
Felipe Monroy
El poder del nombre
Nombrar es poseer de alguna manera. En el fondo, la aceptación compartida por lo menos por dos personas (aunque el ideal es que haya un gran consenso de colectividad) de que una cosa tenga un nombre y no otro, siempre tiene una traza de ejercicio de potestad, de poder y posesión. Se dice que la elección y definición de los signos lingüísticos que representan la identidad de los objetos, los seres, lo inasible y hasta lo imposible siempre será arbitraria, pero en el fondo hay un dispositivo que intenta fijar “la cosa” al “nombre” y ahí no participa el azar sino el poder.
Eso es lo que hay detrás del juego de retórica política que jugaron Donald Trump y Claudia Sheinbaum en días pasados: Si una porción de mar delimitada por ciertas playas y traspasada por los más variados intereses políticos y comerciales lleva un nombre u otro podría parecer baladí y, sin embargo, la lucha por esos nombre detona sentimientos y ciertos valores de historia, derecho, propiedad, orgullo, tradición, ley y costumbre que superan las características propias de las palabras con las que se quiere nombrar a la cosa.
El episodio originado por Trump al declarar que el Golfo de México debería llamarse Golfo de América (entendida ‘America’ como la nación estadounidense y no por el continente) y la respuesta de Sheinbaum sobre que los Estados Unidos de Norteamérica deberían llamarse entonces la América Mexicana, no debe parecernos un acto menor en el curso actual de la geopolítica y el cambio en el peso ideológico que enmarca las transformaciones sociales y culturales contemporáneas.
La gran disputa política actual está asentada en el lenguaje y en la forma en que ciertos poderes promueven, convencen, obligan o directamente coaccionan a las culturas a adoptar nuevos nombres para viejas realidades.
El episodio recuerda a ese fragmento mítico-fundacional de Macondo en la novela de García Márquez: el hijo del fundador del pueblo olvida el nombre del yunque y le pregunta a su padre por el nombre del objeto, el padre le dice que se llama “tas” y el chico escribe en un papel la palabra “tas” y se la pega al yunquecito: “Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro”.
Luego “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre”. El fragmento de esta novela es interesante porque contrapone la figura de poder del fundador del pueblo quien literalmente pone y pega el nombre a las cosas, a veces conservando unos y a veces inventando otros; mientras, la otra figura de referencia (la vidente) aprovecha “las evasiones de la memoria” del pueblo para no sólo ofrecer ver el futuro sino “ver el pasado” de la gente, adornando o tergiversando los recuerdos de los más viejos.
Al final, lo que García Márquez brillantemente relata es que una etapa esencial en el mito fundacional de un pueblo radica en el nombramiento de lo material y lo inmaterial, de lo propio y lo ajeno, de las esencias y cualidades de la realidad.
Y hoy, en pleno siglo XXI, después de largas décadas de un modelo internacional global, tecnodemocrático, neoliberalista, hiperregulado y dominado por una sola visión idiosincrática de mirar el mundo, sus prioridades y el tono en el que debe sonar el concierto entre las naciones, han surgido exóticos liderazgos, respaldados amplia e intensamente por sus pueblos, cuya lucha política es cultural, histórica y fundacional de sus pueblos; que van en contrasentido a las creencias e “impositivas sugerencias” de los organismos supranacionales y que, por supuesto, utilizan el discurso, la retórica, el lenguaje y el nombramiento de las cosas como dispositivos políticos no sólo para granjearse adeptos y conservar adherentes sino para construir las identidades de sus pueblos.
En efecto, hoy el Golfo de México se llama así, tanto por su historia como por la aceptación internacional, pero la identidad de su designación no es rígida, depende de factores que, como la historia nos ha enseñado, pueden variar: las guerras, las imposiciones, los nuevos consensos, las vanidades y orgullos… es decir, por diversas expresiones de poder.
¿Debería preocuparnos la posibilidad de que las cosas cambien de nombre? Sí, pero quizá no por las razones más evidentes (el cambio de una palabra por otra) sino porque los nombres de las cosas siempre van acompañados de dispositivos de poder, los cuales no siempre son sencillos de identificar. En los últimos años, por ejemplo, los grandes conceptos antropológicos, sociales, culturales, políticos y económicos como democracia, libertad, soberanía, derechos, vida, autonomía, hombre, mujer, igualdad, competencia, etcétera, han sido “pegados”, “adheridos” artificialmente a realidades distintas y justificados en historias o memorias en ocasiones ficcionadas (como hicieran tanto el fundador como la vidente de Macondo).
La crisis cultural y antropológica de la que aquí hemos hablado vive un conflicto de poder esencialmente en el nombramiento de las cosas. Como diría Heidegger: “Ninguna cosa es donde falta la palabra, es decir, el nombre. Solamente la palabra confiere el ‘ser’ a una cosa”. Y es ‘el ser’ lo que está hoy en disputa. Ojalá sucediera como sugirió Joan Margarit y que “al final todo se acaba pareciendo al nombre que soñamos”; pero los nombres no provienen de los sueños sino de las interacciones del poder.
Hay, por supuesto, una alternativa para participar de este juego discursivo y retórico de poderes sin validar las estratagemas de dominación de uno u otro bando, e incluso logrando la construcción de nuevos consensos periféricos, fuera de los centroides de poder en conflicto: abogar por las cosas a las que se les arrancó el nombre y pronunciar el nombre de las cosas olvidadas. Pero para ello se requiere tanto imaginación como delicadeza, dos cualidades poco valoradas en nuestros días.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Otra vez, elecciones
Inclinados sobre los abismos de consternación que nos causan las fosas clandestinas, las masacres y la vulnerabilidad de la paz en el país, y ateridos de zozobra ante los escenarios económicos globales; el trascendente proceso electoral extraordinario para la elección de diversos cargos del Poder Judicial de la Federación ha pasado a un rincón casi olvidado de interés nacional y social. Pero no para todos, especialmente para los más interesados.
El próximo primero de junio, la ciudadanía tendrá que elegir por medio del voto popular, universal y directo a los responsables de diversos cargos del poder judicial. Se trata de una pléyade de candidatos a insertarse en una inmensa estructura y red de servicio idealmente orientado a la justicia y a la preservación del orden jurídico. Se elegirán ministros para la Suprema Corte de Justicia de la Nación; diversos magistrados para tribunales, salas regionales, tribunales de disciplina y tribunales colegiados de circuito; así como titulares de juzgados de distrito.
Desde el origen de la propuesta para que –al igual que el poder ejecutivo y el poder legislativo–, la ciudadanía participara directamente en la elección del poder judicial; las críticas al procedimiento han sido mayúsculas.
Destaca principalmente la preocupación de que, tanto candidatos como grupos de interés y ciudadanos entren en un juego de marketing electoral para promover “personajes” y “eslóganes” para granjearse el voto popular, en lugar de procurar los mínimos de evaluación de cualidades técnico-jurídicas y de experiencia judicial para que ese servicio público se realice por las personas más calificadas.
Frente a esa preocupación, algunos mecanismos han sido improvisados e implementados para moderadamente garantizar que los perfiles de candidatos por lo menos cumplan los mínimos de conocimiento y experiencia. Sin embargo, entre el azar y la opacidad de algunos de estos procesos, la elección del Poder Judicial se constituirá más en un acto de fe que en una responsabilidad bien informada.
A favor del proceso, se ha argumentado que la participación ciudadana en la elección del Poder Judicial va a evitar que los grupos de poder e interés –anquilosados entre las estructuras del gobiernos y la propia burbuja nepótica de las élites judiciales de México– conserven bajo su control los mecanismos de lucro y autopreservación de privilegios.
Por desgracia, a pesar de los ingenuos e ideologizantes comerciales que exaltan los dones y bienes de la supuesta ‘independencia’ del poder judicial, es evidente que, en su gran mayoría, el proceso de búsqueda de justicia en el país va de la mano del involucramiento de influencias, intereses, grupos de poder y agendas muchas veces inconfesables.
En todo caso y a pesar del cambio radical del mecanismo de selección de estos funcionarios (ya que en el pasado también había procesos electivos umbríos pero limitados a otras élites) se mantiene el problema de la influencia que los grupos de interés que apoyarán por los recursos mercadológico-electoral a las personas de su predilección a los puestos de sus necesidades.
Toda candidatura requiere un equipo especializado en promoción de imagen, construcción de discurso y gestión mediática; y el próximo proceso electoral del Poder Judicial tendrá su buena dosis de marketing y campaña electoral. Toda estrategia que no esté prohibida por la ley será útil para los intereses de los que aspiran a ser juzgadores y juzgadoras de las instancias públicas de la nación; pero también útil para los sectores y grupos políticos que quieran insertarse en los márgenes de influencia del nuevo poder electo.
Es cierto que por una parte estará la información oficial de las candidaturas a elegir en el proceso electoral a través de la plataforma “Conóceles” [sic] del Instituto Nacional Electoral a través de la cual se espera que la ciudadanía se informe de los mínimos y básicos de las y los candidatos a puestos de elección del Poder Judicial.
Pero, las campañas tienen su propio ámbito de infoentretenimiento: estrategias de persuasión, justificación y propaganda que construyen imagen pública, limpian historiales y maquillan personalidades.
Las campañas electorales son esencialmente una guerra simbólica en pos de territorialidades y poder político, a través de retóricas propagandísticas y negociaciones gremiales; por eso llama profundamente la atención de que en este proceso, el primero por su naturaleza que se lleva a cabo en México, la Iglesia católica busque un sitio de participación y referencia con la propuesta publicada en el órgano informativo de la Arquidiócesis de México.
Así lo anunciaron: “Con la finalidad de aportar nuestra parte como ciudadanos mexicanos, convocamos a los Candidatos a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, mujeres y hombres, a que envíen entre este 23 de marzo y hasta el 1 de abril, un video de 1 minuto y medio, en el que hablen a los ciudadanos sobre su trayectoria, propuesta o visión de la justicia y de los derechos humanos, comenzando por el elemental derecho de la Vida. Todos los videos que nos lleguen los publicaremos en los distintos canales de nuestra publicación”.
Llama la atención que la Iglesia busque involucrarse como una instancia de referencia en el proceso electoral (aunque no para todos los cargos de funcionarios, sólo para los ministros de la Corte). De este modo, la Iglesia pretende erigirse como una instancia de difusión –y quizá hasta de validación– de los discursos propagandísticos y campañas de aquellos candidatos a ministros que, evidentemente, querrán hacer estrategia política a través de las instancias eclesiásticas.
Estamos en territorio aparentemente desconocido por ser la primera vez de este proceso democrático para el Poder Judicial; sin embargo, todas las campañas electorales conservan su esencia de agrupar y negociar intereses mientras se lucha por la colocación de los símbolos propagandísticos en el espacio público y la conversación social. Todo espacio que acerque a audiencias y votantes refleja un interés; habrá que vigilarlos para intentar comprender sus intereses evidentes y también los que se pretendan ocultar.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Ecos de Teuchitlán: actitudes contra la ignominia
La realización de la jornada de luto y oración por los desaparecidos y las víctimas de la violencia en México ha sido, más que un acto político, un signo contundente de compasión y solidaridad que realmente era necesario por los niveles de indignación, consternación e inquietud que ha dejado la estela de hechos en Teuchitlán.
Aún es temprano para saber con certeza científica todo lo que se ha vivido detrás de los muros del rancho Izaguirre y que fue bautizado por los medios de comunicación como “campo de extermino y adiestramiento” o “escuela criminal”; pero más allá de las simplificaciones, es evidente que su mera existencia debe sacudir la conciencia de toda la sociedad.
Por eso preocupa la bajeza con la que el poder político relativiza la conversación sobre los perfiles de crueldad que se han interiorizado en la sociedad; y también extraña la singular instrumentación del horror para, desde cierta peana de pureza, señalar a todos los que están mal excepto sí mismos.
En este contexto, que refleja autopreservación más que implicación, ha sido una bocanada de aire fresco la manifestación plural y extensa de la sociedad en 23 ciudades de la República; y muy especialmente, el mensaje que desde la Catedral Metropolitana de México -el recinto religioso de mayor valor histórico y cultural del país- ofreció el obispo Francisco Javier Acero Pérez, religioso vallisoletano que ha tomado carta de naturalidad mexicana por su involucramiento sin ambages con realidades terriblemente dolorosas del país.
Su mensaje comenzó reconociendo las propias carencias, ausencias y debilidades de los pastores y líderes religiosos; el gesto no ha sido menor: salir de las propias certezas y autovaloraciones es esencial para definir la auténtica posición del compromiso social.
Su cercanía y acompañamiento a las madres buscadoras auxilia al obispo Acero a eludir la posición inmaculada, abajarse al sufrimiento real y reconocer nuestra propia cuota de dolor y vergüenza en el drama que esta crisis de humanismo nos abruma. Sólo desde esa posición tiene sentido la interpelación a las autoridades y al poder político; sólo desde el reconocimiento de que no hemos hecho lo suficiente para construir la paz y la reconciliación en el país, la indignación se posiciona junto a las víctimas y a los heridos.
El obispo Acero puso en palabras el sentido real de la sinodalidad: ‘caminar juntos’ no es un eslogan ni un buen deseo; es la conversión a una actitud que por omisión o comodidad decidimos abandonar. Distraídos más por los juegos de influencia política olvidamos que el sufrimiento no tiene casaca ni color; que, como sucedió a Job, su triunfo sobre el enemigo, no desapareció el dolor de los seres amados que sí perdió para siempre.
La Iglesia católica en México suele resguardarse bajo dos certezas evidentes: la masiva y mayoritaria presencia de fieles en casi cada rincón del país -lo que faculta a los pastores hablar ante otras instancias con respaldo y representación-; y el sustrato cultural cristiano en la vida cotidiana del pueblo, que aún ofrece algo de sentido a las dinámicas sociales. Son estas dos certezas las que imposibilitan a los miembros de esta comunidad -pastores y feligreses por igual- a sustraerse de la grotesca realidad; son la razón por la que no pueden limitarse a señalar sin señalarse.
Y finalmente, hay algo que también debemos asumir los periodistas, opinadores y demás referentes mediáticos ante este drama que solamente a un desalmado podría no causarle pasmo y conversión: la normalización del insulto fácil y del lenguaje violentador.
No se trata de prohibirlo ni de pactar con el poder para intercambiarlo por eufemismos; sino de recuperar el sentido objetivo de agravio y afrenta que tienen el insulto y las palabras vehementes. Es inverosímil el endiosamiento y fascinación infantil por los influencers y pseudo periodistas cuyo único servicio y talento es hacer mofa mediante el insulto retorcido, haciendo del escarnio su modo de vida.
El abuso de insultos e imprecaciones, el lenguaje abusivo que confunde la crítica con el desprecio o el cuestionamiento con agresividad, así como la mal disfrazada superioridad moral y técnica que siempre sabe qué es lo que deben hacer los demás, son fermento de actitudes sociales que, una vez normalizadas, convierten toda interacción humana en un duelo de egos, individualismos, autorreferencialidades y vanas jactancias. Toda labor para transformar las realidades de terror, exige otros referentes y otras actitudes para comunicar.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Internet de las cosas, IA y dinámicas familiares
Ciudad de México.- Cuesta creer que un robot-aspiradora pueda ser el responsable de la salud en las dinámicas familiares pero The Futurist, la prestigiosa revista sobre avances tecnológicos, planteó una inquietud real sobre la convivencia de nuestras familias con los asistentes virtuales, juguetes interactivos y herramientas conectadas a Internet.
Los editores plantean un escenario con las famosas aspiradoras automáticas que a través de cámaras, sensores y conexión a la red recorren el piso de los hogares para levantar el polvo: el robot no sólo pasea inocente, sino que hace un escaneo completo de la estancia o pieza del hogar recopilando datos sobre los metros cuadrados de superficie, el tipo de suelo y la distribución del mobiliario, eso genera indicadores que suele relacionar al poder adquisitivo.
Estos dispositivos también tienen capacidad para recoger ‘data’ sobre la ubicación geoespacial, la cantidad de habitantes de ese hogar, sus dinámicas cotidianas e incluso, a través de las imágenes, saber la condición de algún aspecto de la casa que requiera intervención, reparación o sustitución.
Pero además, si los dispositivos tienen interfases de interacción con usuarios (como los asistentes virtuales) la información compilada también ayuda a crear perfiles psicográficos de núcleos sociales enteros; y toda esa información, como se sabe, suele ser traficada con diversos comercios virtuales, compañías de infoentretenimiento o herramientas políticas que no solo quieren ‘vender’ productos o ideas sino ‘modificar’ comportamientos, actitudes y expresiones de personas, familias y comunidades.
Así –auguran con humor los editores– de pronto la aspiradora robot es la responsable de conflictos intrafamiliares por compras o deudas no dialogadas; por airadas discusiones entre sus miembros debido a polarizaciones ideológicas o políticas; o incluso por la introducción de nuevas costumbres o el cuestionamiento de viejas tradiciones.
De ahí la pregunta: ¿Cómo se afectan las dinámicas familiares en esos hogares donde los asistentes virtuales programan la cena; los juguetes interactivos escuchan y educan a los niños; y los algoritmos deciden qué noticias y qué entretenimiento se debe consumir?
A merced de la ‘big data’
Entre otros avances tecnológicos, la Internet de las Cosas y la Inteligencia Artificial han redefinido la convivencia social, pero también plantean riesgos estructurales en las familias y las personas: Desde la comercialización de datos íntimos –pues los hogares ya no constituyen la frontera de la privacidad– hasta la fragmentación cultural que no sólo pulveriza las identidades colectivas sino especialmente las individuales.
Los nuevos hábitos familiares en el contexto tecno-mediático se contraponen a las relaciones y valores familiares tradicionales a través de cambios en los modos de consumo y la exposición a mensajes ideológicos.
Por ejemplo, los dispositivos conectados (termostatos inteligentes, cámaras para bebés, altavoces con IA) recopilan datos sensibles de manera permanente. En 2022, Amazon admitió que su dispositivo Alexa guarda conversaciones incluso cuando no se activa con los comandos. El riesgo es que esos datos son comercializados con grandes empresas informativas; así es como Google o Meta usa esos patrones de consumo familiar para vender anuncios personalizados; o aún más: aprovecha el análisis psicográfico de las personas para mutar sus sentimientos hacia algunos temas o manipularlos.
Pero eso no es todo, según Kaspersky, una de las más avanzadas compañías de seguridad digital, el 67% de los ataques de secuestro de datos sucede en hogares con múltiples dispositivos. Es decir, la ciberdelincuencia no se limita a los grandes operadores de datos sino a hackers que pueden poner en riesgo la estabilidad en el hogar. Como menciona Carissa Véliz en ‘Privacidad es poder’: “Una familia promedio comparte más datos con corporaciones que con su propio psicólogo”.
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Efecto burbuja.
Los especialistas advierten que el infoentretenimiento en las familias se ha convertido en burbujas individuales y autocomplaciente; las plataformas que buscan la atención de sus usuarios como TikTok, YouTube o Netflix emplean algoritmos que priorizan contenidos adictivos. Pero no eso no es todo, estos contenidos promueven en su mayoría desinformación (según un estudio de PeW, el 58% de adolescentes creen en teorías conspirativas vistas en redes) y aislamiento cultural.
Es notable cómo cada vez menos hogares consumen contenido en familia y cada miembro aislado se reafirma en su identidad individual más por sus intereses personales que por la conciencia de pertenecer a una familia.
Este ‘efecto burbuja’ reduce el diálogo intergeneracional y pone en conflicto valores éticos o morales entre padres e hijos; de hecho, bajo estas nuevas dinámicas, la familia cada vez es menos relevante en la transmisión de principios, valores e identidad. Según el INEGI, el 40% los niños mexicanos prefieren youtubers españoles; y los más recientes estudios revelan que los algoritmos de las IA homogenizan criterios, valores y narrativas. Así como los modelos estatistas y nacionalistas buscaron enterrar las lenguas indígenas y las tradiciones ancestrales; hoy el riesgo es que los lenguajes y las tradiciones familiares no representadas en los algoritmos (en manos de los poderes económicos) también estén en riesgo de desaparecer.
¿Qué hacer?
Evidentemente nada se logra deteniendo el camino de las tecnologías, pero sí se puede controlar el impacto que estas herramientas y dispositivos pueden llegar a tener en las relaciones familiares.
Las familias requieren redescubrir los valores de compartir la mesa y no sólo la clave del Internet; recordar la importancia de los roles familiares complementarios para participar en objetivos comunes; y auxiliar a niños, adolescentes, jóvenes y adultos a mejorar sus habilidades sociales básicas y habilidades tecnológicas.
En lo que respecta a las compañías que usufructúan el pirataje de datos compilados por la Inteligencia Artificial y la Internet de las Cosas, se requieren leyes y mecanismos de control para exigir transparencia en la recopilación de datos y protección de datos personales sensibles. Finalmente, las familias deben contar con espacios abiertos de formación tecnológica desde el pensamiento crítico para detectar y evitar los abusos.
Lo importante es integrar correctamente la tecnología a las dinámicas familiares porque su uso acrítico amenaza directamente a la estabilidad familiar. Si, como apuntó Byung-Chul Han, “la hiperconexión nos aísla y la saturación de datos, nos empobrece”, el desafío de las familias es construir hogares donde estas herramientas no esclavicen ni enajenen, y donde la tradición no tema a la innovación.
Felipe Monroy
Teuchitlán, más allá del polvo y la sangre
Ciudad de México.- Uno de los episodios más oscuros de la humanidad sucedió en la ciudad persa de Kermán; según los relatos, la ciudad era gobernada por la dinastía Zand cuando fue sitiada por Aga Mohammed Khan, un rebelde castrado que impuso su ley mediante la crueldad. El pueblo protegió sus propios hogares ante el asedio y esa acción fue suficiente para que Khan, al vencer, aplicase una reprimenda ejemplar: sacar ambos ojos de todos los varones.
El relato asegura que los soldados dejaron ciegos a más de 20 mil hombres hasta que se cansaron de cumplir con la tarea; algunos cientos más quedaron tuertos sólo por el agotamiento de sus opresores y vagaron por el desierto contando la historia.
Otro episodio igualmente oscuro tiene que ver con los campos de concentración del siglo pasado por los crímenes contra cientos de miles de personas, y donde el horror adquirió otro componente que el sobreviviente Filip Müller relata en ‘Tres años en las cámaras de gas’. Al mismo tiempo que los guardianes daban muerte con tanta facilidad a los prisioneros, así impedían por todos los medios los suicidios.
Müller cuenta que ingresó voluntariamente a una cámara de gas para encontrar la muerte pero los guardias lo retiraron brutalmente diciendo: “¡Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir!”
Cuesta trabajo reconocer que los mismos elementos de aquellas atrocidades están presentes en nuestra tierra y en este siglo; no sólo porque conmociona el evidente irrespeto a la vida humana, sino que la crueldad estructural y sistemática de sus actos parecen constituir los nuevos sentidos de una anti-sociedad que padece una enfermedad autofágica. Frente a cada imagen y explicación de lo que sucedió en el rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, parece que estamos inermes al borde de un abismo; uno donde la humanidad ha perdido todo lo que realmente ama y valora.
Cada cadáver, cada remanente y vestigio de las vidas que se perdieron una realidad destructora, áspera, inflamable y corrosiva nos interpelan y nos dejan sin aire respirable, asfixiados en el alma, luchando por un poco de respiro.
Nuestra primera reacción –con el pasmo de nuestra vulnerabilidad– ha sido sentir una profunda consternación por uno más de los horrores que se enlistan y se suceden con cierta regularidad en nuestra patria; pero rápidamente mudamos de actitud y, desde la peana de nuestra inocencia, comenzamos con los señalamientos, las acusaciones y la politización de nuestras certezas que adornamos con ínfulas de integridad.
Sin embargo, en este contexto, resultan ociosos e inservibles los llamados, las exhortaciones o las lamentaciones; porque más que acciones, se requieren conversiones. En esta profunda ignominia hay algo más importante que la consecución de obras o actos, está de por medio el alma de un pueblo, de lo que somos y cómo hemos llegado a ello. Las respuestas no pueden ser inmediatistas u operativas, ni pueden refugiarse del lado del dedo que señala; se requiere una autocrítica que escueza en lo hondo del corazón.
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Por ejemplo, los medios repiten el concepto pero no ahondan en el absurdo que implica: llaman ‘campo de exterminio y adiestramiento’ al tenebroso rancho sin reparar en la contradicción que subyace.
Si “la enseñanza de la supervivencia es la ejecución de la muerte”, ¿bastará con desmontar estos sitios y erradicar a sus operarios? ¿O se estaría perpetuando su perverso apostolado?
En ese mundo trastocado, pedir un ‘trabajo bien hecho’ parece exigir lo mismo que se le pidió a los soldados del Aga Khan: suficiente desprecio humano para aniquilar sin cansancio, sujetos a la obediencia ciega y al efectismo pragmático. Y también parece necesitar de la misma clase de disociación y desdoblamiento que asimilaron los guardias y funcionarios de los campos de Auschwitz o Treblinka: un orgullo por su trabajo, incluso si este consistía en aniquilar a otros seres humanos.
Es por ello, que apuntar con horror hacia estos sitios eludiendo la vergüenza propia, indicando a otros ‘lo que deberían hacer’ y devolviendo al Estado los poderes del Leviatán para imponer su régimen, no remedia ni el desprecio ni el orgullo que alimentan esas máquinas de destrucción. Por el contrario, la respuesta está tanto en los tuertos del desierto persa como en Müller y los sobrevivientes de los campos: en el relato. En la asimilación del drama, en que cada historia es un espejo en el que las personas deben encontrar un camino de salvación, de dignidad humana, de empatía y misericordia.
Los relatos de Kermán y los campos de concentración nos confrontan e interpelan: ¿Qué hacemos nosotros distinto a esos otros seres humanos?¿Qué hay en nosotros de especial? Evidentemente no puede ser ni la laboriosidad ni el compromiso con las tareas, pero sí el orden con nuestra conciencia. Ya lo dijo George Orwell: “Lo primero que queremos de un muro es que sea firme; si está sólido y derecho es un buen muro… y, sin embargo, incluso el mejor muro del mundo debe ser destruido si rodea un campo de concentración”.
Ante la innombrable brutalidad de los ‘campos de exterminio y adiestramiento’, de las fosas clandestinas y el drama de los desaparecidos, la dignidad nos exige coherencia entre la conciencia y las obras. Ojalá las instancias cuyo servicio es acompañar el espíritu y el alma del pueblo y de las familias mexicanas no se distraigan en recomendaciones técnicas al Estado, porque tienen en sus manos la misión y el auxilio de la conversión de las conciencias y la salvación de las almas. En esto reside su más noble colaboración.
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