Felipe Monroy
Entre la profecía y el discernimiento
Existen momentos en que la incertidumbre y los conflictos se retroalimentan en una espiral de creciente angustia; y no es exagerado afirmar que nos encontramos en uno de ellos. Hacia donde se observe, las tensiones fraguadas entre la duda y la disputa aderezan la vida cotidiana, imponen su nefando barrunto sobre los días que pasan y regalan desvelos a tanta gente que sufre. En estas circunstancias, la capacidad de profetizar y de discernir las complejidades de los acontecimientos –ya sean efectos de conflictos bélicos o desastres naturales– se tornan esenciales para no ahogarse en desesperación.
Hay que hacer una aclaración: profetizar no es practicar la futurología ni ‘desfuturizar el futuro’. Es decir, no se trata de hacer audaces predicciones con base en los datos actuales ni reducir al futuro en un presente por venir, desnaturalizando su incognoscibilidad. Profetizar significa sintetizar –en signos limitados– la esencia de lo absoluto, atrapar el misterio pleno en una voz sin tiempo y revelar la verdad en el lenguaje que elegimos para persuadirnos. O, como diría el más famoso vidente: “Debemos reconocer que sólo existe una profecía: es la verdad”.
Más que revelar el futuro, el profeta intenta leer el alma de las cosas, explora sus caras más luminosas y los más lúgubres de sus escondrijos, se inclina sobre el insondable abismo de la existencia humana y lo ciñe entre sus frágiles brazos como a una avecilla herida. Profetizar es poner el corazón en lo permanente o, parafraseando a Hobbes, hablar incoherentemente para esa humanidad que se distrae en lo contingente. Es decir, para quienes sólo ven pasar la inmediatez y la urgencia –saltando de problema en problema, de crisis en crisis, de guerra en guerra– la voz sobre la perenne inmanencia suena a pura palabrería. Pero, en el fondo, sabemos que sí hay algo que permanece; algo cuya terquedad es connatural a la mirada humana, que no se transforma en la fragua del progreso ni se somete tras los muros de la tradición. Una verdad simple a la que sólo se llega por el camino más arduo de la sensatez y el buen juicio.
El que profetiza, sin embargo, corre un grave riesgo: tomarse a sí mismo demasiado en serio. Quien se acostumbra a hablar siempre de absolutos, se convierte en uno; se autodesigna un parteaguas o un gozne definitorio en el devenir. Es insufrible escuchar al perturbado del pueblo afirmar que en él se flexiona la historia. Por ello no se puede hablar de la importancia del concepto de la profecía sin reconocer simultáneamente que aquella ofrece un potencial enorme para el abuso; y ahí es donde entra el discernimiento.
El recurrir a los ‘absolutos’ puede convertirse en una potente herramienta de manipulación, puede convertirse en un medio para validar pequeñas voluntades humanas e imponerlas sobre los otros. No sólo en detrimento de quienes creen sino del que cree en sí mismo. Así lo retrata Kierkegaard: “Cuando el hombre ambicioso cuyo lema es: ‘O César o nada’ no llega a ser César, se desespera por ello. Precisamente porque no llegó a ser César, no puede soportar ser él mismo”.
En momentos particularmente tensos, el sentido del humor es imprescindible; el profeta, al tomarse menos en serio, se hermana a la humanidad a la que pertenece. Por el contrario, ha perdido todo sentido del humor aquel que sólo vive en el disenso intransigente y la falta de diálogo. Sin humor toda contradicción, rechazo o cuestionamiento se vuelve un drama, una persecución; toda convivencia se reduce a relaciones entre víctimas y victimarios. Se pierde de la belleza de la vida rumiando las leyes que la rigen.
Para lograr ese equilibrio entre lo absoluto y lo absurdo es necesario el buen discernimiento. El discernimiento es la capacidad de comprender la realidad de manera crítica y realista; no se trata explícitamente de distinguir a los malos de los buenos, sino diferenciar el buen espíritu del malo; o, como afirmara el comediante: Es esa capacidad humana de distinguir entre una mosca y una mosca en la sopa.
El discernimiento integra valores, sabiduría y sensibilidades espirituales y hasta religiosas en la toma de decisiones. Y, por ello, nos obliga a preguntarnos permanentemente qué es lo que puede aportar este espíritu humano de discernimiento a la gestión de los conflictos y a la atención de las emergencias a las que nos enfrentamos cotidianamente. De nada sirve “edificar los sepulcros de los profetas y adornar las tumbas de los justos” en la previsión de que algo es inmutable, sin el discernimiento que nos ayuda a adaptarnos a todo lo que cambia. Parafraseando nuevamente a Kierkegaard: aunque la vida sólo se pueda comprender mirando hacia atrás, sólo se puede vivir hacia adelante. Así, la mera existencia de la incertidumbre exige al juicio humano una guía hacia decisiones más acertadas y resolutivas.
Y aunque el discernimiento sea la clave de la sabiduría o la profecía, la actualización de lo eterno; discernir y profetizar son, al mismo tiempo, ese llamado en el tiempo a interceder, jamás a criticar.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa
Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.
En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.
Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.
La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.
Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.
La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.
La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.
Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.
Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.
La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.
Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
AMLO y el Episcopado mexicano
Sólo un necio se atrevería a simplificar la compleja relación que el episcopado mexicano ha sostenido con Andrés Manuel López Obrador en las últimas dos décadas; el tabasqueño ha sido un personaje político particularmente difícil de comprender para la cúpula de los liderazgos católicos nacionales.
Mientras algunos obispos entienden y asimilan que la fuerza política de López Obrador proviene de una ardua reivindicación de largas luchas populares, de complicados resentimientos históricos y del hartazgo social acumulado por administraciones no sólo ineficientes sino corrompidas y corruptoras; otras jerarquías eclesiásticas consideran que el político es un enemigo de las instituciones nacionales (incluida la católica), un manipulador de los sentimientos religiosos tradicionales en el pueblo mexicano y un pragmático usurpador de símbolos y retórica cristiana con fines políticos.
Desde su época como presidente del PRD, jefe de gobierno del Distrito Federal, tres veces candidato a la presidencia de la República y el principal rostro visible de oposición a lo que él denominó “la mafia en el poder”, algunos liderazgos episcopales entraron en conflicto con López Obrador, en ocasiones debido a las tensiones sociales derivadas de la agenda presumiblemente ‘progresista’ o ‘de izquierda’ promovida por sus correligionarios, pero también por las cercanías y complicidades previas de algunos jerarcas religiosas con élites y grupos enquistados en el poder político-económico del país.
En particular, algunos ministros y obispos católicos han aprovechado ciertas coyunturas políticas para manifestar públicamente su oposición ideológica con el presidente, con su partido y su movimiento político. A través de ciertas orientaciones políticas y mediáticas dirigidas a la grey, obispos y sacerdotes –con la venia de sus superiores– han utilizado retóricas y narrativas con eufemismos políticos para persuadir a la ciudadanía de que el gobierno de López atenta contra las instituciones sociales, es autoritario, antidemocrático y directamente dictatorial. En el extremo, en plena catedral y aún revestido por la celebración eucarística dominical, un pastor incluso llamó a votar por un partido político opuesto al del presidente y hay ministros que no se ruborizan al repetir eslóganes propagandísticos anti obradoristas en servicios religiosos.
Y, sin embargo, el episcopado en pleno ha sido sumamente diplomático y respetuoso con López Obrador en sus tres visitas como candidato presidencial (2006, 2012 y 2018) y en el par de encuentros como presidente de México. A lo largo del sexenio, de manera formal, no desistieron de buscar cooperación y coparticipación entre el gobierno federal y la CEM para trabajar en asuntos como la construcción de paz, la atención del fenómeno migratorio y la libertad religiosa.
Por su parte, López Obrador ha sido especialmente agresivo con los obispos mexicanos. Aunque el político ha manifestado su admiración por el papa Francisco y buscó intensamente que el pontífice visitara el país bajo su administración, a través de sus conferencias ha acusado a los pastores mexicanos de no acompañar ni conocer al pueblo mexicano, de defender el neoliberalismo, de apoyar ‘al bloque político conservador’, de connivencia con las élites y los poderes fácticos, y hasta de ‘complicidad con los saqueadores y explotadores del pueblo’. Desde una superioridad moral –típica del puritanismo protestante–, los acusó de no ser buenos creyentes ni buenos cristianos.
Por ello, el último encuentro del tabasqueño con el pleno episcopal del miércoles 15 de noviembre pasado, sucedió en un ambiente incómodo, molesto, frío y seco en el que Obrador se escuchó a sí mismo –para no variar– durante casi una hora y en el que un par de representantes episcopales compartieron sus inquietudes sobre dramas graves que continúan padeciendo los mexicanos: la irrefrenable violencia, el dominio del crimen organizado, los efectos de la crisis humanitaria migratoria, la emergencia educativa y la corrupción ideológica en la dignidad de la vida humana, la familia y las libertades fundamentales.
Es muy probable que López Obrador no vuelva a tener oportunidad de encontrarse con los pastores católicos mexicanos en pleno; su administración está por concluir y las dinámicas electorales del 2024 ocupan ya las principales preocupaciones políticas. De manera inédita, el Consejo Permanente de obispos ya sostuvo sendas reuniones con las mujeres que lideran los dos proyectos políticos antagónicos rumbo a la presidencia de México, aún cuando el proceso electoral no da verificativo del inicio de las precampañas ni de la campaña presidencial, tal es la urgencia de nuevos interlocutores entre el episcopado y la política mexicana.
Al igual que sus predecesores, López Obrador alcanza apenas momentos anecdóticos e insustanciales para con las instituciones religiosas de México: No se avanzó en leyes que garanticen la plena libertad religiosa de los ciudadanos, no se combatió el jacobinismo trasnochado en las esferas legislativas y judiciales de México, no se trabajó en reparar heridas aún abiertas por la persecución religiosa politizada desde el Estado mexicano, no se actualizaron leyes discriminatorias contra ministros de culto, ni se concretaron trabajos en confianza y corresponsables entre autoridades civiles y religiosas para beneficio de poblaciones y comunidades, ni siquiera en momentos de emergencia.
El sexenio agoniza y hoy hay prioridad en el discernimiento entre dos proyectos de nación que estarán enfrentándose en la arena electoral; los cuales, sin apasionamientos simplones, han demostrado tener tanto efectos positivos como negativos en la sociedad mexicana. No obstante, el clima en el episcopado evidencia buena parte del sentimiento generalizado: no hay aplausos ni estridencias en un gobierno que concluye sin que se hayan cumplido los terribles vaticinios de sus malquerientes pero tampoco sin los resultados prometidos por una administración que encendió una gran esperanza de transformación. Como diría el poeta: “Así termina… no con una explosión sino en un gemido”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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