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Relato de un bracero

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Agustín vio en el periódico Excélsior un anuncio del gobierno de Estados Unidos en donde solicitaban personas que se fueran a trabajar a su país en ranchos, ya fuera en los estados de Texas o California. Los que estuvieran interesados tenían que ir a un estadio ubicado en frente del Panteón Francés.

A sus 21 años partió hacia California. En San Bernardino llegó a un rancho con extensas hectáreas. Por un lado había árboles con duraznos. Por otro, estaba un lugar donde las uvas se convertían en pasas: éstas las mandaban al ejército estadounidense que luchaba para aniquilar el nazismo en Europa. El trato de los dueños era amable. Los trabajadores tenían su comedor y había personas que les servían la comida.

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En el rancho había dos mayordomos: el bueno y el malo. Los dos eran estadounidenses.  Los días que tenían libres se iban a pescar. El malo siempre les presumía su caña. Cuando Agustín y sus compañeros pescaban con una rama y un hilito, se reía de ellos.

Hasta que un día se dieron cuenta que los peces saltaban y muchas veces se salían. Entonces decidieron ponerse uno de cada lado. Veían de qué lado salían los pescados, después se avisaban y salían corriendo a recogerlos. Esa fue la nueva forma en la que pescaban. Cuando pasaban de regreso, se atravesaban en frente del mayordomo. “¡Goddam!”, les gritaba.

El mayordomo bueno acogió a Agustín. Se volvieron amigos. Su amistad fue gracias a su poco español que hablaba y sus faltas de ortografía a la hora de escribir.

Agustín era como su secretario. Le ayudaba a escribir sus cartas. Con el paso del tiempo le enseñó. Siempre que veía a Agustín, al mayordomo le recordaba a su amigo que había muerto en la Guerra. Un día llevó a Agustín a conocer a la mamá de su amigo. Cuando lo vio la señora se le escurrían las lágrimas. No podía creer que en su casa estaba alguien igualito a su hijo. Ese mismo día conoció a otras personas que habían perdido a sus hijos en la Guerra.

Todo lo que en el frente de batalla lo escuchaban en el radio cuando estaban en el comedor. Muy pocos de los trabajadores entendían inglés pero todos se ayudaban.

Agustín se hizo amigo de otro joven. Cuando descansaban se iban a la aventura a conocer nuevos lugares cerca de ahí. Dieron a una vía donde pasaba el tren. Era un lugar extraño porque se encontraron cosas que nunca imaginaron, como una pistola.

Agustín flechó a una de las mujeres que les servía la comida a los trabajadores. Una mujer alta: su cabello era rizado y castaño claro, sus ojos eran verdes. También estadounidense. Él y ella comenzaron una relación.

La muchacha estaba muy enamorada de él. Hasta que ella le empezó a insistir que se casaran. Él pensó las consecuencias que le podría traer al casarse, ya que entraría a las listas para irse a luchar a la Segunda Guerra Mundial – algo que a Agustín le causaba temor–, aparte de que él sólo se había ido para conocer y tener una experiencia en los Estados Unidos.

Llegó el momento en donde sintió que su estancia ya había sido larga. Fue cuando su amigo y él decidieron regresar a México. Cada uno siguió por distintos lados.

Su amigo se fue a Chiapas y posteriormente entraría a trabajar a Petróleos Mexicanos en Veracruz. Por su parte, Agustín regresó a la casa de sus padres y trabajaría en el puesto que tenía su familia en el mercado de San Cosme, en donde vio por primera vez al amor de su vida.

Ahora Agustín tiene 94 años y está sentado en su sillón favorito. Tiene su cabeza reclinada en el respaldo y sus ojos apuntando al techo. Desde esta posición revive fragmentos de su vida, como este del Rancho Solid.

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