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Lujitos institucionalizados

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El uso de recursos públicos (o corporativos) para satisfacciones o ‘lujitos’ personales es completamente reprobable. Es una de las acciones que más destruye la confianza en instituciones por obra directa de los individuos. Y es, al mismo tiempo, muy fácil para las personas creer que merecen esos ‘pellizcos’ que le dan al erario cuando tienen oportunidad.

Lo que recientemente se hizo público con el caso de la senadora que a todas luces ha utilizado su posición para hacer gastos personales con carga al presupuesto de la Cámara Alta es, sin ser complacientes ni minimizando la gravedad de los hechos, una práctica generalizada en todos los sectores de la administración pública e incluso de no pocas organizaciones privadas, aunque estas últimas exigen una reflexión de otra naturaleza.

Algunos de estos actos son en extremo evidentes como comprar con recursos públicos artículos de uso personal; pero se vuelven más sutiles cuando se trata de pagar ciertos servicios cuya necesidad es debatible costear con dinero público o con los emolumentos personales: gastos de representación (alimentos, traslados y hospedajes), servicios de imagen personal (peluquero, maquillista, asesores de imagen), choferes y seguridad privada, consumo ilimitado de gasolina y peajes, servicios de salud y bienestar (nutriólogos, entrenadores, masajistas), formación y educación (capacitaciones, diplomados, entrenamientos, etcétera).

Por supuesto, mucha gente no quiere comparar lo que “roban los políticos” con lo que “toma la sociedad”. Pero pongamos el ejemplo de las conchas sin azúcar, muebles y artículos personales que la senadora cargó al gasto público frente a lo que muchos ciudadanos hicieron al registrar sus automóviles (muchos de lujo) en el estado de Morelos para no pagar tenencia y evitar fotomultas. ¿Cuál actitud provoca una mayor pérdida a los recursos públicos? ¿Cuál es más sancionable moral y públicamente? ¿Qué consecuencias penales puede tener el primero y cuáles el segundo? Y finalmente, ¿cuál estaría dispuesto a hacer usted, querido lector, si tuviera la oportunidad?

Por supuesto, es muy probable que afirme que la primera acción (ser funcionario y aprovechar la posición para cargar al gasto público satisfactores personales) es más grave porque pone todas las alarmas sobre esa persona en el ejercicio honesto y desinteresado de sus responsabilidades: ¿No acaso un funcionario que gasta sin pudor los recursos de la nación puede también pedir una tajada por negocios, licitaciones o adjudicaciones directas? ¿No acaso un servidor público que no se ruboriza al pellizcar la partida presupuestal puede también crear enormes boquetes financieros en deuda o engañosos proyectos de infraestructura con material de cuarta que terminan en socavones mortales? Y ni siquiera estamos hablando de la prepotencia, la impunidad, el fuero o el tráfico de influencias que también podrían considerarse lujitos institucionales.

Pero los ciudadanos de a pie también pecamos del mismo mal: desde la simulación o evasión en el pago de impuestos hasta la innoble recepción de bienes o beneficios económicos a cambio de la venta de la conciencia o del voto. En general no se critica esta actitud, todo lo contrario: se aplaude a aquel individuo que descubre oportunidades de ganancia ocultas para la mayoría de las personas, aún cuando esas oportunidades lindan en la frontera de lo legal, lo legítimo o lo moralmente correcto.

Aceptar un bien que se obtiene de una manera injusta habla de una cultura del agandalle que hace mucho mal a las sociedades donde se le da carta de naturalización. Y hay que reconocer con vergüenza que México ha adoptado este estilo cuya imagen más cruda es la del pernicioso victimismo pegado a la ubre del presupuesto o del grosero acaparamiento de ventajas inmorales, pero perfectamente legales.

@monroyfelipe

 

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