Felipe Monroy

Obispos y política en la coyuntura legislativa

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Hace años, durante el álgido debate respecto a una polémica iniciativa de ley en la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México, encontré a un sacerdote afuera del recinto parlamentario en Donceles donde la multitud gritaba y arengaba con consignas políticas; le pregunté si estaba a favor o en contra de la reforma propuesta. Su respuesta fue simple: “Yo no sé mucho de leyes; pero soy párroco de todos los legisladores allá adentro”. En efecto, el religioso era titular del territorio parroquial y durante sus años de estancia allí –me confió– intentó revertir la tristemente popularizada idea de que “la política y los políticos son un asco”.

Muchos años más tarde, el papa Francisco reunido con los obispos mexicanos en Roma les indicó que al episcopado no le competía aportar soluciones técnicas ni adoptar medidas políticas que sobrepasen su ámbito pastoral. Aquel párroco capitalino comprendía bien que su opinión de los asuntos técnicos sobre alcances de la legislación mexicana no era tan importante como su servicio moral y espiritual a los políticos, fueran quienes fueran. Entonces, ¿qué tipo de crisis política o qué riesgo mayúsculo para el pueblo de Dios advierten ahora los obispos para posicionarse pública y políticamente a favor de un específico criterio de lectura de la ley en medio de una resolución que deben tomar exclusivamente los funcionarios y especialistas en materia electoral?

El escenario sopesado por los obispos está lleno de supuestos mediados por sectores con intereses políticos propios; y, sin duda, se trata de un momento histórico de grandes definiciones porque el estilo de gobierno y administración del poder que se ha visto en los últimos años evidencia que la transformación de la vida pública del país no es sólo estética o superficial sino que, por lo menos en el deseo, busca la constitución de un modelo de nación distinta a la que se consolidó durante la época de los gobiernos tecnócratas neoliberales.

Esta circunstancia parece ser suficiente para que los líderes religiosos intervengan y hagan una petición indirecta a los funcionarios y magistrados para que “respeten tanto la ‘idea’ como ‘el espíritu de las leyes’… y evitar una injusta sobrerrepresentación de algunas fuerzas políticas”.

Además, el episcopado mexicano ha interpelado directamente al presidente López Obrador y a los funcionarios de su gobierno para “que se abstengan de cualquier tipo de intervención o presión sobre las autoridades electorales en las decisiones pendientes” mientras ellos mismos sugieren a las mismas autoridades electorales cumplimentar sus responsabilidades bajo los criterios que a su parecer son los necesarios: “confiamos en que prevalecerá el sentido común, la recta razón y la sensatez al aplicar los criterios jurídicos en esta controversia”.

Estas sendas peticiones a funcionarios del Estado mexicano suceden en un momento importante para el país respecto a la necesaria actualización de la complicada historia entre las instituciones religiosas con la política. En primer lugar, porque algunas herencias políticas siguen considerando que la dimensión espiritual-religiosa debe limitarse a la vida interior y, en su caso, a la celebración privada de su fe sólo en los límites de sus templos. Y, en segundo lugar, porque no pocos liderazgos religiosos mantienen intereses políticos utilitarios e inmediatistas en medio de crisis y coyunturas de incertidumbre democrática.

Bajo esas dos preconcepciones –no necesariamente justas– es que quizá sorprenda y moleste ligeramente el posicionamiento político asumidos por la cúpula episcopal mexicana respecto a lo que ‘técnica’ y ‘jurídicamente’ deben hacer las instituciones políticas y electorales del país. Sin embargo,como los mismos obispos explican, los creyentes cristianos están llamados a construir una fraternidad social y una ética colectiva encarnadas en los dramas temporales.

La defensa de la democracia por parte de la Iglesia católica es bastante novedosa tomando en cuenta su origen bimilenario, y no ha sido sino tortuoso el tránsito entre los siglos XIX y XX para comprender y asumir la vida democrática como una forma de gobierno alineada a los principios de potestad divina. Sin embargo, la defensa de una representación de esta naturaleza podría caer en el error de atomizar la sociedad en individuos e intereses; o quizás erigir una perniciosa mirada en la que la participación política de las personas se reduzca a un solo instante (el voto) y en la ganancia numérica de la configuración partidocrática.

La democracia, por el contrario, es un complejo estilo de vida en donde la unidad del representante no es la unidad de los representados; la unidad del cuerpo político no depende sólo de la asociación de las partes en un individuo o un partido o un bando político específico sino en un origen y una trascendencia (el todo) en que, en el pueblo, se encuentra como centro del orden político-jurídico que mejor protege la vida pública, tanto en sus derechos como en sus responsabilidades. Esa es la defensa democrática que requiere el país.

Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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