Opinión
La última caída del padre Machorro
El 3 de agosto pasado, justo la víspera del santo que celebra a los sacerdotes, el cura José Miguel Machorro finalmente dejó de respirar; dos meses y medio desde que fuera brutalmente atacado en la Catedral de México. Durante todo ese tiempo el ministro se debatió entre la vida y la muerte debido a las graves heridas que su atacante le provocó. Sin embargo, a lo largo de su ministerio y en el umbral de su agonía, Machorro fue víctima de más de una circunstancia.
Según lo relata la periodista Zoila Bustillo, el 24 de julio de 2010, José Miguel Machorro subió al altar mayor de la Catedral de México y celebró una misa de acción de gracias por sus 25 años de ministerio sacerdotal. Junto a él estuvo el obispo Antonio Ortega Franco, el vicario episcopal que -en nombre del cardenal Norberto Rivera- le encomendó el cuidado de una rectoría y algunos servicios de asistencia social. En aquel entonces, Machorro habló de su historia personal y de las razones de su vocación: “Recuerdo que mi abuela -dijo- rezaba fervorosamente para luego ir a misa a comulgar; esto lo hacía todos los días. Ella me enseñó a amar profundamente a los pobres y a la Iglesia; tenía un gran respeto por los sacerdotes del pueblo, a quienes invitaba con frecuencia a comer a la casa”.
Machorro estudió, fue formado y ordenado sacerdote en la diócesis de Papantla; pero después de serios conflictos en el seminario diocesano local donde colaboraba, el religioso enfiló camino a la Ciudad de México en 1993 donde continuó su ministerio. Tal como consigna el reportaje, Machorro estudió derecho civil y continuó su trabajo con poblaciones vulnerables de la ciudad, incluso la reportera lo llama “defensor de los desvalidos”.
Sin embargo, la condición ‘foránea’ del sacerdote asentado en la Arquidiócesis de México nunca se pudo regularizar; sin estar incardinado, era difícil promover al ministro a actividades de mayor responsabilidad que también pudieran mejorar sus ingresos y su condición de vida. Machorro, al igual que cientos de sacerdotes ubicados en las periferias y las sombras de la megalópolis, contaba con el apoyo de sus generosos feligreses, pero también se veía en necesidad de completar sus ingresos ayudando a sacerdotes en misas que éstos no podían realizar. De hecho, fue uno de estos servicios extraordinarios el que lo puso en el camino de su agresor.
Por supuesto, los medios de comunicación y la Iglesia católica se mantuvieron al pendiente de la evolución de la salud del sacerdote pues, en los últimos 75 años de historia mexicana, no se había registrado un acto tan brutal contra un ministro como el de aquel 15 de mayo cuando el atacante apuñaló a Machorro justo frente al altar del recinto religioso más importante del continente mientras éste terminaba de oficiar los sagrados misterios.
No se puede dejar de lado que las agresiones a sacerdotes y religiosos en la última década prácticamente se han cuadruplicado (9 ministros asesinados entre 1997 y 2007; y 34, del 2007 a la fecha) pero el caso de José Miguel Machorro obliga a reflexionar: no sólo porque el detonante de su muerte sucedió junto al altar sino porque se ha vuelto cotidiano que muchos sacerdotes se ven en la necesidad de realizar estos servicios de suplencia para hacerse de un ingreso extra para su supervivencia; no sólo merece un amplio reconocimiento la actitud de las autoridades arquidiocesanas y los sacerdotes capitalinos de proveer los recursos y gestiones necesarios para que se atendiera oportunamente al sacerdote herido, es necesario que los católicos se pregunten cuánto hacen y cómo supervisan el uso de sus limosnas para que sus ministros vivan dignamente y cuenten con los apoyos necesarios, para que el sacerdote y todos quienes participan en los templos cuenten con recursos suficientes para garantizar su salud, su sustento y su seguridad; y, finalmente, además de la gran cobertura que los medios de comunicación dieron al caso del padre Machorro es preciso reflexionar sobre las fronteras de la privacidad, la especulación y la reducción a “noticia-espectáculo” de una persona que se debatió largas semanas entre la vida y la muerte.
“Es un mártir”, consignó un diario mexicano en la crónica de los funerales del sacerdote José Miguel Machorro; en la fotografía -féretro al pie del altar- aparece el mismo obispo auxiliar que le tendió la mano, Antonio Ortega. Flanquean el féretro algunos sacerdotes que fueron vecinos parroquiales del finado, ellos conocen mejor que nadie los claroscuros de la vida ministerial de su hermano sacerdote, parecen escuchar los vivas al sacerdote muerto que el pueblo exclama y esperan que en esa esperanza se encuentren también ellos.
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ebv