Felipe Monroy

El vacío infierno del Papa

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Gran conmoción han provocado las recientes palabras que el papa Francisco ofreció a la televisión italiana donde afirmó: A me piace pensare all’inferno vuoto (“Me gusta pensar en el infierno vacío”, que es la traducción más aproximada). Rápidamente, algunos sectores ‘duros’ eclesiásticos han tomado este pensamiento del pontífice y lo interpretaron como ‘el suicidio’ de la Iglesia o, por lo menos, como ‘la formal renuncia’ de la institución católica a la idea de presentar un infierno lleno de almas torturadas que decidieron no acercarse a Dios o que no se arrepintieron de sus pecados a tiempo.

Estas interpretaciones claramente han sido gasolina pura para los incendiarios opositores al pontífice quienes erigen hogueras retóricas para desacreditar de una vez por todas al máximo jerarca de la Iglesia católica. El asunto, en efecto, no es menor; pero tampoco tiene un grado catastrófico como se vende.

En primer lugar, el tema del destino del alma humana siempre ha apasionado más a los poetas, escritores y predicadores, que a los teólogos, creyentes y pastores; quizá porque a los primeros les motivan más las descripciones dramáticas, emotivas y estremecedoras, mientras a los segundos les basta cuestionarse su relación con Dios. Como sea, en el fondo, el ‘más allá’ no es un asunto en el que se esté enteramente de acuerdo; por lo menos no respecto a las cualidades específicas de los destinos clásicos de la narración católica: cielo, limbo, purgatorio e infierno.

En la historia de la religión católica han existido muchas visiones místicas sobre estos destinos y no han faltado las disonancias incluso entre pontífices. Por ejemplo, en 1999, san Juan Pablo II compartió su idea de que “el infierno, más que un lugar, indica una situación” de estar lejos de Dios; y aseveró que aunque “la condenación es una posibilidad real” es imposible saber cuáles –o si alguno– de los seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. De este modo, el Papa polaco hacía eco de la famosa frase del teólogo Urs von Balthazar: “El infierno existe, pero podría estar vacío”.

Más adelante Benedicto XVI dijo algo semejante sobre el purgatorio: “No es un lugar sino un fuego interior que purifica el alma del pecado”. En contraste con las alegorías del purgatorio de la literatura católica medieval (tormentos de privación, remordimiento e inflamación), el Papa alemán sugirió considerarlo como “la experiencia interior del hombre en su camino hacia la eternidad”.

También fue famoso el debate que sucedió entre ambos pontificados sobre el limbo, reflexiones que incluso fueron enviadas a una Comisión Teológica para tratar de entender (y definir) ese sitio, lugar o circunstancia, alejado de Dios pero donde no se atormenta a los bebés no bautizados aunque sí manchados por el pecado original. La definición del limbo, finalmente, quedó –perdonarán el retruécano– en el limbo. Eso sí, Ratzinger fue muy claro en redefinir al infierno como un lugar, como un sitio concreto, que existe y que es eterno donde están todos cuantos han pecado sin arrepentirse.

Lo que nos lleva a Bergoglio y su Inferno vuoto. Pienso que la expresión del pontífice tiene dos lecturas interesantes: la primera refleja el deseo –quizá inocente y compasivo– de que, finalmente, nadie en realidad esté enteramente privado de Dios (según JPII) o que nadie esté sufriendo en ese sitio de castigo eterno (según BXVI). Bien dijo Francisco que su opinión “no es un dogma” sino que sólo “le gusta pensar” que es así.

La segunda lectura tiene que ver con la idea a la que Bergoglio siempre le ha temido: a la soledad. No a la “sana capacidad de estar en soledad” sino a la soledad ontológica a la que su compatriota Jorge Luis Borges le parecía la más angustiante: the neverness. La palabra, al parecer inventada por el escritor, resume y condensa en un sólo sustantivo todas las cualidades de lo que nunca ha sido y nunca será; es decir, una nada que, sin embargo, está consciente de su soledad.

Y esto último, si acaso es una manera de entender el infierno, es claro que responde a la realidad del mundo actual. Me explico: Hoy prácticamente no hay producto cultural y mediático donde se hable del infierno en el que no se caricaturicen o exalten sus cualidades. De hecho, la cultura transmedia de la actualidad juega con la idea de diablos compasivos, generosos y hasta enamorados, demonios que gozan de fiestas en cavernas excitantes junto a felices ateos conviviendo en dichosas aventuras infernales mientras los creyentes y piadosos se mueren de aburrimiento en mojigatas nubes de infinito tedio.

La idea de un infierno vacío es quizá la doble representación que quizá requiera la humanidad de este cambio de época: primero, que nadie tenga ardientes deseos de que el infierno esté lleno y, segundo, que de caer ahí por libre elección, el infierno sería ese neverness, ese vacío eterno e infinito donde nada hay y donde no se puede tocar, beber, hacer o pensar nada; donde, como dijo Bernanos: “el infierno es dejar de amar”.

Estamos, en efecto, frente a una forma de ser Iglesia diferente; propia de este siglo y no de otros, como siempre ha sucedido. Pues aunque permanezca el mensaje y la misión, a lo largo de la cristiandad, la Iglesia ha echado mano de muy diversas representaciones del cielo y el infierno. Quizá hoy, la idea del infierno vacío es una de las alegorías más aterradoras, tanto para los que se creen justos, como para los que saben que no lo son.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

ebv

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