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Felipe Monroy

La estrecha senda: cultivar armonía desde la expresión religiosa

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En los últimos meses ha cundido un fenómeno político-religioso de gran trascendencia para los regímenes democráticos actuales, en el que los liderazgos políticos se refugian detrás de fórmulas y recursos mesiánicos o pseudo religiosos para legitimar tanto su poder como el destino ulterior de sus decisiones. 

En ello radica un germen importante de la radicalización y la polarización discursiva; porque el debate público se limita a un falso dilema que propone, por un lado, la secularización radical que confine la fe al ámbito privado; y, por el otro, sugiere la capitulación ante un dogmatismo monolítico identitario que impone una visión única del mundo. Ambas perspectivas atentan contra la libertad y dignidad humana; pero además ponen en peligro los procesos de pluralización y diversificación de creyentes y no creyentes. 

Sin embargo, lejos de los juegos políticos de controversia y de los intereses de ciertos líderes religiosos para congraciarse con el poder, hay comunidades que han encontrado una senda estrecha y virtuosa para integrar las realidades y diversidades religiosas en los desafíos y alegrías del espacio público compartido.

En medio de la Isla de Borneo, en el archipiélago malayo, la aldea de Tewang Darayu demuestra cómo es posible la armonía social en entornos de diversidad religiosa. De hecho, más que prescindir u ocultar la fe debajo de las instancias formales (la secularización institucional o el laicismo ideológico), parten del reconocimiento de una práctica profunda y contextualizada de la fe.

Los lugareños acuñaron el concepto de “Belum Ruhui Rahayu” –vivir en paz y prosperidad compartida– que no constituye una utopía sino el resultado de un proceso social de alteridad, diálogo, respeto e integración de la religión y la cultura como pilares gemelos de la cohesión social.

¿Por qué esto resulta tan relevante ahora? A lo largo y ancho del orbe, especialmente en sociedades de herencia occidental, crece el debate sobre cómo preservar las supuestas ‘auténticas’ raíces culturales y religiosas de un pueblo destinado a vencer y trascender sobre ‘otro’ pueblo. Varios fenómenos antropológicos y sociales como la migración, el proteccionismo económico y la racialización política (con su consecuente colisión entre lenguajes y prácticas culturales) conducen inexorablemente a modelos socio-culturales totalizantes para los cuales, el poder político, echa mano de dimensiones místicas, míticas y religiosas para justificar la conservación de “cierto tipo de pueblo” mediante el control, la expulsión o el exterminio de “los otros”.

Según los antropólogos del Instituto Agama Kristen Negeri de Indonesia, el caso de Tewang Darayu demuestra que la moderación religiosa es hija de la teología contextual. No es una fe diluida, sino una fe encarnada. Los líderes islámicos, cristianos y kaharingan (religión tradicional de los nativos dayak con elementos hindúes-javaneses) no esconden sus doctrinas, sino que buscan dentro de sus propias tradiciones sagradas los principios que fomentan el respeto y el amor al prójimo. Un imán cita el Corán, un pastor la parábola del Buen Samaritano, y un líder kaharingan sus textos revelados, y todos convergen en el mismo imperativo ético: la armonía es un mandato divino que se expresa en la cultura local. La fe no vive en una burbuja, sino que dialoga con su tiempo y lugar.

En segundo lugar, las tradiciones religiosas y no religiosas en la localidad parten de un principio de oportunidad: la cultura no es el enemigo de la religión, sino su medio de transporte más efectivo. Así, ciertas prácticas ancestrales como el handep (trabajo colectivo) o el Mapas Lewu (una ceremonia de agradecimiento) se convierten en un aglutinante social donde todos, independientemente de su credo, aportan una parte de sí, al proceso social y cultural. Por ejemplo, los investigadores refieren que un musulmán no tiene empacho de ayudar en un ritual kaharingan mientras se asegura de que la comida sea halal; también cuentan que los cristianos con frecuencia contribuyen en la construcción de espacios de convivencia, aunque los operadores y beneficiarios tengan una identidad religiosa diversa a ellos. Dicen los antropólogos que, de esta manera, los distintos líderes religiosos, no están traicionando su fe, sino que cumplen con un valor cultural superior que, a su vez, está santificado por la interpretación moderada de su propia religión.

¿Qué lecciones puede esta experiencia ofrecer a México, que es un mosaico cultural donde la diversidad religiosa no es tan evidente, por lo menos en el ámbito público? Lo primero es reconocer que la dimensión religiosa es relevante en el contexto social y cultural; lo segundo, que las diferentes autoridades religiosas y los educadores deben liderar una relectura de sus textos y tradiciones que enfaticen los valores de convivencia, misericordia y justicia social por encima de los posicionamientos políticos o excluyentes. 

Pero esencialmente, la experiencia en Tewang Darayu revela que siempre serán necesarios espacios formales e informales donde los líderes religiosos y los guardianes de la cultura local (artistas, ancianos, intelectuales, educadores) participen y colaboren. Se trata de fomentar “campos neutrales” donde se diseñen narrativas y prácticas compartidas.

La participación multicultural y plurirreligiosa quizá aún no es una realidad tan acuciante en México; sin embargo, la experiencia indonesia recalca la importancia de que todos los sectores sociales participen más allá de una defensa de la fe o la apologética sino que colaboren en un terreno común y con obras sociales conjuntas tangibles.

Una última reflexión de los académicos ayuda a poner los pies sobre la tierra: el modelo no está exento de controversias y conflictos. Pero justamente a través de la legitimación de los liderazgos intermedios como interlocutores y “arquitectos de la armonía” es que se nutre la conversación social más allá de tentaciones fundamentalistas o de secularización forzada. Y este tema sí es de gran relevancia actual para nuestro país.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Resistir a la violencia, los jóvenes que dicen ‘no’ al crimen

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Además de la narcoviolencia, los homicidios y desapariciones, en México se vive una perniciosa cultura meritocrática y agresiva, de idolatría hacia los ‘exitosos’, con potentes rasgos de superioridad y desprecio; y, sobre todo, de deshumanización del prójimo. En este contexto se ha hecho tristemente atractivo, hegemónico y casi natural el camino de la criminalidad y la violencia para miles de jóvenes en el país.

Por ello adquiere un valor tanto pragmático como trascendental el reciente estudio del doctor Barragán Bórquez, investigador de la Universidad de Sonora, en el que explora los discursos y la realidad social de jóvenes varones en Guaymas –una de las ciudades con las tasas más altas de homicidios y desapariciones del país– y que, en lugar de preguntarse qué es lo que les lleva a delinquir o a sumarse a las filas del crimen, se enfoca en explorar dónde está el sustento racional y afectivo para que resistan a la cultura de violencia y eviten ser seducidos por la cultura narca y criminal.

Los resultados de la investigación son sugerentes: lo primordial es que la familia es la principal trinchera moral de los jóvenes. Y la relevancia familiar no sólo se reduce a la presencia paterna y materna –y sus singulares aportaciones complementarias– sino la práctica socializadora del núcleo familiar: Que los padres sean figuras de apoyo; que los ejemplos cotidianos refuercen la importancia del trabajo y la educación; y que se dialogue empáticamente sobre las consecuencias del mal, del delito y del éxito ‘fácil’.

Barragán entrevistó a diez hombres entre 17 y 43 años que crecieron en colonias marcadas por la violencia. Sus testimonios revelan que la “decisión” de no delinquir no es un acto aislado, sino el resultado de un entramado de apoyos, valores y aprendizajes que comienza en la familia y se extiende a la escuela, los amigos y la comunidad. Uno de los entrevistados lo resumió así: “Tiene que ver mucho la familia… donde te desenvuelves, es el seno principal de valores. No es ni la escuela, ni la iglesia: es la familia” (Informante 05).

En el fondo, la formación de “masculinidades convencionales” enfocadas en el trabajo, la educación, el respeto por la vida y las tradiciones de convivencia familiar cotidiana parecen configurar un tipo de resistencia, una forma de pensar que los distancia de modelos de masculinidad agresivos, violentos, exitistas y vinculados al crimen.

Los jóvenes que no se dejan seducir por el ‘éxito’ del crimen o el narco distinguen con claridad las consecuencias negativas de los actos ilícitos; también diferencian el “buen vivir” (un modesto, satisfactorio y modesto estilo de vida producto del trabajo, la educación y la mesura) de la “vida fácil” (orientada a la ganancia máxima, vertiginosa, arriesgada y utilitaria); y suelen construir una identidad no delictiva a través del trabajo, la educación, el deporte, las artes y otras actividades recreativas.

El estudio revela que la no participación en el crimen no es una simple “decisión personal”, sino el resultado de un proceso social complejo que involucra primordialmente a la familia, la escuela, las redes de apoyo comunitario y la socialización moral. Las conclusiones del análisis no lo mencionan directamente pero se interpreta que, al menos para los jóvenes entrevistados, la educación mediante apercibimientos o amenazas moralizantes no tiene tanto impacto como el ejemplo, la vigilancia, la corrección amorosa e, incluso, las sanciones justificadas y proporcionales que suceden en el seno familiar

Hay un aspecto interesante que aborda también el estudio y es la perspectiva sobre el triunfo inmediatista, el éxito económico y el prestigio fugaz: El dinero fácil tiene un costo demasiado alto. La convicción personal de asumir la pobreza y sus desafíos, antes de buscar riquezas manchadas de sangre o a costa de su propia dignidad, tranquilidad y paz se deriva en parte por los testimonios funestos de sus coetáneos (el miedo a ‘terminar mal’) pero principalmente se sustenta en el ejemplo inmediato de sus propios padres, madres y abuelos; de una formación familiar que no alienta una hombría ligada al pavoneo, la agresividad o la violencia, que no glorifica el poder, la altanería o la trasgresión pendenciera. Por el contrario: que educa en una masculinidad basada en responsabilidad, el cuidado de los hijos, la vida sencilla, modesta y tranquila.

Este estudio –y otros que buscan motivos de esperanza más que la justificación de los apocalípticos de siempre– marca por lo menos una guía de pensamiento importante para la construcción cultural social y para las políticas públicas en México. Al reconocer que la espiral de violencia y crimen no se combatirá sólo con políticas de seguridad o ‘atacando las causas de la pobreza y la marginación’; sino que se requiere invertir en procesos que sostienen la convivencia familiar y apoyar a procesos educativos, deportivos y culturales formales e informales a ras de suelo. Pero, sobre todo, se requiere desmitificar las narrativas que glorifican el éxito, que idolatran la meritocracia y exaltan la persecución del triunfo a toda costa: porque ganar (dinero, prestigio, bienes) a costa de explotar o someter al prójimo o a costa de la propia dignidad personal es una ruta que ahonda el abismo de la violencia. Hay que aprender de estos hombres que nos demuestran que, incluso en los contextos más hostiles, es posible construir identidades que dignifiquen la vida propia y la ajena.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Odios algorítmicos

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La semana pasada, el diputado Arturo Ávila Anaya –vocero del grupo parlamentario de Morena–, presentó una iniciativa de ley que pretende agregar un párrafo al artículo 16 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público para, en esencia, ampliar las regulaciones que actualmente tienen las iglesias y sus ministros de culto en materia comunicativa. Como se sabe, la ley mexicana prohíbe a las iglesias la posesión de medios de comunicación tradicionales; y ahora, la propuesta de actualización busca incluir controles expresivos a los ministros de culto en los espacios digitales.

La propuesta sugiere que los ministros y sus iglesias deben sujetarse a los lineamientos establecidos por instancias del gobierno en los espacios de comunicación digital (plataformas y redes sociodigitales) y concede a los órdenes federales garantizar “los derechos digitales, la neutralidad de la red y la prevención de discursos de odio”. La propuesta además dice sustentarse en el respeto a la libertad religiosa y de expresión; aunque en sentido estricto la primera no está del todo definida ni comprendida a cabalidad en la Constitución puesto que tenemos un marco de libertad de religión con una ley enfocada en las instituciones religiosas y sus ministros, pero no en las personas creyentes y no creyentes, auténticos destinatarios de la libertad religiosa.

En todo caso, a muchos religiosos y operadores de espacios sociodigitales de pastores e iglesias les preocupa en particular la interpretación que el gobierno tenga sobre “prevención de discursos de odio” y que la adecuación de la ley imponga de facto una censura a la expresión de sus convicciones, dogmas, creencias e interpretaciones de la realidad social actual bajo ese criterio. 

La preocupación es legítima. Pero en perspectiva, la inquietud no debería limitarse a las capacidades limitativas de las autoridades civiles. Es un hecho que la censura de la comunicación digital se realiza esencialmente desde los modelos algorítmicos de supervisión del lenguaje y discursos expresados en los espacios digitales. 

Desde hace meses, los modelos de imitación de lenguaje de los grandes actores sociales globales (como los meta-motores de búsqueda, los conglomerados de administración de data y las denominadas inteligencias artificiales) realizan una identificación automática de aquel contenido que, bajo sus criterios, ataca o menosprecia a personas o grupos por motivos de raza, religión, género… pero también que segmenta y manipula bajo criterios de adhesión ideológica o vulnerabilidad de sesgos moralizadores o fanáticos.

Dichos modelos de lenguaje están “entrenados” para operar con volúmenes inverosímiles de información y son capaces de entender y generar lenguaje natural a partir de arquitecturas algorítmicas complejas; y a través de ellas se previene, censura y castiga a todo aquel operador que utilice cierto “discurso de odio” en sus plataformas. Quienes utilizan estos espacios de forma regular habrán advertido desde hace tiempo cómo se censuran varias palabras clave (que a los dueños de los algoritmos les suenan como percutoras de discursos de odio o discriminación) y saben cómo deben utilizar formas discursivas alternas para sortear dichos controles.

Los controles del odio algorítmico, sin embargo, distan mucho de ser perfectos. Algunos estudios revelan cómo los ‘entrenamientos’ de los códigos ayudan a replicar o a amplificar los sesgos de discriminación y odio ya presentes en los detentadores de la cultura algorítmica. Es decir, hoy hay un riesgo mucho mayor de que sean precisamente los controles algorítmicos los que están motivando la preservación o ahondamiento discriminatorio a ciertos grupos marginales de cierta ‘normalidad’ estadística.

Recientes estudios sobre la eficacia de los modelos de lenguaje para identificar las construcciones discursivas y verbales de odio evidencian algo obvio: los algoritmos de ‘control’ están enfocados en interpretar los lenguajes dominantes (inglés, español, francés) pero limitados en otros idiomas; además, los mecanismos discursivos como sarcasmo, el eufemismo y el lenguaje críptico (sumamente utilizados por grupos politizados y polarizantes) se escapan fácilmente del código revisor. 

Esta realidad produce dos fenómenos inquietantes. Por una parte, provoca una alta tendencia de generar falsos positivos contra ciertos colectivos marginados (una censura algorítmica a las realidades periféricas) y, al mismo tiempo, una homogenización hipertrófica de las expresiones ‘normadas’ por los entrenadores de algoritmos que, paradójicamente, pueden crear discursos de odio. Un reciente estudio publicado por la asociación USENIX, por ejemplo, corroboró que los modelos de imitación de lenguaje natural de plataformas usados por las IA’s más comunes hoy pueden ser usados para automatizar campañas de odio a gran escala.

El filósofo Armand Mattelart –quien falleció justo el 31 de octubre pasado– lo expresó de una forma simple e intensamente vigente: “En la medida en que esta clase [hoy son los dueños y administradores de la data] monopoliza los medios de producción y domina la estructura del poder de la información, será su visión particular del mundo, la que tenderá a imponerse como visión general de ese mismo mundo”.

Aún hay mucho por comprender sobre los sesgos de los datos de entrenamiento que se usan para discriminar y censurar; se sabe, por lo pronto, que el uso de estos modelos de control representa un consumo abismal de recursos naturales y tecnológicos y que las decisiones de dichos modelos son casi siempre ininterpretables. 

Pero si las leyes mexicanas no están abordando la complejidad de estos escenarios, ¿entonces cuál es el objetivo de la iniciativa de ley?

*Director VCNoticias.com   @monroyfelipe 

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Felipe Monroy

El fuego de la comunicación; arder en el espacio digital

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La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un encuentro nacional de comunicadores y periodistas que se realiza cada año en octubre. Desde hace algún tiempo, los vertiginosos avances tecnológicos en el ámbito digital han acaparado la atención de los profesionales de la comunicación. Es lógico, porque ahí es donde se encuentran tanto las audiencias individuales como colectivas; en este espacio digital se hallan las nuevas masividades disfrazadas de elecciones personales; y ahora, gracias al control algorítmico, el colosal vertedero de data en la red se ha convertido en la piedra de toque donde se confirman los sesgos informativos de la humanidad entera.

Para no caer en el pesimismo, hay que recordar que cada herramienta de comunicación utiliza su propio lenguaje y sus particulares mecanismos de funcionamiento; y esas son sus propias fronteras: la alfabetización de cada instrumento interno de comunicación no lo hace una sinfonía de verdad, aunque se acerque bastante. Al mismo tiempo, cada nuevo espacio virtual con su ya asumida y naturalizada vida digital (tan real y contingente como la del mundo terrenal) obliga a reflexiones no sólo amplias sino profundas.

En ese mundo saturado de información y pocas cartas de navegación claras, cunden dos fenómenos –aparentemente distintos pero idénticos en su drama– entre los creadores de contenidos comunicativos y periodistas: la hiperproducción incesante e inconsecuente de productos o la paralización sensorial ante la abrumadora y oceánica marquesina digital. En ambos casos, el drama consiste en que lo basto o lo exiguo se diluyen igualmente en el maremagnum de un universo incontenible pero paradójicamente contenido en un puñado de empresas que determinan los mandamientos comunicativos de sus hordas.

Por ello, ante los audaces comunicadores que buscan sembrar algo de humanidad en ese frío océano de bytes, compartí un par de pensamientos que provienen de la antigüedad, de los padres y madres del desierto para quienes las estructuras sociales de su época (la ciudad, la familia, el estado, el orden público, la ciudadanía, el mercado o el comercio) parecían complejizarse al grado de silenciar la voz de la conciencia, de la trascendencia y del sentido de vivir, del ser.

Un discípulo del asceta José de Panefo acude a la cueva del ermitaño para preguntarle qué puede hacer si ya todo lo ha hecho y todo lo ha intentado. Panefo le responde: “Si quieres hazte como el fuego”. Otro discípulo llega con el abba José para quejarse de que acudió a su líder espiritual para recibir palabras de sabiduría pero sólo recibió palabras “vulgares e intrascendentes”; el monje le recomienda que no escuche las palabras sino el mensaje y que la forma de hacerlo es agitando las frases hasta que se caigan las palabras “y lo que quede será un ascua que incendiará tu conciencia”. 

La primera historia conmina a transformarse cuando ya se hayan agotado las técnicas y estrategias, cuando aparentemente ya no haya labor concreta, entonces habrá que seguir ardiendo; la segunda historia pide que no nos quedemos con las palabras (ahora que vivimos en la hipertrofia vulgarizada del discurso supermasivo) sino que reconozcamos los incómodos mensajes que subyacen, que se esconden detrás de los filtros y las tendencias, de las modas y los estilos. Si en esta época, la conexión digital masiva produce un universo cómodo de técnicas y productos, estamos obligados a mirar que, paradójicamente, se ha engendrado una epidemia de aterimiento, pasmo, aislamiento, manipulación y falsedad; y si esta época nos promete una conexión instantánea, también nos amenaza con la desconexión auténtica. 

Los desafíos son enormes: el aislamiento personal en medio de una multitud conectada genera graves vacíos emocionales; la manipulación a través de la desinformación transforma la realidad social; el control hegemónico de los algoritmos moldea lo que vemos y pensamos; el flujo infinito de estímulos fragmentados provoca la pulverización de la conciencia; y el privilegio mediático del grito pendenciero sobre el diálogo crea una farsa de polemización así como el miedo a la confrontación de realidades contrastantes.

El modelo de comunicación que desarrollaron los monjes del desierto parece llamarnos con una sorprendente actualidad: Es necesario purificar el corazón como primer paso para hallar una palabra verdadera; es preciso reconocer al silencio como ese espacio de acogida antes de dar cualquier tipo de respuesta precipitada; es deseable practicar la escucha activa porque ahí es posible buscar genuinamente al otro; y debemos ponderar que detrás de las palabras hay un mensaje que escuece y que nace de la reflexión profunda.

En medio de la fascinación por las herramientas digitales hay que reconocer que cada tecnología conlleva ciertos valores; los dispositivos no son neutrales, reflejan la visión del mundo de quienes las crean y determinan los mecanismos con los que desarrollan y modifican las comunidades donde se insertan. Por ello, la opción humanista se encuentra en el uso de las mismas de forma creativa y pungente (ser como el fuego, reconocer el fuego) para sembrar la veracidad, la comprensión y servicio, especialmente a quienes más lo necesitan.

*Director VCNoticias.com  @monroyfelipe 

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Felipe Monroy

Venezuela: los santos son para todos

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El 19 de octubre, el papa León XIV canonizó a siete hombres y mujeres que ganaron la santidad por diversas razones en muy distintos contextos sociales y culturales. Desde cristianos mártires que padecieron el genocidio de su pueblo, hasta religiosas dedicadas intensamente en apostolados de promoción humana y laicos que, inscritos en su realidad, vivieron la caridad cristiana de forma heroica.

Dos de estos santos destacaron en la prensa: la religiosa venezolana Carmen Rendiles Martínez y su compatriota laico José Gregorio Hernández Cisneros, conocido popularmente como ‘el médico de los pobres’. Este último personaje simboliza aspectos de gran impacto para la historia, la cultura y la actual política de la nación bolivariana. Su canonización, por tanto, ha sido un gesto de múltiples implicaciones sociales e incluso geopolíticas.

Como se sabe, en los últimos años pero particularmente en las más recientes semanas, la tensión política en Venezuela se ha recrudecido con una serie de declaraciones del mandatario estadounidense, Donald Trump, orientadas a la posibilidad de una intervención bélica unilateral para destronar del poder a Nicolás Maduro e instaurar un régimen político afín a los intereses norteamericanos. Esta tensión incluso se reactivó con el reconocimiento a la líder política opositora al régimen chavista, María Corina Machado, como premio Nobel de la Paz para este 2025.

El régimen dictatorial en Venezuela ha intentado mantenerse en el poder de todas las formas posibles e incluso ya ha robustecido sus fuerzas armadas previendo una potencial invasión militar. Y, sin embargo, aunque las autoridades fieles a Maduro son repudiadas prácticamente en todo el escenario internacional –con exóticas excepciones–, la Iglesia católica local y los operadores del Vaticano (el sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede es maracaibero, Edgar Peña, quien por cierto ha tomado un particular protagonismo en el pontificado de León XIV) han debido mantener una diplomacia gentil y hasta complaciente con el régimen, justo por la relevancia que ha implicado la canonización de los primeros venezolanos de la historia y especialmente del médico Gregorio Hernández, cuya figura, además de devocional-católica, es política y culturalmente aceptada en todos los estratos sociales.

De hecho, uno de los programas de asistencia y responsabilidad social del gobierno venezolano dirigido a las personas con discapacidad, lleva el nombre del ahora santo “Bono José Gregorio Hernández” debido a que, entre el pueblo local, la fama del laico católico es muy intensa, casi con trazas de magia y misticismo. A ras de suelo, por ejemplo, las historias populares sobre el ‘médico de los pobres’ son de lo más variopintas: desde las personas enfermas que aseguran haber recibido su milagrosa visita a mitad de la noche cuando más se le necesitaba; hasta pomadas, aguas y ‘medicinas’ mágicas cuyas ‘fórmulas científicas’ habrían sido reveladas por el santo para curar todos los males.

En Venezuela, la canonización de ambos personajes –pero en especial por el médico Hernández– logró unir momentáneamente a una ciudadanía tensionada hasta la violencia por la radicalización política; así, como no sucedía hace mucho, tanto personas afines al régimen como opositores fueron parte del mismo pueblo y celebraron incluso el deseo expresado por el presidente: “Es un día de júbilo espiritual para toda Venezuela y más allá de nuestra frontera… hemos elevado una oración por el espíritu eterno de quien va a ser santo, también el papa Francisco, que le dio este regalo tan hermoso a Venezuela”. 

Tiene razón, los santos venezolanos son ya universales y quien ha puesto esta semilla de unidad en el pueblo ha sido el papa Francisco quien declaró beato al ‘Médico de los pobres’ en medio de la pandemia de COVID-19 y quien firmó su canonización desde el hospital durante su larga enfermedad en febrero de este año. Ya lo dijo León XIV en la ceremonia de canonización: “Es esta fe la que sostiene nuestro compromiso por la justicia, precisamente porque creemos que Dios salva el mundo por amor, liberándonos del fatalismo”.

Ante los tambores de guerra, los santos venezolanos –que son de todos– reafirman que hay esperanza para construir justicia, paz y libertad sin destrozarlo todo en el proceso. 

*Director VCNoticias.com  @monroyfelipe 

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