Opinión
Inmoral e inefable búsqueda de privilegios
“No las armas arrebatadas a los vencidos, ni los carros ensangrentados con las vidas de los bárbaros, ni los despojos conseguidos en guerra. El poder, el verdadero poder, consiste en salvar masas de gente y colectividades”. Las palabras del sabio Séneca en su reflexión ‘Clementia’ sobre el ejercicio del gobierno deja entrever que, aún en las más primitivas teorías políticas, un sutil valor ético y moral es indispensable para no perder de vista la razón de la libertad o la legitimidad del poder.
Por supuesto, era de esperar que tanto la convocatoria para la construcción de una Constitución Moral como la misma distribución de la Cartilla Moral de Alfonso Reyes en pleno siglo XXI levantarían tantas cejas como suspicacias. El pragmatismo del poder (desde el más anodino como el cargar gasolina; hasta el mayúsculo, como cualquier dictadura autoritaria) consiste en pequeñas porciones de egoísta búsqueda de privilegios, de obtención de bienes sin contemplar no sólo los sacrificios o las afectaciones de los demás sino la naturaleza humana que comparten.
En esto coinciden líderes religiosos como el papa Francisco quien señala que una cultura de privilegios egoístas fomenta la corrupción y la violencia mientras se descarta a los indefensos de la Tierra: los niños, los ancianos, las mujeres, los indígenas y los pobres. Pero también es una alerta que hace la vanguardia del pensamiento contemporáneo como el lingüista Noam Chomsky quien ha criticado las formas de poder que, aun sin admirar el egoísmo o el capricho, son capaces de trasgredir la naturaleza humana del prójimo para acallar la moral y la ética que les reclama su privilegio de desecharlos.
¿Por qué es importante que cada tanto nos detengamos para observar a detalle los principios y valores que constituyen nuestra naturaleza y nuestra convivencia? ¿Por qué provoca tanta animadversión el sugerir siquiera que la inercia de nuestras actividades nos arranca de los valores que nos dieron cobijo y libertad en primer lugar? ¿Por qué nos pone irascibles el sólo imaginar que debemos ponernos en zapatos del prójimo en desgracia? ¿Por qué nos lastima tanto pensar por un segundo en el bien del resto antes del privilegio de nuestra persona?
La sociedad o el mero concepto de comunidad están soportados en ideas más complejas que el salvaje egoísmo. Incluso para titanes del liberalismo económico moderno como Dee W. Hock, el éxito de las comunidades radica en “emplear, confiar y recompensar a aquellos cuya perspectiva, capacidad y opinión son radicalmente distintas a las nuestras”.
Las aparentemente inviolables leyes del mercado y la ficticia libertad de nuestras pantallas de entretenimiento nos han colocado en una ruta de solidaridad onanística; sin ninguna clase de compromiso, sin exigirnos humildad o tolerancia o sabiduría. Por si fuera poco, las ideologías modernas (tendientes a sólo buscar cambios legales que justifiquen los controversiales actos morales) también ofrecen panoramas de autosatisfacción personal antes de plantear corresponsabilidades colectivas superiores al gremio. Porque ¿a quién en su sano juicio le pueden incomodar las palabras de los poetas González Martínez o Ruyard Kipling que llaman a tener respeto a la naturaleza o a mantener la templanza? ¿Qué clase de triunfos del poder quieren ver?
TE PUEDE INTERESAR: Páramos de inseguridad