Opinión

El pueblo que perdemos

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El cardenal Felipe Arizmendi finalmente ha manifestado sin eufemismos la desaprobación del episcopado mexicano respecto a la estrategia de seguridad de las autoridades federales: “Nosotros tenemos otros datos, que ellos se resisten a tomar en cuenta”.

El purpurado mexicano ha relatado con crudeza los percutores que detonaron la pasada matanza de Texcaltitlán y las constantes que agravan la espiral de violencia en muchos rincones del país.

En síntesis, la permisibilidad y corrupción generalizadas dan espacio para que grupos criminales fuertemente armados –cuyo único referente de valor es el dinero– intimiden y sometan a plena luz del día impune y desvergonzadamente a poblados enteros; esta crisis social se torna tan insoportable que, en algún punto, la gente decide asesinar a los asesinos.

El cardenal reconoce que tras las tragedias, la fuerza pública se hace presente pero es el pueblo el que realmente ya ha desaparecido. La gente huye a otros poblados, se abandonan hogares, se pierde la paz y se cancela la vida comunitaria.

Y ese es el verdadero drama. La violencia y el crimen siempre serán parte de la dinámica social; por ello, la razón de existir de un Estado es imponer cierto orden lógico y controlar las actividades antisociales, reducirlas a mínimos tolerables para favorecer el desarrollo del pueblo y de su historia, de sus familias y habitantes, de su producción (material e intelectual) y de su bienestar.

El tejido social no simboliza únicamente el entrelazamiento funcional de las actividades productivas de las comunidades en un momento específico sino el relato histórico y profético de las mínimas convicciones compartidas: el orgullo y conciencia de las generaciones que pasaron y la perspectiva de esperanza en las generaciones por venir.

Pero la cultura criminal sumada a la incompetencia de las autoridades en manejar aquella situación provoca la pérdida del pueblo; no en su dimensión lógica –un nombre, una ubicación– sino en su dimensión mítica: en su motivación fundante, en su propósito de ser y compartir, en la confianza contingente y su certeza fecunda.

El propio cardenal Arizmendi relata que fue una mujer la que terminó asesinando con cuchillo en mano al líder criminal de Texcaltitlán. Quizá el obispo quiso compartir de este modo el relato que evidencia el nivel de desesperación que existía en el pueblo ante el abuso criminal; pero, es claro que en aquel acto se sintetiza el final del pueblo conocido y el inicio de otro, si acaso.

Pero entonces, no se cumple con la máxima de que “sólo el pueblo puede salvar al pueblo”.

Los pueblos en México no están salvándose, por el contrario, se pierden, se mueren en coyunturas trágicas y vuelven a fundarse sobre otros pilares. Pero tristemente son pueblos con más miedo y desconfianza, con exánime esperanza e identidad corrompida.

*Director Siete24.mx @monroyfelipe

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