Felipe Monroy

Venir de atrás, venir de abajo

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El fin de semana pasado, el papa Francisco cumplió con el compromiso de visitar en Mongolia a una de las comunidades católicas más pequeñas del mundo y que, sin embargo, cuenta con el purpurado más joven del Colegio Cardenalicio y una potencialidad misionera incomparable. La presencia del pontífice en el vasto país asiático fue discreta y modesta, pero al mismo tiempo, sumamente significativa para el resto de las comunidades católicas del mundo.

La estancia del Papa en Mongolia estuvo llena de símbolos dramáticos aunque es ineludible reflexionar sobre dos: la efigie de la Virgen María venerada en la catedral de Ulán Bator que literalmente fue hallada en un basurero y la fotografía que el pontífice se tomó “con toda la Iglesia católica en Mongolia”.

En esta nación de Asia central, de sus 3 millones y medio de habitantes, el 50% es budista, el 40% se declara ateo y el resto se divide entre animistas, musulmanes y cristianos. Los católicos son la porción más pequeña de la cristiandad mongola, apenas suman mil 450 personas: un cardenal, 25 sacerdotes (23 misioneros, dos nativos), seis seminaristas, treinta religiosos y 35 catequistas.

Más que fieles, en Mongolia hay agentes activos católicos, su servicio pastoral es vasto comparado con su número: se evidencia en la dirección de un instituto técnico, dos escuelas primarias, dos guarderías, una clínica médica para pobladores marginales, un centro para discapacitados y dos asilos para ancianos abandonados e indigentes. Este millar y medio de católicos celebra sus sacramentos en ocho parroquias, las cuales siempre ofrecen proyectos de caridad, comedores y duchas públicas, cursos para mujeres y servicios extraescolares para infantes.

Por ello, esa fotografía del pontífice donde ‘cabe toda’ la Iglesia católica mongola y la efigie mariana ‘Nuestra Señora de los Descartados’ son tan relevantes. Reflejan el sentido de minoridad y rehabilitación siempre presente en la Iglesia católica y que, paradójicamente, la hacen más significativa y potencial. Hace treinta años, por ejemplo, sólo había un misionero católico en todo el territorio y ni un sólo creyente; para 1995 se registraron los primeros 14 católicos bautizados y hasta 2016, los fieles tuvieron a su primer sacerdote nativo. Es decir, la minoridad no es condena ni a la insignificancia ni a la inmovilidad.

Pero la historia de la estatua de la Virgen es aún más significativa. El relato comienza algunos años antes de que llegaran los primeros misioneros católicos; Tsetsgue, madre de once hijos, encontró la efigie de madera en un vertedero de la capital mongola mientras buscaba entre la basura objetos para vender. La mujer llevó la estatuilla a su yurta y por alguna razón decidió no venderla. Años más tarde, después de que en 1992 llegaran los primeros misioneros católicos a Mongolia, alguno de ellos visitó a la mujer en su tienda y descubrió la imagen de la Inmaculada Concepción.

Le explicó a la mujer lo importante que es la Virgen María para los católicos y pidió que se la obsequiara. El resto es historia: la imagen pasó de una oficina parroquial a la Catedral de San Pedro y San Pablo; y los católicos locales ahora la llaman “Madre Celestial”.

El hoy cardenal Giorgio Marengo, prefecto del vicariato apostólico de Ulán Bator, ha interpretado esta historia asegurando que “la Virgen adelantó y abrió camino a los misioneros católicos”. Y es que la mera existencia de la estatua mariana es un misterio, no sólo por la inexistencia de católicos en Mongolia por siglos (sólo hay un breve antecedente de una misión católica francesa en el siglo XIII) sino por la larga administración política antirreligiosa entre 1924 y 1990.

En conclusión, la visita de Francisco a Mongolia fue un ejemplo de cómo ‘venir de atrás, venir de abajo’ no es una limitación sino una oportunidad para la fe cristiana, especialmente en esta época, la cual el propio pontífice afirma que ya no guarda los valores de la cristiandad.

Pero además, junto a esa diminuta porción de católicos (tan pocos que caben todos en una foto) e inclinado frente a esa estatuilla hallada en un vertedero, el Papa parece no haberse achicado. Se dice que miró y habló directamente a los ojos de China, del poderoso gigante asiático y dijo que la única misión de la Iglesia es aliviar los sufrimientos de una humanidad herida a través de la fe: “Por esta razón, los gobiernos y las instituciones seculares no tienen nada que temer de la labor evangelizadora de la Iglesia, ya que no tiene una agenda política que promover, sino que está sostenida por el poder silencioso de la gracia de Dios y un mensaje de misericordia y verdad, que está destinado a promover el bien de todos”.

A este viaje de la estepa mongola, concurrieron otras pequeñas comunidades católicas chinas clandestinas que debieron ocultar sus rostros para evitar represalias a su retorno. Quizá regresen inspirados por saber que, incluso siendo una minoría descartada, aún pueden hacer mucho; o como dijo el Papa a los agentes católicos en Mongolia: “Alzando la mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema, sino una respuesta”.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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