Opinión

Oda gastronómica a la dieta violenta

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Comida y cocina son mucho más que un mero vehículo de supervivencia; es imposible reducir sus esencias a simples factores en una ecuación de equilibrio homeostático. La gastronomía resguarda artes químicas y físicas, dimensiones filosóficas y ontológicas, causes políticos y sociales; la cocina manifiesta los lazos de esa proximidad entre el cuerpo y la mente, la materia y el espíritu; y, por tanto, nuestro contexto y nuestra historia.

¿Alguien en realidad puede despreciar las inquietudes que plantea la gastronomía mexicana?: ¿Cuál es el efecto bioeléctrico de una salsa tatemada y martajada? ¿Cuánta versatilidad tiene una humilde calabaza o el fidelísimo frijol? ¿Qué pueblo seríamos sin los tamales y su monolítica mercadotecnia? ¿Cómo se expresa el poder político en una torta? ¿Cuántos inframundos descendentes puede hacernos cruzar un mole? ¿Cuánto de nuestro lenguaje le debemos al metamórfico taco? O, para seguir la audaz apreciación: ¿Cuánto peso simbólico e histórico tienen las carnitas de cazo? ¿Qué sacrificios mítico-fundacionales debieron ocurrir para que surgiera del fondo de la tierra la majestuosa barbacoa en penca? ¿Cuánto romanticismo nacional reside en unos candorosos chiles en nogada? ¿Qué oscuros rincones de la psique se cierran para siempre después de un bocado de escamoles? ¿Dónde termina la incertidumbre de aquello que no pica?

México y su cosmogonía mestiza requieren pensarse también desde su comida, comprender el papel que juega en la riqueza inmaterial del mundo y en los apetitos de sus pueblos. Es preciso repensar el valor trascendental de la humilde y genial cocina; hay que intentar comprender sus razones, sus exploraciones culinarias sobre la naturaleza y sus productos; analizar su composición, la alquimia de su andamiaje, los efectos de su producción y de consumo. Debemos intentar comprender el profundo significado político y social de una garnacha, la inestabilidad emocional que provocan las quesadillas sin queso, la reconciliación histórica del chilmole de frijol con puerco.

Nuestra gastronomía nos recuerda que quizá no es nuestro cuerpo sino nuestra alma la que está hecha de maíz y que, en el fondo, es la parte más pura. Es el lienzo donde se han levantado y se siguen construyendo los edificios culturales de nuestra historia, el cuenco metafísico donde se conservan los tesoros de la comunión nacional.

Decir que todo esto es “una dieta violenta impuesta por fanáticos y asesinos” tal como aseguró la senadora suplente de la República, Jesusa Rodríguez Ramírez, más que un despropósito es pura infelicidad, es vaciedad de espíritu. No es la primera vez que esta directora teatral evidencia la oquedad de su provocación (“Todas las hembras somos iguales: las vacas, las puercas, las burras…”), incluso la investigadora Rosalyn Constantino no titubea en explicar que “las elecciones estéticas e ideológicas de Rodríguez -explica en su libro Corpus Delicti- expresan su sentido de conexión entre el performance y la política”.

Ni hablar, hay que contemplar con tristeza que para algunos políticos el poder es performance y viceversa, es la puesta en escena de un manifiesto bisoñamente disruptivo. Y, sin embargo, para nuestra fortuna y placer, cualquier persona, incluso un no iniciado, puede comprender lo profundo, honesto, auténtico y trascendente de esencia histórica y política que tiene un taco de carnitas.

@monroyfelipe

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