Opinión

Política y libertad religiosa, bienvenido el debate

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¿A usted le gustaría que un sacerdote o ministro de culto lo apoye públicamente en su campaña política? Supongamos que sí, pero ¿será delito? ¿o será pecado? ¿Estará terminantemente prohibido o habrá maneras de darle la vuelta a la ley? ¿Qué tanto está dispuesto a arriesgar su carrera política en un tema tan escabroso como éste? ¿O quizá sea usted más partidario del rey Enrique IV quien dijo: “París bien vale una Misa”?

Como herencia de la difícil construcción de la identidad e instituciones nacionales laicistas, México aún tiene leyes que exigen a las asociaciones religiosas y a sus ministros de culto a abstenerse de participar de la vida política de sus comunidades; está estipulado en el artículo 14 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público promulgada en 1992 y están confirmadas en las reformas del Estado del 2011 en la que se garantiza la libertad de religión de todos los ciudadanos al tiempo de reforzar que México es un Estado laico. Lo cual parece una buena receta que ha funcionado constructivamente en otros países democráticos modernos.

Sin embargo, es claro que aún falta resolver ciertas ambigüedades e inconsistencias sobre los límites de las asociaciones religiosas y el pleno respeto a las garantías ciudadanas; porque es claro que la aplicación de la ley vigente aún carece de criterios claros y homologados. A veces se señala a un ministro por un delito (por ejemplo, contender por un puesto de elección popular sin guardar los cinco años de veto tras abandonar el ministerio) pero a otros no, a pesar de que hayan realizado la misma acción. Y a veces se vuelven rígidos los criterios legales con ciertas asociaciones religiosas (por ejemplo, participar de actos políticos), pero con otras no. Es decir, el cumplimento de la ley parece estar más sujeto a la arbitrariedad y la casuística que a la razón y el orden.

Uno de estos casos es el que vive ahora el sacerdote católico Alejandro Solalinde Guerra, quien este 13 de julio ha sido llamado a declarar ante el Instituto Electoral del Estado de México (IEEM). Se le acusa de participar en presuntos actos proselitistas durante la campaña política de esa entidad el pasado 4 de junio. Sin embargo, al mismo tiempo, el titular de la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales (FEPADE), Santiago Nieto, determinó que dicha instancia se abstendrá de investigar la denuncia que se interpuso contra este ministro de culto cuyo trabajo a favor de la defensa de los derechos humanos de los migrantes es ampliamente reconocido en todo el mundo.

Esta disonancia finalmente ayuda a que se reabra el debate y se retome el diálogo sobre los considerandos legales que deben garantizar las posibilidades y las fronteras de la libertad religiosa al mismo tiempo de mantener los principios de laicidad del Estado. Y eso es positivo porque podría ayudar a reflexionar con madurez -y ya sin los prejuicios heredados del poder hegemónico-, el valor de la coparticipación social del Estado con todas las estructuras intermedias de la sociedad. Incluidas las asociaciones religiosas que hoy suman 8 mil 830 organizaciones en toda la República mexicana donde participan activamente más de 80 mil ministros de culto.

Y es que un modelo moderno de libertad religiosa en el marco un verdadero Estado laico podría ser la verdadera fórmula para evitar que las asociaciones religiosas sean vistas por los partidos políticos o las autoridades del Estado como una fácil clientela política, como un bastión masivo de votos uniformados o un gremio legitimador de su autoridad, sino todo lo contrario: como grandes grupos ciudadanos que, desde la pluralidad, comparten valores y principios religiosos, cuya responsabilidad ética y ciudadana les obliga a participar con independencia y madurez por el bien común, a veces a favor de ciertas propuestas políticas y a veces en contra. Lo que no debe sorprendernos mucho porque así es (o debiera ser) la democracia.

refm

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