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Felipe Monroy

SCJN, el riesgo de la imposición neocolonialista

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Esta semana, los ministros de la Corte vuelven a poner a discusión el controversial asunto sobre la presencia de los Nacimientos Navideños en el espacio público. Como sucedió a finales del 2022, el tema viene de una denuncia interpuesta por un particular contra un ayuntamiento por permitir y participar de la colocación de la tradicional representación navideña.

Sin embargo, en esta ocasión, los propios pobladores de la localidad han solicitado a los ministros que tomen en cuenta a la propia comunidad respecto a esta expresión cultural que les ha sido heredada por sus abuelos y ancestros puesto que, si su fallo resulta favorable al quejoso, estarían atentando contra las tradiciones y los valores culturales de todo un pueblo. Tradiciones que, además, no afectan a ninguna persona ni limitan el ejercicio de ninguno de sus plenos derechos.

El tema, como ya se ve, resulta sumamente importante porque no se trata simplemente de analizar márgenes de rigor legalista sobre qué es lo que tienen permitido hacer los ayuntamientos o la administración pública respecto a las fiestas populares o tradiciones de origen religioso sino porque existe el riesgo de que, a través de mecanismos jurídicos, se impongan principios, valores y conceptos culturales sobre los pueblos, sobre su diversidad y derecho a las expresiones culturales.

En el fondo, existe una comprensible preocupación ante la posible imposición de una cultura de integrismo laicista sobre las dinámicas culturales y tradicionales de los pueblos; un tipo de imposición que ya se ha denunciado en otras partes del mundo como actos de neocolonialismo ideológico. Es decir, como nueva colonización que implanta, obliga, corrige y sanciona específicos valores morales a través de mecanismos de poder y mediante prácticas intimidatorias.

Ante todo, es preciso reconocer que gracias a un lento pero paulatino compromiso con la pluralidad, la tolerancia y la convivencia respetuosa, en México hoy convergen, coexisten y conviven muy diversos ambientes multiculturales que ya han tomado carta de ciudadanía y que no sólo gozan de la protección de las leyes nacionales sino que forman parte de la esencia irrestricta de la identidad social y la libre expresión de los pueblos humanos. Si dichas expresiones no agreden o limitan directa ni indirectamente a ningún derecho humano fundamental, resultaría pernicioso que, desde las cúpulas del poder se pretenda prohibir a la sociedad expresar su identidad, su cultura y sus tradiciones, especialmente a aquellas que forman parte de su historia y su identidad ancestral.

La mera posibilidad de que, desde las densas formalidades del poder judicial, se juzgue desde reduccionismos e integrismos laicistas a la vida cultural de todo un pueblo no es más que una burda incursión legaloide sobre los complejos tejidos de las dinámicas antropológicas, sociorreligiosas y culturales de las familias, las comunidades y la población.

En otras regiones del orbe, especialmente en las naciones con antecedentes de imperialismos decimonónicos, crece la tentación de imponer a pueblos pluriculturales nuevas esclavitudes ideológicas o, a través de mecanismos jurídicos, favorecer cierta limpieza étnica, religiosa o cultural mediante rigorismos legales o la franca intimidación de aquellas comunidades a las que les cuestionan sus principios, valores, expresiones y manifestaciones culturales.

La prohibición de los nacimientos navideños en los espacios públicos (práctica cultural ancestral que en México al menos cuenta con medio milenio de tradición) abriría una puerta ciertamente peligrosa que permitiría una imposición elitista y moralizadora a través de mecanismos de poder en contra del pueblo; pues mediante una normativa política que busca reconocerse como una ‘normativa moral inapelable’ se pretende imponer como moralmente legítimo sólo aquello que se interpreta exclusivamente desde la ley y los procedimientos jurídicos, arrebatándole al pueblo (y a la democracia) tal derecho.

Por ello advertía antes que se trata de un asunto harto relevante pues, la determinación de los ministros podría definir las características de aquello que desde las élites del poder se considera como ‘bueno y positivo’ y aquello que consideran como ‘malo o adverso’ para la vida sociopolítica del país sin considerar la dimensión sociológica y antropológica del pueblo mismo. No por nada se ha acusado en el pasado de cierto ‘paternalismo’ de las instituciones de poder y especialmente del poder judicial que parecen querer proteger al ciudadano de toda influencia que no sea la que ellos mismos pretenden ejercer.

De este modo, la verdadera batalla detrás de este tema de los nacimientos navideños es por las dinámicas sociales en el espacio público; y esto no es exclusivo de la dimensión cultural o religiosa de la ciudadanía mexicana. La compleja paradoja en la que se encuentra el país es que esta batalla es esencialmente política: este nuevo poder es una especie de ‘judicialismo político’ que busca determinar la vida cotidiana, la participación social, la ética y moral pública.

Y frente a esto hay que coincidir –sin retórica fácil– con el ya clásico: México es mucho pueblo para tan corta mirada elitista.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Desafío de gobierno en la Iglesia Católica

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La Iglesia católica es una institución única en su especie; el liderazgo del sumo pontífice y de los obispos en las regiones más apartadas del planeta han representado el ejercicio de la doctrina, el magisterio y la tradición cristiana en cada época desde hace dos milenios; y la actual no es la excepción. Sin embargo, la relativización de prácticamente todos los principios y valores institucionales para guiar el pensamiento y la acción de las comunidades ha golpeado especialmente a la Iglesia católica de este siglo.

Acudimos a la quinta o quizá sexta oleada en este pontificado que los voceros anti Francisco sincronizan sus dardos contra el obispo de Roma; además de los cardenales que calcularon los tiempos mediáticos para cuestionar la validez histórico-dogmática de un nuevo modelo de escucha y diálogo al interior de la Iglesia, una serie de artículos publicados en medios más bien críticos del jesuita latinoamericano (como el texto del filósofo Lamont publicado a finales de octubre pasado bajo el título: “El Papa Francisco como hereje público: la evidencia no deja dudas”) recrudecen los ataques que buscan tener un lugar en la conversación erudita sembrando la idea de que Bergoglio habría cometido herejías a través de algunos discursos, respuestas o documentos.

El otrora cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ha mantenido un intenso activismo contra las decisiones pontificias: criticó la realización del Sínodo de la Sinodalidad reduciéndolo a ‘palabrería’, ha definido a los colaboradores de Bergoglio como ‘propagandistas’ y hasta ha afirmado condescendientemente que a pesar de que Francisco “ha difundido repetidas herejías, él no ha caído en ninguna herejía formal que le impida continuar en el cargo”.

Francisco tuvo paciencia; pero –mientras más avanzan sus limitaciones físicas propias de la vejez y enfermedad; y se encienden los motores de la sucesión pontificia– ha quedado claro que mantener y hasta auspiciar el veneno de quienes le han cuestionado todo desde el inicio, ya no será tolerable. Las medidas que el Vaticano ha tomado recientemente contra sus más aguerridos opositores ejemplifican esta nueva etapa. Francisco ha recordado al mundo católico el peso de la mano pontificia contra dos norteamericanos: la investigación y posterior destitución del obispo texano Strickland; así como la revocación de los privilegios romanos al cardenal Raymond Burke.

Es raro que el pontífice tome con dureza las riendas, pero la historia enseña que –al menos en materia jurisdiccional– en algún momento del pontificado se hace eficaz esa frase de san Bernardo de Claraval: “Convengamos en que, según el derecho eclesiástico, el Papa tiene todo el poder cuando lo exige la necesidad”. Hay que mencionar, que Francisco no es el único y no será el último en tomar esa potestad “cuando la necesidad o una notoria utilidad lo requiere”.

Desde el caótico primer Concilio Vaticano se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa; de manera burda, la idea de reconocer en el pontífice tal poder supremo parece simple y pragmática, casi política, para garantizar autoridad, mando y obediencia de un episcopado ya sumamente diverso, nativo, plural y seducido por el racionalismo de mediados del siglo XIX. Sin embargo, la doctrina sobre la infalibilidad papal no podía provenir de las inquietudes coyunturales sino de su dimensión mística en la historia de la salvación.

Recojo la reflexión del sacerdote jesuita Rafael Faría, allá en 1945: “Si el Papa enseñara el error, el infierno –esto es, el demonio, espíritu de error y mentira– prevalecería sobre la Iglesia, lo que va contra la promesa de Cristo… Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y lo encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarlos en la fe, si él mismo los induce al error?… Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer; pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. Resulta claramente que Jesucristo hizo infalible al Jefe supremo de su Iglesia”.

Aún antes, en un documento catequético español de 1821 se advertía que el pontífice enfrentaría con regularidad a “ocultos e hipócritas enemigos” que “sin correr el velo misterioso con que se cubren, no pueden negar abiertamente la autoridad del Papa; protestan que no quieren en nada perjudicarla y que sólo intentan distinguir sus verdaderos derechos de las falsas pretensiones”. Esta catequesis (publicada para reconvenir al episcopado español de riesgos de autosuficiencia en la confirmación episcopal) advertía que la unidad de la Iglesia se pone en riesgo cada vez que surgen ministros eruditos que dicen estar “dispuestos a reconocer la autoridad papal con tal de que ‘no se oprima la sana doctrina’”.

Esto último, reflexionan los autores, permite decir que la doctrina efectivamente está oprimida y, por tanto, que se justifica la autorización de rehusar la obediencia al Sumo Pontífice. Para los detractores, los planteamientos del pontífice son sólo “invenciones humanas” y que, por el contrario, sólo ellos son auténticos custodios de la pureza e integridad de la doctrina.

En todo caso, que el Papa recurra a estas medidas también revela que otros recursos se han agotado; que el entusiasmo por escucharlo, seguirlo o respaldarlo no es tan sólido como hace diez años. Que escasea la creatividad tanto teológica como pastoral para neutralizar a los opositores al pontífice. Y ese es otro problema porque, se advierte en varias regiones del mundo –por lo menos en México–, los obispos locales han abandonado la producción de discurso o de gestos que confirmen la unidad: casi no escriben cartas pastorales ni personales ni conjuntas, casi no participan en los medios de comunicación formales, sus procesos son más programáticos que paradigmáticos y hay una obsesión con las estructuras pero un descuido en el lenguaje. Y ahí es donde se pierde o se gana un gobierno.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

La otra campaña: una batalla contra el ‘yo’

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Existe la confusión generalizada de que una campaña electoral debe centrarse completamente en la persona a elegir. Sin duda, hacer conocer, mostrar y publicitar al personaje político contendiente es una obligación de la comunicación política de campaña: Es necesario dar a conocer la historia de origen de los candidatos, sus perfiles y sus discursos; es trabajo de sus colaboradores hacer que el respetable vincule su voz a su rostro y ambos a una idea, dos, máximo. Pero eso no es lo único.

La estrategia también debe hacer reconocer que ‘todo lo que no soy yo’ es ‘lo otro’, lo opuesto. Las campañas se construyen en discursos que configuran lo propio y lo ajeno, los aliados y los enemigos, los partidarios y los opositores. En el mundo contemporáneo es algo ingenuo acudir a un proceso electoral convencidos de que la nuestra es sólo una opción entre otras participando en un juego justo; en realidad, es importante convencerse y persuadir a todos cuántos se pueda de que ‘todo lo demás’ es un error. Como diría el ilustrador de sátira política, Ramón: “O yo o el caos”.

Es por eso que, naturalmente, las auténticas propuestas de política pública, filosofía política o praxis administrativa quedan seriamente relegadas en una estrategia de campaña electoral. Todos los contendientes pueden coincidir en políticas públicas concretas y hasta compartir principios y valores políticos específicos; todas las opciones electorales además pueden padecer las mismas críticas a sus respectivas gestiones, experiencias o a la falta de ellas. Pero sus campañas se esforzarán en describir que los personajes habitan las antípodas políticas, que el triunfo de uno no sólo es el fracaso del contrincante sino su condena. A eso le llamamos dicotomización del juego político, un fenómeno propio de la polarización política.

Esto ya lo advertía hace 100 años Harold Lasswell: “Cuando contemplamos los signos sobrevivientes de las antiguas batallas –sus inscripciones– puede que no sea posible leerlos”. Es decir, cuando retornamos a las viejas campañas políticas que llevaron al poder a políticos que ya olvidamos (o deseamos olvidar), muchas veces no es sencillo recordar cómo nos vendieron la idea de que dichos personajes eran únicos y eran necesarios. La propaganda dentro de las campañas políticas es tan efímera como sus objetivos; cuando se alcanzan o se pierden, parece ya no haber necesidad de regresar a ellos. Personalmente, me gusta creer que esta regla vive en la excepción de la terquedad que da sentido a los ideales, que permanecen tanto en el triunfo como en la derrota.

Laswell afirma que, los restos en las viejas batallas (escudos, lanzas y otros artefactos rotos) sólo evidencian quién se percibía a sí mismo como mortalmente opuesto a quién. Así de simple: sin ideales, sin historias, sin razonamientos ni valores. Sólo los restos de un conflicto excluyente. Sin embargo, me gusta pensar que la ciudadanía de esta época tiene capacidad de jugar el juego de la propaganda política sin entregar su sangre en batallas cíclicas, simbólicas, abiertas a revisión y a la revancha legítima.

Las estrategias de comunicación política electoral siguen construidas en prácticas dicotómicas y polarizantes, que reducen toda conversación a ‘nosotros’ contra ‘ellos’, edificadas desde la dependencia en las certezas y los prejuicios de ‘observaciones internas’. Pero los ciudadanos no estamos obligados (como sí lo estaban los súbditos en reinos enfrentados) a reducir nuestra acción política a criterios de supervivencia y amenaza, somos capaces de descubrir y asimilar sus particulares sesgos con los que entendemos el mundo y la política, hay posibilidad de evaluar hipótesis sobre narrativas que provengan desde afuera del filtro-burbuja en donde nos sentimos cómodos.

La otra campaña política, la que corresponde a cada ciudadano que honestamente busca despresurizar y despolarizar la conversación social, comienza por aprender a cohabitar pacíficamente con lo irresoluble del entorno y de nosotros mismos. Con lo que permanece: con los ideales aunque no se alcancen, con lo necesario aunque provenga de otro lado; y con lo justo, aunque implique un poco de nuestro sacrificio.

*Director Siete24.mx @monroyfelipe

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