Opinión
La Iglesia de Guerrero y su plan de ‘artesanos de paz’
Es ‘casi’ el infierno, pero no el ‘absoluto infierno’ porque allí aún hay inocentes. Así calificó el sacerdote Jesús Mendoza Zaragoza los eventos funestos de la mañana del 6 de julio pasado en el penal de Las Cruces en Acapulco; los cuales provocaron la muerte de 28 internos del centro de readaptación social. El problema, sin embargo, es que ese ‘casi infierno’ no termina con los muros de la prisión, todo el estado de Guerrero no logra reducir ni la incidencia delictiva ni el rastro de sangre que crece cada año.
Según el Instituto para la Economía y la Paz, este 2017, Guerrero nuevamente lidera la vergonzosa tabla de estados con más violencia en México con una escandalosa tasa de homicidios de 62 ejecuciones por cada 100 mil habitantes (la media nacional es de 17 por cada 100 mil). Además, la directora del Instituto, Patricia Obeso, advirtió que delitos como extorsión, secuestro y robo aumentó hasta en 80%.
Hasta el momento, las estrategias de seguridad no han funcionado y lugares como San Miguel Totolapan, El Ocotito, Acapulco, Chilpancingo, Chilapa, Iguala y la Tierra Caliente ya manifiestan episodios de ebullición social como respuesta ante la violencia indómita.
De este panorama está plenamente consciente la iglesia católica que avecinda en la región. Los ministros y la grey han padecido en carne propia la extorsión, las amenazas, el cobro de derecho de piso y el asesinato de liderazgos que intentaban atender la barbarie con aquellos gestos que son obligatorios entre los buenos cristianos.
Las experiencias de construcción de paz no son pocas; y, por ello, el 13 de julio se realizó el XXII Encuentro de Pastoral de la Provincia de Acapulco donde destacaron las participaciones de los responsables de diferentes áreas de trabajo de las diócesis de Acapulco, Ciudad Altamirano, Tlalpa y Chilpancingo-Chilapa. Parece que la Iglesia guerrerense comienza a dejar atrás el discurso de lamentación y exigencia a las autoridades por seguridad; usan el ‘nosotros’ en primera línea para exigirse más acompañamiento a víctimas, más solidaridad con los vulnerables y más disponibilidad para colocarse entre los operadores del crimen y sus martirizados.
Lo ha hecho el obispo Salvador Mendoza, en Chilpancingo-Chilapa, con la polémica labor de diálogo con narcotraficantes; el obispo Dagoberto Sosa, en Tlapa, con la difícil experiencia de la extorsión; y Maximino Martínez, de Cd. Altamirano, con el permanente riesgo en toma de carreteras en Tierra Caliente. Y lo hizo también el arzobispo Carlos Garfias en Acapulco durante una de las más largas crisis de seguridad en la ciudad insigne del famoso puerto turístico.
Un ambiente complejo al que llegará el nuevo arzobispo Leopoldo González el próximo 29 de agosto: “es casi el infierno”, pero no del todo, aún hay inocentes y justos. Lo dice así el sacerdote Octavio Gutiérrez Pantoja, el coordinador Comisión Pastoral Social: “Lo que la Iglesia ha aportado para la construcción de paz es hacer conciencia en todas las personas, la importancia de ser constructores de la paz… convertirse en artesanos de la paz”.
Decía Stevenson que no se juzga el día por la cosecha sino por las semillas sembradas; y La Fontaine remataría: “Por su obra, se conoce al artesano”.
@monroyfelipe