Análisis y Opinión

La percepción de la corrupción

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En estos días cuando se habla de política, inseguridad o bien de los asuntos de orden económico, no existe un concepto más utilizado por las personas que la palabra corrupción. Aunque desde el sentido común, todos coincidimos en cuáles podrían ser sus características y sus causas, no nos es posible encontrar una solución eficaz para neutralizar el fenómeno. No hay duda de que en este país si un tema domina la agenda pública y la narrativa del gobierno es el combate a la corrupción.

México – al menos desde la imaginación – se percibe así mismo como uno de los países más corruptos del mundo; una crítica desproporcionada y con falta de perspectiva. Los habitantes de este país que han comprado esta verdad a medias o bien aceptan la corrupción y participan de los actos que demanda, o bien la aborrecen y simulan evitar su participación directa. La narrativa del combate a la corrupción de este gobierno es inexacta – por no decir falaz y mentirosa – pues se basa en percepciones subjetivas y no toma en cuenta otras variables.

De acuerdo con Transparencia internacional en su Índice de Percepción de la Corrupción 2019 (CPI por sus siglas en inglés) que evalúa a 180 países, nuestro país aparece en el lugar 29, es decir, que México se ubica a 145 lugares de las 6 naciones “menos corruptas” del planeta. Pero no dejo de arquear las cejas cuando se califica mejor a Azerbaiyán, Pakistán o a Sierra Leona (sí, Sierra Leona) que a México, una de las 20 economías más competitivas del planeta. Esta es hasta el día de hoy, la narrativa del gobierno mexicano sobre el pasado y seguirá siendo así durante un par de años más, hasta que le afecte.

Si bien no es mi intención descalificar a Transparencia Internacional por su índice – al menos existe – lo que me provoca desconfianza es leer un estudio en el que Emiratos Árabes Unidos rankee mejor que Estados Unidos o en el que Cuba esté por encima de la mayoría de los países de América Latina (dixit).

El consenso de cada quien

De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la RAE, la corrupción se define como aquellos actos que en organizaciones, especialmente en las públicas, en los que se utilizan las funciones y medios de estas en provecho económico o de otra índole de sus gestores. La inteligencia colectiva no se equivoca al percibir la corrupción como un conjunto de actos profundamente relacionados con el poder o con personas que poseen poder y no hay mejor manera de entender la corrupción como un subproducto del mismo.

En Leviatán, el filósofo Thomas Hobbs compara al estado con un “hombre artificial” de inmensa proporción, creado por la sociedad con el único objetivo de protegerla. Este hombre descomunal, al igual que los humanos reales, tiene un alma artificial – la soberanía – que le da vida y movimiento; que está constituido por órganos, músculos y tendones – los tribunales, las instituciones y los funcionarios públicos. ¿Acaso no sería perfectamente racional entender la corrupción como una función fisiológica de este ente descomunal? Sí, aquellos expertos que administran – o viven de – el sistema, saben de sobra que es un hecho indeseable pero inevitable. 

La ineptitud o ineficacia pagada con dinero público es otra forma de corrupción”, esta frase de la escritora Denisse Dresser, es confesional de ello. La corrupción entonces es un asunto de percepción dependiendo del lugar donde se observe o se viva. Los ciudadanos fuera de las estructura del poder, podrían señalar como actos de corrupción bastantes reglas del funcionamiento del estado. ¿Acaso es corrupto que el estado prohíba las aportaciones particulares para los partidos políticos? ¿Si no hay costo entonces a quién responden estos partidos? Los políticos mexicanos opinan lo contrario.

Lo que hace sumamente difícil lograr una nación menos corrupta, no es el consenso, todos coincidimos que es algo nocivo para la sociedad. Las clases acomodadas tienden a percibir la corrupción como algo inmoral y tratan de alejarse de aquellos que la practican, su percepción del daño a su vida es menor – no porque se beneficien de la corrupción – sino porque a mayores ingresos, las personas más adineradas son más cuidadosas de sus relaciones y adquieren mejores redes de protección social. Mientras que para las clases medias, que han accedido a mejores niveles de vida (pero con mayor esfuerzo), es un asunto de preocupación y presuponen que el estado debería reducirlo en la medida de lo posible, ya que les es más costoso vivir con ella.

Las clases populares no perciben la corrupción de la misma forma en que lo hacen las anteriores, ya que su ecosistema está más alejado de los recursos de protección que el estado provee. Pareciera que para las personas menos favorecidas la corrupción está profundamente relacionada con su forma de vida; es un asunto personal, que conecta más con lo emocional que con lo racional. Para la población más pobre lo corrupto no es aquello que le afecta, es lo que representa, lo que le impide progresar; esto explicaría la exigencia de más estado en las zonas marginadas.

Ni el índice de Transparencia internacional que se realiza con sondeos del sector privado y “expertos” en materia de corrupción, ni las evaluaciones de normas administrativas serán suficientes por sí mismas. No incluyen la percepción de los distintos niveles socioeconómicos y tampoco considera análisis de medios digitales. Mientras no exista una conversación seria que tome en cuenta la inteligencia de los expertos, la inteligencia de la sociedad y a la inteligencia proporcionada por la tecnología, seguiremos secuestrados por las creencias y ocurrencias de los políticos.

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