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Soberanía, corrupción y las tragedias que no cesan
El claro que las tragedias –con cierta excepción de las que provoca la cruel naturaleza- están directamente vinculadas a la corrupción. Es más, incluso los intempestivos fenómenos naturales golpean con más brutalidad en aquellos que han sido víctimas de la corrupción; ya sea porque sus casas fueron levantadas en terrenos a todas luces inestables pero aprobados en el cochupo de inspectores o porque los servicios médicos a los que tienen derecho son secuestrados por infames prestidigitadores de los recursos públicos.
El combate a la corrupción es, sin duda, el más apremiante desafío de las sociedades contemporáneas pues es indignante tanto que enfermos con cáncer sean tratados con agua destilada como que villorrios enteros dependan del indigno retruécano caritativo de líderes políticos: “Dénme para que les dé”. Pero, la pregunta que hoy muchos países se hacen es: ¿Combatir la corrupción a costa de lo que sea?
Lo anterior porque en un sencillo restaurante de la ciudad de Guatemala, donde ahora me encuentro, un par de meseras sirven las primeras tazas del café en el desayuno mientras, cruzando la calle, policías ministeriales irrumpen en uno de los edificios del Congreso Nacional de este país para arrestar a dos legisladores acusados por fabricar ‘plazas fantasma’.
La escena, me dicen, se ha vuelto tan cotidiana que ninguno de los diputados presentes en el restaurante soltó su tenedor ni dejó de sorber pausadamente el café de la mañana. El porqué de su impasividad reside en el criterio que rechaza que el combate a la corrupción se haga en detrimento de la soberanía nacional; es decir, los funcionarios acusados de corruptos aún tienen bajo la manga el argumento de la soberanía.
La premisa es simple: el combate a la corrupción en los órdenes de gobierno sólo puede realizarse por organismos independientes al Estado; pero, al mismo tiempo, las decisiones de esos organismos podrían vulnerar la soberana elección del pueblo que hace de sus representantes. Al final, me explica un diputado, se tiene un pueblo rehén de la ‘corrección política’ que dictan organizaciones internacionales no emanadas de la voluntad democrática del pueblo.
¿Extraño? En absoluto. Esto no sólo sucede en Guatemala. En muchos de los países donde la corrupción se ha arraigado en la cultura política, el grito desesperado de la población parece dar carta abierta a organismos internacionales para que intervengan directamente en las políticas públicas; que ‘nos rescaten’ del monstruo de poder y privilegios que se creó bajo el amparo del remedo democrático.
Entonces, ¿en un país democrático seguirá contando o no la voluntad del pueblo? ¿Para qué hacer la farsa de elegir representantes populares si de cualquier modo son los lobbies que operan en las organizaciones internacionales los que definen las políticas públicas? ¿Cómo se hace presente el lamento del pueblo en el camino democrático de su patria? ¿Con la voz de sus víctimas y con los brazos de sus ciudadanos o sólo bajo la conducción de organismos aparentemente neutrales, aparentemente impolutos? ¿Qué tanto margen conserva la ciudadanía para ejercer su voluntad sobre el destino de sus políticas públicas y los idearios que desean conservar como nación?
Más vale que nos hagamos estas preguntas hoy más que nunca y constantemente porque la corrupción en los países de aspiración democrática continúa siendo un flagelo terrible y las tragedias que lloran millones de víctimas parecen perpetuarse y normalizarse en nuestra cotidianidad; aunque, como diría el nobel Miguel Ángel Asturias: “Nada es comparable al grito de una pequeña porción de hueso y carne con piel humana frente al diablo colgado de la nuca”.
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@monroyfelipe
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