Análisis y Opinión
De las sanciones a la madurez democrática
La semana pasada, la Sala Regional Especializada del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación discutió amplia y profundamente cinco casos de potencial vulneración al Estado laico presuntamente cometidos por dos cardenales, un obispo y dos sacerdotes mexicanos durante el proceso electoral de 2021; en su opinión, los ministros de culto quebrantaron principios constitucionales sobre la separación de la Iglesia y el Estado que afectaron la equidad y la igualdad durante la contienda política.
Durante la presentación de argumentos, algunos magistrados dieron crudas apreciaciones contra los clérigos: “Se valen de su posición para manipular el voto” y “utilizan la fe para orientar o desorientar el voto, por lo tanto, el voto no es libre”, dijeron. Los magistrados turnaron a Gobernación su resolutivo en espera de que sea dicha instancia la que defina las sanciones contra los ministros de culto.
Como se sabe, las leyes mexicanas respecto a la libertad religiosa están atadas a condiciones históricas sumamente peculiares: tanto la Reforma como las leyes constitucionales post-revolucionarias no sólo separaron a las iglesias del Estado, sino que acrisolaron prejuicios y resentimientos entre el poder político y el poder eclesiástico que condujeron inexorablemente a la cruel, fraticida e ignominiosa Guerra Cristera. Luego, tras un largo periodo de silencio, simulación y convivencia utilitaria, se concretó un sustancial avance con el reconocimiento oficial de las instituciones religiosas. Reconocimiento que, no obstante, aún conserva prejuicios y sospechas contra las iglesias y sus ministros.
La muestra está en la resolución de los magistrados que parece confirmar que los ministros de culto, si no se les mete al orden, son capaces de utilizar cualquier medio para influir contra la libertad ciudadana en la elección de sus representantes políticos. El problema de esta hipótesis es la crítica que se hace a la madurez ciudadana, no tanto a las intenciones de líderes religiosos. El conflicto parece estar en una disputa de paternidad sobre una ciudadanía aún infantil, maleable y manipulable.
Lo triste es que parece que nada ha cambiado en cien años. Apenas el 14 de noviembre pasado se cumplió un siglo del atentado dinamitero contra la Virgen de Guadalupe que, si bien nunca se ha comprobado que el gobierno revolucionario de aquel 1921 fuera artífice directo, sí se ha verificado que, por lo menos, protegió y controló tanto al autor material como a los autores intelectuales.
Una de las tesis históricas de aquel evento explica que, en el nacimiento del ideal post-revolucionario mexicano y de sus primeras instituciones sociales, el nuevo Estado tuvo que engullir todas viejas instituciones para crear las nuevas pero el símbolo de la institución católica mexicana (Guadalupe) era imposible de devorar. Su destrucción parecía condición indispensable para un nuevo país; su milagrosa supervivencia, el fracaso de cierto proyecto revolucionario.
En todo el siglo XX, el Estado no renunciará a querer controlar la fe y las expresiones religiosas del pueblo; negándole el derecho a vivir en madurez su ciudadanía y su libertad religiosa: Un Estado que pareció siempre exigir una esquizofrénica realidad que divide la conciencia política de la conciencia religiosa en cada mexicano. Y no es sólo atavismo para la autoridad civil, muchos líderes religiosos también continuaron creyendo que su influencia política sobre el poder debía ser la esencia de su misión. Todavía en 2016, ante los obispos de México, el papa Francisco justo criticó esta actitud de perseguir ‘los carros de los faraones de hoy’ y pidió a los próximos sacerdotes ‘no ser clérigos de Estado’.
La experiencia reciente nos confirma que estas posturas son ya anacrónicas: ni la orientación religiosa del voto o de la conciencia política se concreta en las opciones de los ciudadanos, ni el prejuicio de trasnochados jacobinismos concreta la separación mental entre la conciencia religiosa y la conciencia política de un ciudadano libre.
En el reciente proceso electoral, por ejemplo, un obispo católico se arriesgó a violar la ley para pedir a su grey el voto por una candidata y un partido; perdieron. Ahora los magistrados piden sanción a otros ministros porque suponen que utilizaron la fe para manipular a los ciudadanos, ¿creerán que los ciudadanos aún no tienen madurez democrática para conciliar con libertad sus convicciones éticas y morales con sus aspiraciones políticas?
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*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe