Opinión
Ciudadanía, nuevos protagonistas y retos mediáticos
A las 20:30, un funcionario de primera línea institucional cita un tuit de un reconocido periodista quien a su vez ha compartido una nota que reprodujo su medio a partir de una denuncia que dio a conocer cierta organización. Pensémoslo de esta manera: ni al funcionario, ni al periodista ni a la redacción que compartió la acusación les constan los hechos denunciados; pero a las 20:30 el funcionario los ha validado como verdaderos y objetivos; y el resto de medios soportará ahora la veracidad de la historia amparados por la investidura del funcionario.
Lo que ha hecho el líder institucional ha sido un acto de fe, de confianza y credibilidad; en realidad nadie cuestionará después al periodista ni al medio ni a la organización que transmitieron la historia sino al funcionario que después juzgará a conciencia el cedazo de su crédito. Independientemente si la primera versión de la historia es real o falsa, lo que sucede en los modelos de comunicación actuales coloca en una muy frágil posición lo que aún se empeña en llamarse “información oficial”.
Hemos visto estos ejemplos casi a diario. A veces son casos dramáticos e inolvidables, pero lo que preocupa es todo ese denso tejido de noticias que la ciudadanía comienza a dejar en una zona gris de incredulidad o peor, de indiferencia. Una densa madeja de información que representa un gasto enorme a las instituciones que desean colocar su mensaje en lectores, audiencias y usuarios con éxitos pírricos.
Gran parte de los medios de comunicación han mantenido una posición sumamente cómoda como transmisores de “información oficial”. De hecho, basta un vistazo por casi todos los soportes mediáticos para descubrir que la fuente de su información es, muy pocas veces, la que se ha planeado con cuidado en las mesas de redacción. Al trabajo ordinario del periodismo (partir de una inquietud, investigar, validar los datos, contrastar las fuentes y relatar los pormenores de ese itinerario) se le llama con frecuencia “investigaciones especiales”, casi como si fuera un esfuerzo extraordinario esa labor que no es sino el mínimo de responsabilidad que adquiere un medio como servicio a la sociedad.
Sin embargo, a partir de sacudidas sociales como la que dejaron las tragedias de septiembre en México, hemos visto cómo la ciudadanía, con los nuevos modelos que tiene para comunicarse y los nuevos protagonistas que validan y certifican la información, terminan por desplazar a los liderazgos tradicionales que hacían esa verificación sólo con la investidura de su cargo. El fenómeno no es nuevo, ya venía sucediendo; pero son las crisis las que mejor evidencian la profundidad de los cambios.
Y en el fondo, quienes más se preocupan por este viraje no piensan en la veracidad o en el daño que puede hacer la transmisión de falsas noticias, sino en la pérdida del poder que han detentado gratuitamente casi por designio omnímodo.
Allí está el reto mediático: construir credibilidad sin apelar al tótem ajado. Porque no importó cuánto esfuerzo e inversión dedicó ese otro funcionario a limpiar la imagen de su gobierno tras una nota que brotó desde la indignación ciudadana, no importó a cuántos influencers pagó ni a cuántos medios vendió su explicación, ni siquiera pudo alzar la voz bajo la intensa rechifla que le propinó el vulgo.
La ciudadanía camina con cierta celeridad para reemplazar un polo de poder que fue cedido en otro contexto y circunstancia; y los medios no pueden sólo sustituir al presunto dueño de esa verdad de manera automática. Como antes y como siempre nos es indispensable un buen ejercicio periodístico en la ruta y sobre las fronteras de nuestra historia.
@monroyfelipe
Columna Invitada
Dios en la ecuación del riesgo de desastres

En protección civil aprendimos desde el inicio que el riesgo de un desastre no es un misterio ni un capricho del destino. Es una ecuación implacable: el riesgo se calcula multiplicando el peligro por la vulnerabilidad, dividido entre las capacidades que tengamos para resistir (R = P x V / C). Así mitigamos el impacto de terremotos, incendios o huracanes. Pero esa misma lógica —tan matemática, tan fría— también explica, si atendemos la violencia como un fenómeno perturbador, antropogénico y socio-organizativo, por qué hoy nuestras calles sangran, nuestros hijos se pierden y nuestros hogares se tambalean. Comprenderlo es el primer paso para dejar de fingir sorpresa y empezar a construir verdadera resiliencia.
La gestión del riesgo, en una visión simplificada y práctica, tiene tres etapas clave: la prevención, que como padres nos corresponde priorizar; la atención de la emergencia, que es tarea urgente para las autoridades en medio del gravísimo problema que vivimos; y la continuidad, ese pilar que nos ayuda a construir resiliencia y a encontrar desde todos los frentes cómo seguir adelante.
El peligro siempre ha estado ahí: la maldad humana, latente, dispuesta a emerger. La vulnerabilidad somos nosotros, nuestras familias, nuestros hijos cada vez más fragmentados y solos. Las capacidades, ese reservorio de educación, valores, solidaridad y amor que antes sostenía a la comunidad, hoy aparecen debilitadas. Por eso el riesgo social se dispara.
Es matemática pura: cuando la maldad se combina con niños vulnerables, sin principios claros inculcados en casa —no en las aulas—, sin amor que los contenga ni Dios que ordene el alma, el riesgo alcanza niveles insostenibles.
Ninguna campaña gubernamental ni presupuesto millonario logra reparar lo que primero se fractura en el hogar, donde durante décadas sustituimos el compromiso por una permisividad cómoda, y esas costumbres, como dice la canción, terminaron convertidas en leyes.
Fernando Pliego documenta en Las familias en México que en 1970, cuando el divorcio se legalizó, apenas rondaba el 5 %; la violencia intrafamiliar era del 35 % y los feminicidios se situaban en 2.7 por cada 100,000 mujeres. Para 1990 los divorcios ya duplicaban esa cifra y los feminicidios crecían silenciosos. En 2010 los divorcios alcanzaron el 20 % y, aunque algunos indicadores mostraban una ligera baja en violencia, seguía siendo alarmante. Hoy, con un 25 % de matrimonios que terminan, los feminicidios se han disparado un 135 % en solo seis años. La matemática social no miente: cuando la familia se fragmenta, el riesgo social se multiplica. Nos vendieron la idea de que el divorcio solucionaría la violencia, sin entender que lo que suele fallar no es la unión misma, sino cómo se vive: sin respeto, sin responsabilidad.
Y que quede claro: donde hay agresión, cárcel sin titubeos; pero fuera de esos casos, el divorcio masivo dejó un vacío moral que hoy llenan algoritmos, influencers sin brújula y cantantes que desde el escenario glorifican el crimen o promoviendo el consumo de drogas “como buen hermosillense”.
¿De verdad creemos que esto surgió de la nada? ¿Que la violencia es un rayo que cayó al azar sobre una ciudad inocente? No nos engañemos. La violencia nace de miles de pequeñas renuncias: padres que eligieron el egoísmo antes que el sacrificio, madres que por cansancio o soledad bajaron la guardia, abuelas que aunque quieren ya no pueden, y gobiernos rebasados por su propia complicidad o indiferencia. Pero no carguemos toda la culpa en los gobernantes: no llegaron de Marte, son producto de la misma sociedad que los puso ahí.
Lo que no se enseña en casa termina explotando en la calle. Lo que no se cultiva con amor, disciplina, valores —y sí, con Dios— tarde o temprano se convierte en el reflejo más oscuro de nosotros mismos.
Así como después de un sismo reforzamos columnas para evitar el colapso, hoy urge reforzar nuestra base familiar: volver a hablar del bien y del mal sin miedo a parecer anticuados, volver a poner límites, enseñar respeto, dar ejemplo e invitar a Dios a la mesa. Porque al final, aunque suene “mocho”, es pura lógica: cuanto más Dios hay en el corazón de nuestras familias, menor el riesgo de colapso; cuanto menos, el desastre deja de ser una probabilidad para convertirse en una certeza.
Tres niñas asesinadas en Hermosillo no son un accidente ni un hecho aislado: son el grito desgarrador de un riesgo que hace tiempo dejó de ser una posibilidad para volverse rutina. Es algo que nos debe de poner a repensar, porque tan valiosas sus vidas como las de 49 angelitos que recordamos cada 5 de junio, todos victimas de una mala gestión del riesgo.
Cada día alimentamos ese riesgo, casi sin darnos cuenta, al decidir cuánta ternura, cuánta presencia, cuántos valores y cuánta luz dejamos entrar a nuestro hogar. Por eso no sorprende que México viva sus horas más negras: mujeres asesinadas solo por serlo, niños que aplauden el crimen como destino, ciudades que se desangran. Porque cuando el bien está ausente, el riesgo deja de ser un simple cálculo… y se convierte en tragedia.
Mtro. Guillermo Moreno Ríos
Ingeniero civil, académico, editor y especialista en Gestión Integral de Riesgos y Seguros. Creador de Memovember, Cubo de la Resiliencia y Promotor del Bambú.
[email protected]

La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx
Columna Invitada
¿Nos alcanzará el invierno demográfico?

Asistí a Misa el sábado pasado en calidad de padrino de Confirmación de un chaval de 10 años; antes de la ceremonia hubo un Bautismo que presidió un diácono con algo de desdén: apenas en 15 minutos completó el ritual, despachó a la gente e invitó a los siguientes padres a iniciar la siguiente liturgia, también llevaban a un bebé a bautizar. La prisa –me explicaron después– se debió a que hubo tres Bautismos ese día y había que terminarlos rápido antes de que comenzaran las Confirmaciones. Mientras esperamos, entró uno de los primos del chaval que acaba de ser padre, iba junto a su mujer y su pequeñito a la Misa. Ni los padres ni las madres de los tres bebés tienen más de 20 años. Y el sacristán me confirmó suspirando: “Es así cada sábado”.
Al terminar el compromiso recibí un mensaje sobre un estudio a propósito de la cuestión demográfica en América Latina y en él se apunta algo que, en el contexto, parece falso o por lo menos contraintuitivo: “Cada vez nacen menos niños y nos acercamos al invierno demográfico como el europeo”.
El estudio afirma su parecer con datos concretos. Hay un colapso de la natalidad en varios países. Únicamente Paraguay y Bolivia (2.44 y 2.58 hijos por madre) alcanzan cifras de reemplazo generacional; el resto de países del continente parecen haber congelado su propio futuro: Chile y Colombia apenas alcanzan el índice de 1.0 hijos por madre; y lideran el desplome de procreación que el “Continente de la Esperanza” llegó a tener hasta hace un par de décadas.
El tema es relevante porque en algunas naciones del subcontinente, como Uruguay, ya se registran más defunciones que nacimientos; y países como Argentina, Chile y Brasil tienen tantos nacimientos como defunciones. En este contexto, hay otros fenómenos que cambian las relaciones socioeconómicas en crecimiento: la gente cada vez más opta por vivir en soledad. Los hogares unipersonales y los divorcios han aumentado significativamente, mientras los hogares nucleares y liderados por un matrimonio van en picada. Sólo México y Brasil mantienen índices altos –aunque irregulares- de nupcialidad.
Los apocalípticos podrían decir que todo el continente avanza hacia un suicidio demográfico; en parte por los cambios culturales y económicos de la sociedad moderna; y en parte por las políticas de los organismos supranacionales que, sin ruborizarse promueven una visión de “progreso económico pero sin ciudadanos que requieran asistencia o justicia social”.
Sin embargo, en aquella parroquia periférica, con tantos padres adolescentes y tantos bebés que, en un puñado de años también tomarán sus propias decisiones, parece que estas alarmas demográficas no les parecen tan apremiantes. De hecho, sus preocupaciones son más inmediatas, se trata de su propia supervivencia bajo una idea muy divulgada por mega empresarios y líderes políticos ‘libertarios’: en donde la justicia social y el bien común son ‘enfermedades’ de las sociedades competitivas y en las que sólo el más listo, el más apto y el más vival (o el más gandalla) tendrá acceso a los frutos de la meritocracia.
Con todo, sí hay algo en lo que convergen ambas realidades: Hemos dejado de soñar colectivamente. Entre las falacias meritocráticas y la popularización del “self made man” (esa persona cuyo supuesto éxito es fruto de su propia creación) en los puestos políticos y económicos de mayor impacto, los individuos corren el riesgo de creer que sus propias fuerzas bastan para remediar los males de sus únicos egoísmos. En la renovada propaganda ‘libertaria y meritocrática’, la privatización de todas las dimensiones de la vida social y colectiva son las respuestas tanto a la corrupción como al pasmo burocrático; sin embargo, si queremos que los hijos y su crianza salgan de la categoría de “un lujo prohibitivo” debemos creer en las instituciones sociales, en la justicia social, en la comunidad, en industrias y empresas que cumplan tanto con los trabajadores como con los impuestos estatales y sí incluso hay que creer en los gobiernos que tienen puesta la mirada en la colectividad.
El estudio del REDIFAM revela que los habitantes de 6 de cada 10 países latinoamericanos no están apostando al futuro, al juego largo. Su media de nacimientos no alcanza el índice de reemplazo generacional. Y tarde o temprano se enfrentarán a las crisis sistémicas de los países envejecidos como los europeos: vaciamiento de localidades, sustitución de labores en manos de migrantes, cambios culturales y riesgos sociales mayúsculos por mecanismos egoístas de pensiones, donde sólo mediante la corrupción o el apalanque se alcanzan beneficios de pensiones satisfactorias mientras se le regatean mínimos a la mayoría de la población envejecida.
Vuelvo a los jóvenes padres y a sus bebés en ese rincón semi-urbanizado de México; todos viven en hogares multigeneracionales que son la última trinchera contra la pobreza y el descarte. Los nuevos padres y sus hijos viven en los hogares de abuelos y hasta de sus bisabuelos pero parecen estar condenados a desarrollar su propio proyecto de vida. Es decir, que en las realidades donde se enfrenta el “invierno demográfico” premia también una losa de pobreza sistémica: mientras los amplios hogares de clase media alta y alta tienen un promedio de 2.6 integrantes; las pequeñas casas de los pobres se encuentran hacinadas con más hasta una decena de familiares (el promedio internacional en AL ronda el 5.3%).
La lucha contra el ‘invierno demográfico’ será integral o no será. Implica la capacidad de imaginar futuros compartidos, enseñar la esperanza del nacimiento de bebés con proyectos familiares independientes y libres, soportar las estructuras sociales de servicio a los jóvenes matrimonios y a sus hogares en construcción; es necesario, pues, alimentar una confianza radical en la economía, en las instituciones, en el amor conyugal y familiar con mirada al bien común, no al “sálvese quien pueda”, “rásquese con sus propias uñas” y por supuesto lejos de las falacias meritocráticas de quienes nacieron con capitales económicos.
El invierno demográfico es una crisis de sentido, no de productividad. Ya sea en las urbanidades desiertas que anticipan la crisis demográfica o en esa parroquia marginal donde los niños siguen naciendo en precariedad y temor, es necesario poner un “nosotros” que trascienda al individuo. El invierno demográfico se conjura recuperando la fe en el porvenir; la confianza de que todos tenemos espacio para la esperanza.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Columna Invitada
¿Qué es la verdad?

“¿Qué es la verdad?” Dicho de Poncio Pilatos, poco antes de lavarse las manos para condenar a Jesucristo.
Como si tuviéramos pocos temas para debatir, en los últimos días se ventilaron en los medios, acusaciones a un expresidente mexicano: una denuncia de empresarios israelíes en una investigación sobre asuntos de corrupción de sus empresas en el extranjero. Ahí se dijo, y hasta donde se sabe no se ha podido demostrar aún, que estos hombres de negocios habrían dado dinero al mandatario, con el objeto de que adquiriera un software para vigilar a los ciudadanos.
Hay que reflexionar sobre ello y sobre el asunto, más a fondo: ¿qué es la verdad en temas de interés público? Es claro que los medios se han adelantado a dar por hecho, dichos que aún no han sido comprobados. Hay acusaciones como esas, que se dirigen periódicamente a la clase política. Vale la pena analizar esos casos.
Muchos asuntos denunciados y no comprobados, sirven para impulsar la agenda de los partidos políticos. No es fácil tener una verdadera certeza en esos casos. Lo que se ha propuesto como una posible solución para asuntos complejos, como estos, es la creación de comisiones de la verdad. Eso significa establecer grupos que revisen las acusaciones, que a veces pueden tener una antigüedad importante y definir, con base en sus investigaciones, qué hay de cierto en ellas. Son agrupaciones que se dedican a analizar y llegar a una conclusión creíble para la mayoría de la ciudadanía, en los temas que se están investigando, buscando llegar hasta donde sea posible, a establecer cuál es la verdad de esos hechos. No hay escasez de temas: desde algunos tan antiguos como las matanzas de Huitzilac, pasando por el 68, por Acteal, hasta la corrupción y los desaparecidos de estos últimos tiempos.
Esto ocurre, generalmente, cuando ha habido un cambio importante de gobierno. Hay casos, algunos de ellos exitosos, otros no tanto. Por ejemplo, en Sudáfrica, el resultado de las comisiones de la verdad fue exitoso. En otros: Perú, Chile, República de El Salvador, Guatemala y otros más, no lo han sido tanto. Valdría la pena pensar si esa es la solución para nuestro medio y si así podríamos llegar a tener cierta medida de concordia y darle un cierre a esta clase de problemas, por lo menos desde el punto de vista de establecer cuál fue la situación real.
La dificultad que hay para enfrentar en estos casos, es el uso faccioso que podrían estar haciendo los vencedores de una contienda política, para desprestigiar a sus contrincantes. Que es lo que muchas veces se percibe. Se trata de tener certeza de que los hechos que se denuncian han sido precisos. Lo que sigue, a partir de ello, es un tema diferente. Si esto generará acusaciones o condenas, queda fuera del alcance de estas comisiones.
El punto da para bastante de modo que, en otra colaboración para este medio, se profundizará un poco sobre cuáles son los obstáculos que tienen que enfrentar estas comisiones de la verdad, y cuáles son los requerimientos para su conformación, de manera que tengan credibilidad que es, probablemente, lo más importante.
La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx
Felipe Monroy
Gentrificación y crisis de vivienda: no es sólo por el espacio
“Se ha institucionalizado la vivienda como inversión, no como hábitat”.

El pasado viernes, las calles de la Ciudad de México testificaron una singular protesta antigentrificación que derivó en vandalismo y consignas xenófobas contra turistas extranjeros. Bajo lemas como “Gringos, dejen de robarnos la casa”, “¡Fuera gringos!”, “México para los mexicanos”, el evento reveló una tensión crítica que no es exclusiva del país y que, aunque se hable poco de ello, impacta en la célula básica de toda sociedad: la familia.
Por diversos factores socioeconómicos, la vivienda ha dejado de ser un derecho para convertirse en un auténtico campo de batalla donde chocan la especulación inmobiliaria, el desarraigo comunitario, los nómadas digitales, el turismo y la identidad de las familias en barrios y colonias. Según el FMI, vivimos la peor crisis de asequibilidad habitacional: hay un déficit de vivienda nueva y el costo de renta de espacios para “hacer hogar” se ha disparado exponencialmente con fenómenos de lucro desmedido gracias a migrantes desarraigados de alto poder adquisitivo conocidos como ‘nómadas digitales’.
En México, durante décadas, se realizaron proyectos de vivienda de pésima calidad en inmensos páramos marginales y periféricos con graves deficiencias en servicios básicos; como consecuencia, miles de familias asumieron una vida precaria, insegura e invisible en grandes manchas de urbanizaciones irregulares, pobres, abandonadas y distantes de las ofertas de trabajo. En esas condiciones, los hogares se limitaron a ser un estrecho y fugaz dormitorio para padres e hijos, en cuyo interior se degeneró la vida familiar: Madres y padres de familia agotados, enfurecidos y ausentes; menores abandonados y aburridos en rutinas invisibles; jóvenes y ancianos enajenados en soledades abismales. Para estas familias, el único remedio implicaba “acercarse a la ciudad”, conseguir una casa donde realmente pudieran hacer hogar, donde los proveedores del hogar no tuvieran que gastar más de cuatro horas en traslados o más del 30% de sus sueldos para ir a trabajar. Sin embargo, las ciudades se volvieron inaccesibles para la clase trabajadora e incluso para la clase media profesional.
Uno de los factores ha sido la especulación institucionalizada. Es decir, cuando las plataformas digitales convirtieron las propiedades en activos turísticos de lucro y especulación.
Tan sólo en la Ciudad de México, una sola de estas plataformas digitales de renta de inmuebles ha convertido 26 mil casas y departamentos en mera inversión especulativa. Al ofertar vivienda temporal “al mejor postor” una sola de las tres o cuatro plataformas en funcionamiento en México ha cancelado la oportunidad por lo menos a 26 mil familias de hacer hogar en un sitio donde realmente puedan formar a sus hijos y contribuir a la sociedad. Si a eso se le suma el imparable crecimiento en el índice de divorcios y de solteros que requieren casa pero no para hacer vida familiar; la adquisición o renta de inmuebles para las familias se ha convertido en quimera.
El urbanista Antonio Azuela lo sintetiza así: “Se ha institucionalizado la vivienda como inversión, no como hábitat”.
Por si fuera poco, otros fenómenos vinculados a las políticas internacionales como la migración, el turismo, los nómadas digitales, etcétera, también han generado dinámicas que si bien hacen a las urbes “cosmopolitas”, muchas veces profundizan las grandes diferencias culturales, económicas y sociales existentes.
En todo esto hay que recordar que, más allá de los bienes inmuebles y su uso, es el tejido social el que se ve amenazado no por la especulación, ni la multiculturalidad, ni siquiera por los desafíos económicos sino por la falta de auxilios al desarrollo integral de la familia. En el estudio Familias y Fe de Bengtson (2013) se demuestra que la estabilidad del hogar es crucial para transmitir valores religiosos y éticos entre generaciones, especialmente mediante vínculos paternos sólidos. Pero cuando la vivienda (la estabilidad de la casa-hogar) se vuelve inaccesible: Se retrasa la emancipación juvenil, obstaculizando la formación de nuevas familias (adultos solteros mayores de 30 años viviendo con sus padres); se fragmentan los barrios y la misma convivencia de las familias en su comunidad (parroquias, parques, escuelas, centros urbanos, laborales y comerciales, etc.); fenómenos como la turistificación expulsan a residentes; y se debilita la participación comunitaria.
Es decir, la falta de accesibilidad y estabilidad en la vivienda incrementa la rabia social, ahonda el irrespeto, la discriminación y el desprecio por el ambiente barrial; palidecen los valores humanos, sociales y familiares en la convivencia.
En concreto, la estabilidad residencial en la etapa familiar es un factor clave e íntimamente relacionado en el desarrollo integral de las personas; y, por tanto, para las sociedades.
El alarmante rostro de la protesta que vivimos hace unos días evidenció un peligroso deslizamiento: la lucha contra la especulación de vivienda derivó en ataques a individuos por su nacionalidad, así como los derechos de usufructo de residencia parecen legitimar la agresión verbal y racial de quienes detentan poder económico contra la comunidad marginada que no los tiene (como los múltiples casos de insultos clasistas y racistas documentados bajo las etiquetas #Lady y #Lord). Es decir, legítimos reclamos pueden contaminarse con rancias narrativas políticas, raciales o xenófobas; y con ello, manifiestan tanto la crisis estructural que padecemos, como una crisis familiar, educativa, social y comunitaria más profunda.
Es importante que México voltee a ver a las redes de contención social que aún le quedan, como las estructuras intermedias de la sociedad: empresas, escuelas, iglesias, deportivos y centros de esparcimiento; para evitar el desarraigo y dejar de mirar a la vivienda y su utilización como un mero bien de especulación sino como un hogar en potencia donde se forman valores humanos y sociales. Y también es necesario que las autoridades civiles y el empresariado reconozcan y fomenten los sanos roles familiares, porque al apoyar a la célula básica de la sociedad (la familia) para que sea una estructura estable también se auxilia a la transmisión intergeneracional de valores, principios y derechos.
Porque sin un hogar estable, no hay comunidad que transmita ética; y sin comunidad, no hay sociedad que resista la deshumanización.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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