civiles y el empresariado reconozcan y fomenten los sanos roles familiares, porque al apoyar a la célula básica de la sociedad (la familia) para que sea una estructura estable también se auxilia a la transmisión intergeneracional de valores, principios y derechos.
Porque sin un hogar estable, no hay comunidad que transmita ética; y sin comunidad, no hay sociedad que resista la deshumanización.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
¿La filosofía cristiana puede desmontar la era del Deepfake?
¿Qué tanto podemos ser engañados? ¿En realidad podemos diferenciar lo auténticamente humano frente a otros simulacros artificiales? En este 2025, salió a la luz un libro titulado ‘Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad’; un ensayo profundo sobre el papel de la manipulación mediática en acontecimientos geopolíticos actuales de gran trascendencia. El libro fue escrito por un filósofo berlinés de origen chino llamado Jianwei Xun; la edición italiana incluso incluye la fotografía del jóven académico. Sin embargo, meses más tarde –y mientras editoriales en Francia y España ya alistaban sus traducciones– se reveló que el verdadero artífice del ensayo es el editor Andrea Colamedici quien puso a las IA’s ChatGPT de Open AI y Claude de Anthropic a redactar el libro, y además creó artificialmente a su exótico autor.
Colamedici asegura que el tema central de su ensayo filosófico-algorítmico es complementario al experimento social que creó: Las capacidades de estas herramientas tecnológicas son insospechadas y no se puede combatir de frente a los simulacros creados a través de ellas, el deepfake es mucho más complejo que unas imágenes o videos falsos creados en computadora.
Pero además, si poderosos líderes políticos y económicos utilizan las IA’s para ‘hiper producir’ sus narrativas o directamente para falsificar la realidad, hay poco qué hacer; pues si un editor italiano le hizo creer al mundo que la ‘hipnocracia’ era la nueva revelación filosófica global era un autor inexistente; ¿de qué serán capaces los dueños de las herramientas algorítmicas que ya han permeado casi todas las actividades sociales humanas?
En el horizonte práctico, sin embargo, persiste la esperanza de que el humano todavía tiene capacidad de decidir cómo interactuar con la IA para definir sus bondades y evitar sus riesgos. ¿Pero de dónde nos viene esa idea? Porque la irrupción de la IA en la vida cotidiana no sólo es una revolución tecnológica (en la que el ser humano decide los límites de su uso y abuso) sino una auténtica transformación cognitiva que superpone la validez intelectual del algoritmo por encima del alcanzado por la persona humana. O, al menos, eso es lo que tanto los ‘apocalípticos’ y los ‘integrados’ (como diría Umberto Eco) aseguran sobre este avance tecnológico.
Es decir, la capacidad técnica y relacional de estos algoritmos es tan avanzada que, por primera vez en la historia parecería que se puede poner a debate la histórica sentencia de Santo Tomás de Aquino: “Exceptuando a Dios, entre los seres subsistentes no hay ninguno más valioso que la mente racional”. Esta afirmación parece diluirse en un mundo donde los deep fakes y la ficción algorítmica desafían la capacidad humana de discernir lo real de lo artificial.
Y ahí es, justo, donde entra la filosofía y teología cristiana para aportar un punto de esperanza y resistencia; pues mientras la “inteligencia artificial” reconfigura toda la intermediación de la realidad cotidiana a una velocidad vertiginosa, los principios de verdad, misterio y naturaleza humana respiran dentro de la piel de una religión cuyo Dios –pudiendo ser cualquier cosa– elige ser humano para cumplir el origen y destino de su amor.
En la actualidad, mucha gente no sólo “pasa el tiempo” o “usa como herramienta” a los dispositivos digitales sino que transfiere muchas de sus actividades cognitivas a las herramientas de la IA como leer, investigar, reflexionar, sintetizar, relacionar hechos y conceptos, crear borradores de pensamientos originales, etcétera. La consecución lógica es natural: llegamos a un punto en que confiamos ciegamente en los algoritmos que generan respuestas sin nosotros conocer los imbricados procesos relacionales (y quizá comerciales) insertados en los códigos.
En varios estudios se ha comprobado que el uso recurrente de estas herramientas provoca cierto “sedentarismo cognitivo” es decir, que los usuarios frecuentes pierden capacidades de memoria, atención, lectura, reflexión, imaginación y síntesis de acontecimientos de su realidad. Entonces ¿qué puede hacer la filosofía cristiana ante este panorama?
En estos momentos, ese es el principal tema de exploraciones pastorales y análisis teológicos –y quizá será el tema central del documento del primer magisterio ordinario del papa León XIV.
Algunos autores exploran desde la tradición del estudio de la ‘empatía’ de santa Edith Stein, fundamental para distinguir autenticidad humana de simulacros algorítmicos; o el principio de “reductio in mysterium” (reducción al misterio) que se convierte en un antídoto teológico ante la arrogancia tecno utópica: La humanidad debe volver a reconocer que hay dimensiones de la existencia que escapan a la cuantificación algorítmica pero que, paradójicamente, requieren de la complejísima dimensión humana.
Los debates teológicos actuales, ante el pasmo que provoca la “nueva arquitectura de la realidad” como la llama Colamedici, vuelven a los fundamentos de la revelación y la vocación cristiana para iluminar el cuidado y el destino del ser humano y la comunidad. Porque, si la disrupción tecnológica promete la materialización de una realidad creada por fantasmas algorítmicos, la perspectiva cristiana nos recuerda que sólo la experiencia humana hace avanzar nuestra mente hacia el centro del misterio aunque a cada paso el misterio nos trascienda. En otras palabras, sólo la mente humana puede poner un “más allá” a la infinitesimal secuencia de hechos, posibilidades, acontecimientos y cálculos de cualquier naturaleza.
En un mundo de ficciones algorítmicas, esta capacidad de creer en trascendentes se convierte en acto de resistencia no sólo espiritual sino profundamente humana. Así, el discernimiento filosófico-cristiano no ofrece respuestas sencillas al desafío del deepfake; no se trata, como dicen varios círculos optimistas, de mera ‘alfabetización digital’, sino de algo más valioso: el repensar las dimensiones teológicas como una brújula para navegar la incertidumbre sin perder la humanidad que compartimos. En palabras de Carolina Lagos, en la presentación del reciente compendio sobre ‘Filosofía Cristiana: debates, aportes, desafíos’ (Ediciones UCSC), esta tradición intelectual nos ayuda a enfrentar “los desenlaces del materialismo, la razón instrumental y el pragmatismo que afectan hoy a los proyectos de vida personal y social”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
¿Los católicos definieron la elección de Trump?
Una reciente publicación del PeW Research Center sobre el fenómeno político alcanzado por Donald J. Trump en Estados Unidos evidencia que la imbricación entre las identidades religiosas y las coordenadas políticas fueron determinantes en el proceso electoral del 2024, pero no en una lectura simplista ni proporcional. Especialmente es digno de análisis el voto trumpista dentro de la identidad católica norteamericana.
La victoria de Trump en la presidencia y el crecimiento de su influencia política en el mapa electoral norteamericano revelan una reconfiguración socio-política trascendente. Se ha dicho incesantemente: el trumpismo es un movimiento de identidad política mucho más grande y de mayor fidelización de lo que han alcanzado estructuras y programas políticos partidistas nacionales o regionales.
En la encuesta de PeW con 7 mil 100 votantes validados, se especifica que el crecimiento del voto protestante y católico a favor del multimillonario fue determinante en su triunfo. Estos dos sectores, cristianos no católicos y católicos romanos, crecieron casi 10 puntos en votos directos por Trump en 2024 en relación a la elección del 2016; pero además, el voto católico a favor de Trump creció el doble que el crecimiento del voto protestante.
En total, Trump consolidó el 62% del voto protestante y alcanzó un histórico 55% entre los católicos. Estos datos, más que un simple reflejo de preferencias partidistas, exponen la visibilización de una lucha soterrada entre identidades culturales, lealtades comunitarias y la reinterpretación pragmática de los valores cristianos en la política contemporánea. Estos conflictos culturales parecen haber salido de las catacumbas y se manifiestan como un tema de agenda urgente y necesario; no necesariamente como expresión de la vida religiosa sino como un convencimiento ético y moral respecto a los contextos socioculturales.
Esto último podría explicar por qué la ortodoxia religiosa católica (fidelidad al Papa y a los obispos, práctica regular de preceptos, rituales y compromisos comunitarios) no corresponde necesariamente con la identificación política hacia Trump. Solo el 29% de los 53 millones de católicos estadounidenses asiste a misa semanalmente, y apenas el 13% cumple con prácticas sacramentales básicas (confesión, comunión eucarística y servicio de caridad en la comunidad); pero la identidad católica –que opera más como un sustrato cultural– se ha orillado hacia un programa político que guarda dogmas distintos a los de su fe debido a los desafíos éticos y morales que los fieles valoran como más apremiantes.
Según la encuesta, para la mayoría de electores los asuntos de seguridad económica, libertades religiosas y conservadurismo social adquirieron una relevancia determinante en el pasado proceso electoral; y gracias a que la propuesta política de Trump reivindicó los valores que soportan su identidad personal, familiar y comunitaria (como el matrimonio, la vida, la identidad natural, etcétera) existió una sinergia entre ambos criterios de decisión. Paradójicamente, mientras el 60% de los católicos manifiesta apoyar el aborto (una postura inaceptable para la doctrina eclesial); los electores católicos trumpistas crecieron en principio porque los valores percibidos en la campaña y el personaje como la familia, la tradición, el orden natural y la autoconservación fueron más importantes que las consideraciones teológicas o pastorales de su fe.
Quizá por ello, a pesar de las muchas advertencias del Papa, de los obispos y de los pastores norteamericanos respecto a la importancia de revalorar la doctrina social en la vida pública, la defensa de la dignidad humana de todos (especialmente de los migrantes y de la clase trabajadora), la primacía de la caridad y la inculturación, han sido el endurecimiento de políticas proteccionistas, la conservación de valores, el orgullo identitario, el combate ideológico o la autopreservación, las motivaciones políticas que más han convencido al votante católico.
Por ejemplo, los votantes cristianos de familia migrante (de segunda generación hacia adelante) eligieron masivamente a Trump a pesar de que su discurso y políticas públicas cierran las puertas a las oportunidades sociales que sus propios familiares tuvieron en su momento. En nombre de la Coalición Evangélica Latina, el pastor Gabriel Salguero explicó el fenómeno: “No votamos por un solo tema… nos preocupa la familia, la estabilidad económica y los valores bíblicos”; pero la jerarquía católica no comprende cómo sus insistentes llamados a la unidad, a superar la división, recibir con compasión al migrante e invitar a la integración social fueron desestimados por los votantes católicos.
El fin de semana previo a las elecciones del año pasado, por ejemplo, el arzobispo Timothy Broglio, presidente del episcopado estadounidense, destacó que “la fe cristiana se extendió en tiempos pasados, porque quienes observaban a los cristianos se impresionaban por su amor mutuo”; sin embargo, los posicionamientos políticos fueron divisivos, de hiper contraste, de batalla cultural, de proteccionismo y priorización económica. Así, parece que el católico norteamericano distinguió la necesidad de endurecer la persecución contra los “otros”, atribuyendo criterios de criminalidad al migrante, extrenjero y prójimo extraño.
Estos datos obligan a repensar si la práctica religiosa se convierte en un acto comunitario que refuerza la identidad política; o si los fieles y creyentes prefieren asumir una identidad política antagónica (o por lo menos distante) con su práctica religiosa cuando lo consideran urgente.
Entonces sí, los católicos definieron la elección de Trump pero no por lealtad ni inspirados por su práctica religiosa; sino por una renegociación de prioridades. Esto, que también es una realidad apabullante en México (son conocidos casos donde obispos y párrocos indujeron al voto en un sentido pero la comunidad católica votó en sentido contrario) obliga a repensar la dimensión política de las instituciones religiosas. La participación de lo religioso en el ámbito público no se entiende como la “sacralización de lo político” sino como la politización de los sustratos culturales religiosos… aunque en ocasiones eso rompa con las instituciones religiosas tradicionales.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Mismas guerras, nuevas farsas
Alejémonos un momento del estupor que provoca la alta tecnología en las armas que se usan en esta guerra global fragmentaria y pongamos la mirada en las esencias más primigenias de los conflictos, particularmente en dos: el miedo y la barbarie. Aspectos que, por principio de cuentas, se retroalimentan incesantemente en una espiral de horror ascendente. Parafraseando a santo Tomás de Aquino: cuando el miedo nos domina, la compasión se expulsa de los corazones; y sin compasión, que es la primera joya de la civilización, el miedo se despliega avasallante por encima de cualquier orden o frontera.
Sin embargo, en apariencia, miramos de otra manera la guerra en estos días. No sólo por la mediatización del conflicto bélico –algo que alcanzó el pináculo de su expresión al final del siglo pasado–; sino que las transformaciones sociopolíticas en la era de la hiperconectividad y la llamada ‘inteligencia artificial’ han modificado la idea que tenemos de los conceptos mismos del conflicto: la confusión se ha vuelto peor que el caos, la farsa es más brutal que la devastación. Y si la televisión nos ofrecía una guerra ‘espectacularizada’ (de la que heredamos a ‘corresponsales de guerra’ agazapados en transmisiones ‘directas’ con casco y chaleco kevlar); los dispositivos ‘inteligentes’ nos permiten regodearnos en las guerras ‘instagrameables’ y aparentemente tan inocuas y efímeras como un video de TikTok.
Los clamores de la guerra se han tomado confusos entre los reales y los artificialmente editados en la plama de la mano, no de uno ni diez ‘creadores de contenido’, sino de millares de productores de una realidad alterada que el algoritmo recompensa con visibilidad, notoriedad y viralización de algo peor que el miedo: el adormecimiento por sobreexposición.
En las últimas semanas, por ejemplo, vimos incontables escenas de un cielo nocturno salpicado de las colisiones balísticas de unos misiles contra otros: una boda ‘adornada’ por las luces de las explosiones, una banda musical que eligió un balcón para tener de ‘escenografía’ las bolas de fuego derramadas a kilómetros de altura, varios filtros sobre el rostro de una influencers que ‘explica’ el funcionamiento de los sistemas de defensa militares, largos videos hiperrealistas creados con IA de ciudades destruidas bajo bombardeos incesantes, etcétera.
Esas escenas son un terrible recordatorio de lo fácil que hemos interiorizado la lógica de la propaganda: buscamos persuadir a una ambicionada audiencia de nuestra propia mirada y hacerlo a toda costa incluso si maquillamos, manipulamos o pervertimos con filtros y efectos de video una realidad a la que despejamos su crudeza en los de dramatismo visual y narrativo.
En 1997, los actores Dustin Hoffman y Robert De Niro fueron los protagonistas del filme ‘Wag the dog’ (‘menear al perro’ que es una forma de explicar la manipulación) donde el presidente de EU contrata a un experimentado productor de Hollywood la recreación de un supuesto drama humanitario y bélico en Albania para declarar la guerra y desviar la atención de los escándalos domésticos de su gobierno. Un cuarto de siglo más tarde ya no son necesarios esos expertos creadores de realidad, casi cada ciudadano con acceso a una tecnología ya popularizada ajusta y manipula la realidad para montarse a las tendencias y demandas algorítmicas.
Es por eso que resulta necesario volver a hablar de miedo y barbarie, pues si la velocidad y la aceleración en el mundo físico nos conducen inexorablemente a una mayor colisión; la velocidad en la virtualidad nos sostiene etéreos en un páramo infinito de sensaciones y gratificaciones incesantes donde el temor se torna relativo y la civilización (entendida como desarrollo y progreso) se limita a las herramientas y a nuestra interacción con ellas, en lugar de integrar nuestra relación de cuidado, protección y compasión con nuestros congéneres.
Dijo bien el santo doctor: cuando el miedo domina, la compasión es expulsada del corazón humano. Pero una dosis lógica y coherente de temor es necesaria, esencialmente aquella que nos da conciencia y nos alerta de la potencial pérdida de la compasión, la que nos advierte la normalización de la barbarie.
Ha expresado recientemente el actor Roberto Benigni que incluso los niños cuando juegan a la guerra suspenden el juego cuando uno de ellos resulta realmente lastimado; pero nuestras guerras no dan respiro. No solo por la agresividad de los intereses políticos, sino por la falsificación de sus horrores, por la alteración digital de su naturaleza y por la supresión del drama humano bajo los maquillajes y filtros de realidad algorítmica.
Cada guerra, en el fondo, es eco de una misma: es un conflicto de intereses que ha optado por la violencia destructiva. Es algo que debemos temer, porque en sus fauces se pierden el amor y el cuidado humano posibles. Por ello, es cuestionante cuando la guerra se usa como decoración circunstancial de nuestra vanidad.
Si cuando el miedo domina, se pierde la compasión; cuando la realidad doliente se mediatiza artificialmente, la humanidad se vuelve una farsa digitalizada: el horror se crea y se cura con las meras herramientas de la IA, el ser humano no alcanza siquiera la categoría existencial sino de simulacro fugaz de unos algoritmos buscando perpetuarse, una farsa donde ya no hay ni siquiera miedo porque incluso la barbarie encontró su naturalización propagandística. Ahora es momento de desmontar dicha farsa y mirar el cuerpo doliente y herido de una humanidad bajo actos de violencia y destrucción, hacer crecer el brillo de la compasión ante el miedo, verlo a los ojos, reconocerlo sin filtros ni maquillaje, sembrar esperanza donde se requiere.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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