Felipe Monroy
Itinerario 2024: La guerra digital
Trabajar para alcanzar el poder político en una nación de casi 130 millones de personas, con un gran volumen de mercado y una posición geopolítica estratégica nunca ha sido un mal negocio. En las últimas décadas, las campañas electorales tradicionales con afiches, mantas, perifoneo y tiempos comerciales o periodísticos en radio y televisión han evolucionado en muy potentes y afinadas operaciones con herramientas de marketing, posicionamiento, conversación y segmentación psicográfica a través de las más furtivas herramientas de la vida digital, en la llamada cotidianidad onlife.
Por ello, la regulación de los diferentes servicios estratégicos de campaña electoral y posicionamiento de narrativas políticas y candidatos deberían representar una conversación obligada en la construcción democrática de un país; porque los cuartos de guerra digitales y la manipulación de la agenda política a través de la vida onlife de los ciudadanos se han vuelto un negocio indispensable para los aspirantes al poder, pero también se han tornado en una amenaza a principios democráticos básicos como son: el acceso a la información veraz, útil y necesaria; la claridad de los intereses involucrados detrás de proyectos políticos concretos; la libertad de participación y organización social; y, por supuesto, la equidad.
En estos días, en las vísperas del inicio formal de las campañas electorales para la votación de más de 20 mil cargos de elección popular en México, hemos sido testigos de la potencia que tienen en el el juego político los diferentes usos de las plataformas digitales con mecanismos que van desde lo meramente mercadológico hasta lo francamente mafioso y criminal.
La sincronización de herramientas digitales tanto en plataformas de masiva conversación que en teoría “representan” el sentir de clusters sociales como en la presión mediatizada a través de cuestionables denuncias “periodísticas” nos obligan a interrogarnos sobre las fuerzas involucradas en la construcción de lo que los publicistas denominan ‘narrativa’. Y, como su nombre lo indica, la narrativa tiene que ver más con la ficción que con la realidad; así que dichas estratagemas suelen movilizar conversaciones y sentimientos, lenguajes y polémicas de manera artificial o programática.
Por supuesto, no me refiero exclusivamente al papel de los bots, troll centers y demás tácticas de odio y desinformación que ya son habituales en plataformas digitales sino al resto de estrategias más sutiles pero más perniciosas cuyo objetivo es afectar diferentes valores de emoción y sentimientos entre grupos específicos de la población a través de la colocación y disponibilidad de estilos de vida, necesidades, aspiraciones, deseos, miedos e inquietudes que ‘preparan’ a las audiencias a tener mayor o menor receptividad a mensajes políticos concretos, y que crean o potencian discursos o narrativas políticas específicas hasta colocarlas en la agenda social y nacional.
Las recientes denuncias de que los war room digitales de los principales contendientes políticos en este proceso electoral participan de forma irregular a través de adquisición de granjas de bots o de la colocación artificial de ciertas conversaciones políticas en la esfera de la vida digital de los mexicanos, corrobora que los poderes fácticos y los intereses inconfesables de grupos económicos o geopolíticos participan de una manera directa en la sucesión de poderes constitucionales y en el proceso democratizador de México.
La guerra digital tiene, además de anónimos robots-soldados e inasibles tropas de trolls, generales con nombre y apellido así como patrocinadores ‘señores-de-la-guerra’ que utilizan estos recursos en su favor y por su exclusivo interés. Estas condiciones son absolutamente adversas para la democracia en cualquier nación.
La guerra digital en tiempos electorales ha demostrado tener un rostro escandalósamente peligroso para los principios democráticos: crea desinformación y divulga mentiras; propaga miedo, odio y resentimiento a los mecanismos de justicia y representación social; desprecia la realidad alterando artificialmente la apariencia de la verdad; oculta entre nubes de bots y trolls a los auténticos operadores de las ‘tendencias’ e ‘intereses populares’; desequilibra radicalmente la confrontación entre grupos de poder; e invisibiliza mediante algoritmos los clamores sociales adversos a sus propios intereses. Y, por desgracia, no hay ninguna marea ni ningún paladín de las instituciones democráticas que siquiera esté reflexionando sobre esto. Está comprobado que al ciudadano le es más fácil marchar por un color que cuestionar si lo que le provoca recelo, animadversión, ira y hasta sentimientos de venganza es su permanente exposición a estas estrategias de la guerra digital en su vida cotidiana.
Porque aunque no se toque el INE o las instancias reguladoras de la participación electoral de los ciudadanos, es el propio ejercicio democrático el que se encuentra pervertido y desnaturalizado bajo oscuros y perniciosos algoritmos que afectan nuestra libre decisión.
Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Profetismos religiosos frente a mesianismos políticos
No se puede tomar a la ligera lo acontecido esta semana en la Catedral Nacional de Washington durante el tradicional servicio religioso de inicio de administración del gobierno norteamericano. La obispa episcopaliana Mariann Budde, en su prédica, se dirigió directamente al presidente Donald Trump para pedirle que tenga compasión y misericordia de quienes tienen miedo por ser sujetos de su aversión política e ideológica; por supuesto, el mandatario tomó a mal el comentario de la religiosa y desde el pináculo del poder le exigió una disculpa pública.
Toda esta escena es profundamente simbólica y relevante para el momento que vivimos. Muchos podrían estar de acuerdo con Trump sobre cierto ‘exceso’ de la líder religiosa al utilizar el púlpito para cuestionar la actitud política del gobernante; pero a ellos habrá que recordarles que él mismo se definió como el elegido por Dios para rescatar al pueblo norteamericano. Así que él se metió primero en esa tesitura discursiva. Por otra parte, la obispa fue sumamente cuidadosa de no traspasar discursivamente sus ámbitos religiosos (compasión, clemencia y misericordia con los débiles) de los técnico-políticos; es decir, no cuestionó los actos políticos o las actas ejecutivas sino las actitudes humanas y cristianas detrás de los discursos del presidente.
Trump evidenció más tarde que el sermón le disgustó profundamente. Sin decirlo expresamente, cuestionó la libertad religiosa de la obispa y su congregación al exhortarlos a pedir disculpas por la prédica de la ministra de culto; y, en el mismo mensaje, reafirmó sus convicciones políticas sobre validar el prejuicio de que las personas migrantes indocumentadas son directamente asesinas. Prejuicio que soporta la razón de sus políticas públicas; las cuales, según su perspectiva, fueron mandatadas por Dios.
No estamos ante un caso aislado. Alrededor del mundo crecen las identidades políticas afianzadas en mesianismos religiosos maniqueos; y, aunque suene paradójico, los liderazgos religiosos y espirituales contemporáneos tienen la responsabilidad de atemperar la radicalización discursiva de estas expresiones de los nuevos “salvadores de la patria”. Y su herramienta es justamente el servicio profético.
Se debe aclarar que el profeta no es aquel que juzga o critica desde una postura de superioridad moral, sino el que “anuncia verdades que transforman”, el que señala caminos de conversión y reconciliación. El auténtico profetismo religioso se entiende como el anuncio y la denuncia de las realidades del mundo frente a las injusticias y las decadencias temporales; incluso el que obliga a poner la mirada a realidades trascendentes que superan toda pragmática inmediatista. Y hoy, esta actitud profética, se ha convertido en un espacio de resistencia ética y espiritual ante políticas autorreferenciales e integristas. Ese es el eje que diferencia al profeta auténtico de las voces que, bajo la apariencia de profecía (o falsos profetas), se convierten en agentes de legitimación de ciertas superioridades, de ciertas agresividades y desprecios, de maniqueismos modernos y de mesianismos políticos.
Debemos comprender que los nuevos mesianismos políticos han surgido como respuesta a la profunda crisis antropológica y cultural que vivimos. Agotados por intentar asir certezas entre la dictadura del relativismo y asfixiados por las innumerables restricciones que parecen provenir de nuestra nube de confusiones; estos movimientos políticos, liderados por figuras carismáticas, prometen redimir a sus seguidores de todos esos males que aquejan a la sociedad. Sin embargo, su retórica suele construirse sobre la exclusión, la culpa y el señalamiento de un “otro” que debe ser eliminado para alcanzar la utopía prometida. En este contexto, el mesianismo político se convierte en una trampa: sustituye el discernimiento colectivo por la obediencia ciega y reduce la complejidad de los problemas sociales a soluciones simplistas y polarizantes.
Ese mesianismo hace uso de los falsos profetas que confunden la profecía con adivinación, augurio o predicción del futuro; se alimenta de las voces religiosas que se erigen como oráculos que auguran males si el pueblo no se adhiere a sus propios intereses de grupo, valores o orgullos identitarios. Así, el profetismo pierde su esencia transformadora y se alinea con las dinámicas del mesianismo político. Ejemplos de esto son los discursos que utilizan el miedo y la amenaza como instrumentos de control.
El verdadero servicio profético desafía las estructuras de poder injustas y llama a la conversión personal y colectiva. Retoma el mensaje central de los profetas: denunciar la corrupción y la opresión, pero también anunciar la esperanza de un futuro renovado basado en la justicia y la misericordia. Ese es un profetismo que incomoda, porque no busca agradar ni ganar adeptos, sino confrontar las conciencias y movilizar hacia el bien colectivo.
Y ¿cómo reconocer entre el falso y el verdadero profetismo? Sin duda no es fácil, pero la teóloga Elsa Tamez lo intuye así: “Contra todas la expectativas mesiánicas de su tiempo, donde se esperaba a un gran líder militar que hiciera frente con su ejército al Imperio romano, [Lucas] describe al Mesías como un niño vulnerable y de procedencia humilde… dedica cinco versos al censo, dos al nacimiento [de Jesús] y trece a los pastores”. Es decir, la luz alumbra primero a aquellos de condición humilde y pobre, de ellos es la primacía de las buenas nuevas. Si los que más sufren no son los primeros destinatarios de “la verdad que transforma”, entonces no es ese el camino.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Trump es, sobre todo, un síntoma
Han pasado los primeros 20 días del año y ya se ha marcado la pauta del ejercicio del poder en los grandes temas que se anticipan a nivel sociocultural el resto de la década: las nuevas identidades nacionalistas, los nuevos modelos económicos, la nueva apuesta integrista frente a los conflictos y una renovada retórica propagandística que han hallado una inmensa cantidad de simpatizantes por una sola razón: asfixia.
El modelo ideológico neoliberal, global, hiper garantista e hiper regulatorio que se erigió a finales del siglo pasado y que alcanzó casi todas las actividades humanas entró en varias crisis desde el 2001. Las más relevantes sucedieron en materia de seguridad doméstica e internacional por el uso de la guerra como herramienta de mercado; en el ahondamiento de la desigualdad derivado de la protección y desarrollo de oligopolios financieros; en la disolución de la identidad personal, familiar y del bien comunitario por el patrocinio de un desenfrenado consumismo individualista y de autorrealización egoísta; y finalmente en los conflictos político-sociales causados por sistemas ‘democráticos’ hiper regulados y mecanismos de justicia elitistas que impidieron la auténtica representación de los pueblos en las decisiones de sus gobernantes.
En cada crisis, el modelo fue defendido mediante malabares políticos, económicos e ideológicos; por ejemplo: infames acuerdos y presiones diplomáticas para mantener guerras internacionales debido a amenazas inexistentes; complejos fraudes electorales ‘legalizados’ a través de exquisitas burocracias falsamente apartidistas pero alineadas a intereses ajenos al pueblo; reiterados rescates de especuladores bancarios mediante la transferencia de sus deudas a ciudadanos y la reorientación de apoyos financieros del Estado a megacorporaciones; y el patrocinio de políticas de reconfiguración ideológica que incidieron desde la educación y el lenguaje hasta los marcos legales y de libertad presionando mediante agresivas agendas de interés aquellas nuevas convenciones culturales que, en la vida natural de los pueblos, podrían tardar varias décadas.
Sin embargo, ha dicho bien Trump: se trata de una etapa “en decadencia” que ya no puede mantener el poder hegemónico que gozó hace sólo un par de décadas y que ha encontrado sus derrotas tanto en la irrupción de personajes periféricos en el poder popular (muchas democracias dieron vuelcos radicales con la elección de líderes políticos antisistema) como en el refrescante avance de los modelos mixtos político-económicos distantes del endiosamiento neoliberal. Aquel modelo, congestionado y asfixiante, ha sido justo el sustrato en el que síntomas como Trump pueden expresarse con tanta potencia y confianza por parte de sus partidarios.
Sin duda, varios de los personajes icónicos de este viraje radical, han alcanzado poder y notoriedad gracias a su particular forma de comunicar, por mantener una postura política simple y determinada (a menudo más simplista que sencilla), por sus retóricas directas y exaltadas de ‘rescate’ nacionalista o de defensa de los valores tradicionales del pueblo, y por la convergencia de los muchos ‘parias’ y ‘excluidos’ del sistema precedente.
Es precisamente por ello que causa fascinación y angustia el refrendo de que este viraje esté intensamente respaldado por una buena porción del pueblo y que revela, en el fondo, una necesidad sociocultural abandonada durante décadas. Lo que ahora quizá está en la mente de esos liderazgos es pasar de enunciar la filosofía “que se expresa en fórmulas” a aquella que se afirma a través de las acciones; bien dice la máxima: “La fórmula tiene un valor, pero sólo la acción se contrapone a la inercia”.
Quizá desde esta perspectiva se podrán comprender las decisiones de gobierno que se tomen en esta ‘Segunda etapa de Trump’ (más definitoria que la primera) respecto a temas como la violencia, los carteles, las drogas y las armas; la migración, las deportaciones, los derechos humanos y la dignidad social; la economía de perspectiva nacional y los mercados prioritarios; la redefinición de las fronteras de libertad y los nuevos espacios de confrontación discursiva en los servicios omnímodos de los titanes mediáticos; las nuevas relaciones de poder entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial; la reconfiguración de los modelos educativos y laborales por la revolución tecnológica; y las nuevas perspectivas sobre la libertad de pensamiento, conciencia y religión aderezada por integrismos autorreferenciales.
La histórica alternancia y sucesión democrática en los Estados Unidos parece garantizar que el segundo mandato de Trump sólo durará cuatro años; pero quizá su estilo y marcos doctrinales, no. Otros países han demostrado que la sucesión en el poder no implica una renuncia a los grandes principios y valores del cambio necesario; y quizá esa sensación refleja la posibilidad de que, esperar que todo ‘vuelva a lo normal’, quizá no sea suficiente.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Renuncias y sucesiones episcopales
El 2025 será un año intenso para los obispos mexicanos
Este 2025 será un año intenso para los obispos de México. En primer lugar estarán sumergidos en las actividades que implican el Año Jubilar Ordinario; también estarán adecuando acentos pastorales para dar seguimiento al Proyecto Global de Pastoral 2031+2033; y, finalmente, entrarán en un periodo reflexivo respecto a los grandes temas que supone el recambio generacional episcopal que definirá los perfiles del futuro de la Iglesia mexicana.
Sobre el Jubileo 2025. A pesar de centrarse en la peregrinación de católicos a Roma, los obispos locales también han tenido oportunidad de que las puertas del perdón sean abiertas en sus catedrales diocesanas, más cercanas a los fieles, para que estos alcancen las indulgencias que ofrece la Iglesia cada cuarto de siglo. Sólo eso requiere proyectos de formación, catequesis y celebración para compartir a los creyentes la importancia de este momento jubilar.
Respecto a los acentos pastorales; se sabe que el cambio en la presidencia de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), dará seguimiento al proyecto pastoral aprobado por el pleno hace casi una década; sin embargo, también es claro que habrá ajustes en algunas prioridades. Al final del XXV Encuentro de Vicarios de Pastoral se puso enfoque en la sinodalidad y la misión profética de la Iglesia mexicana, lo cual anticipa análisis sobre el estilo de gobierno y operación al interior de las instituciones religiosas, al mismo tiempo de reforzar el ‘anuncio y la denuncia’ evangélica en medio de la realidad social.
Sin embargo, uno de los temas más acuciantes para el futuro de la Iglesia mexicana pasa por el recambio generacional de los perfiles episcopales. De hecho ha sido simbólico y muy significativo que, sólo arrancando el 2025, el cardenal arzobispo de México, Carlos Aguiar Retes, haya cumplido la edad canónica de retiro y que, por lo tanto, ha debido enviar su carta de renuncia al papa Francisco. Por supuesto, este es un procedimiento ordinario al que deben someterse todos los clérigos para poner a consideración de su superior el destino de su servicio y labor. No obstante, el acto en sí es simbólico porque obliga a imaginar los liderazgos eclesiales del segundo tercio del siglo.
Tras cumplir los 75 años de edad, el cardenal Aguiar entra por tanto en esa ‘sala de espera’ en la que la Santa Sede valora si el nombramiento de su sucesor es apremiante o no. Se suma a media docena de obispos y un cardenal que ya presentaron su renuncia al papa Francisco y que también aguardan el momento de su aceptación y el potencial nombramiento de su sucesor.
Los obispos que superan la edad canónica de retiro estos momentos son: el obispo de Xochimilco, Andrés Vargas Peña; el obispo de Tepic, Luis Artemio Flores Calzada; el obispo de Cancún-Chetumal, Pedro Pablo Elizondo Cárdenas; el obispo de Zamora, Javier Navarro Rodríguez; y el propio cardenal arzobispo de Guadalajara, José Francisco Robles Ortega. Por ello, el cardenal Aguiar declaró que espera que el pontífice argentino le conceda por lo menos la misma extensión de tiempo en el gobierno como lo ha aplicado con otros obispos del país.
Pero el 2025 apenas comienza, antes de la asamblea plenaria de obispos del próximo otoño, ya habrán presentado su renuncia otros siete pastores, incluidos tres arzobispos metropolitanos (Puebla, Víctor Sánchez Espinoza; Antequera-Oaxaca, Pedro Vázquez Villalobos; y Acapulco, Leopoldo González González); y en enero del 2026, el arzobispo de Morelia, Carlos Garfias Merlos; y el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López.
Por si fuera poco, hasta ahora el papa Francisco no ha designado pastores para la arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez y las diócesis de Ecatepec, Nuevo Casas Grandes, Nuevo Laredo, Nogales, Tapachula y El Nayar.
Se trata, por tanto, de ocho de diecinueve grandes circunscripciones eclesiásticas de referencia e importancia simbólica que analizan los perfiles de los obispos en funciones (que tengan alrededor de una década de experiencia episcopal) para ser elevados a arzobispos metropolitanos; y de casi una veintena de diócesis para las que la Nunciatura apostólica, la Santa Sede y México también estarán valorando perfiles de sacerdotes u obispos auxiliares para tomar las riendas no sólo de su porción de fieles sino de los grandes proyectos que están en desarrollo en la Iglesia mexicana rumbo a la celebración de los 500 años del Acontecimiento Guadalupano: vocaciones y ministerios, transmisión de la fe, cambio cultural, sinodalidad y reestructuración integral, construcción de paz, promoción de la dignidad humana y pastoral social.
Para el recambio generacional, los obispos de la ‘Era Francisco’ (casi todos auxiliares aún) ya han manifestado su papel e importancia para el futuro de la Iglesia mexicana; de entre ellos no sólo saldrán los obispos que dirigirán las diócesis después de que los obispos creados por Juan Pablo II y Benedicto XVI lleguen al retiro; también emergerán los nuevos referentes teológico-pastorales para una Iglesia que se aproxima a los 2000 años de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
Felipe Monroy
El poder del nombre
Nombrar es poseer de alguna manera. En el fondo, la aceptación compartida por lo menos por dos personas (aunque el ideal es que haya un gran consenso de colectividad) de que una cosa tenga un nombre y no otro, siempre tiene una traza de ejercicio de potestad, de poder y posesión. Se dice que la elección y definición de los signos lingüísticos que representan la identidad de los objetos, los seres, lo inasible y hasta lo imposible siempre será arbitraria, pero en el fondo hay un dispositivo que intenta fijar “la cosa” al “nombre” y ahí no participa el azar sino el poder.
Eso es lo que hay detrás del juego de retórica política que jugaron Donald Trump y Claudia Sheinbaum en días pasados: Si una porción de mar delimitada por ciertas playas y traspasada por los más variados intereses políticos y comerciales lleva un nombre u otro podría parecer baladí y, sin embargo, la lucha por esos nombre detona sentimientos y ciertos valores de historia, derecho, propiedad, orgullo, tradición, ley y costumbre que superan las características propias de las palabras con las que se quiere nombrar a la cosa.
El episodio originado por Trump al declarar que el Golfo de México debería llamarse Golfo de América (entendida ‘America’ como la nación estadounidense y no por el continente) y la respuesta de Sheinbaum sobre que los Estados Unidos de Norteamérica deberían llamarse entonces la América Mexicana, no debe parecernos un acto menor en el curso actual de la geopolítica y el cambio en el peso ideológico que enmarca las transformaciones sociales y culturales contemporáneas.
La gran disputa política actual está asentada en el lenguaje y en la forma en que ciertos poderes promueven, convencen, obligan o directamente coaccionan a las culturas a adoptar nuevos nombres para viejas realidades.
El episodio recuerda a ese fragmento mítico-fundacional de Macondo en la novela de García Márquez: el hijo del fundador del pueblo olvida el nombre del yunque y le pregunta a su padre por el nombre del objeto, el padre le dice que se llama “tas” y el chico escribe en un papel la palabra “tas” y se la pega al yunquecito: “Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro”.
Luego “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre”. El fragmento de esta novela es interesante porque contrapone la figura de poder del fundador del pueblo quien literalmente pone y pega el nombre a las cosas, a veces conservando unos y a veces inventando otros; mientras, la otra figura de referencia (la vidente) aprovecha “las evasiones de la memoria” del pueblo para no sólo ofrecer ver el futuro sino “ver el pasado” de la gente, adornando o tergiversando los recuerdos de los más viejos.
Al final, lo que García Márquez brillantemente relata es que una etapa esencial en el mito fundacional de un pueblo radica en el nombramiento de lo material y lo inmaterial, de lo propio y lo ajeno, de las esencias y cualidades de la realidad.
Y hoy, en pleno siglo XXI, después de largas décadas de un modelo internacional global, tecnodemocrático, neoliberalista, hiperregulado y dominado por una sola visión idiosincrática de mirar el mundo, sus prioridades y el tono en el que debe sonar el concierto entre las naciones, han surgido exóticos liderazgos, respaldados amplia e intensamente por sus pueblos, cuya lucha política es cultural, histórica y fundacional de sus pueblos; que van en contrasentido a las creencias e “impositivas sugerencias” de los organismos supranacionales y que, por supuesto, utilizan el discurso, la retórica, el lenguaje y el nombramiento de las cosas como dispositivos políticos no sólo para granjearse adeptos y conservar adherentes sino para construir las identidades de sus pueblos.
En efecto, hoy el Golfo de México se llama así, tanto por su historia como por la aceptación internacional, pero la identidad de su designación no es rígida, depende de factores que, como la historia nos ha enseñado, pueden variar: las guerras, las imposiciones, los nuevos consensos, las vanidades y orgullos… es decir, por diversas expresiones de poder.
¿Debería preocuparnos la posibilidad de que las cosas cambien de nombre? Sí, pero quizá no por las razones más evidentes (el cambio de una palabra por otra) sino porque los nombres de las cosas siempre van acompañados de dispositivos de poder, los cuales no siempre son sencillos de identificar. En los últimos años, por ejemplo, los grandes conceptos antropológicos, sociales, culturales, políticos y económicos como democracia, libertad, soberanía, derechos, vida, autonomía, hombre, mujer, igualdad, competencia, etcétera, han sido “pegados”, “adheridos” artificialmente a realidades distintas y justificados en historias o memorias en ocasiones ficcionadas (como hicieran tanto el fundador como la vidente de Macondo).
La crisis cultural y antropológica de la que aquí hemos hablado vive un conflicto de poder esencialmente en el nombramiento de las cosas. Como diría Heidegger: “Ninguna cosa es donde falta la palabra, es decir, el nombre. Solamente la palabra confiere el ‘ser’ a una cosa”. Y es ‘el ser’ lo que está hoy en disputa. Ojalá sucediera como sugirió Joan Margarit y que “al final todo se acaba pareciendo al nombre que soñamos”; pero los nombres no provienen de los sueños sino de las interacciones del poder.
Hay, por supuesto, una alternativa para participar de este juego discursivo y retórico de poderes sin validar las estratagemas de dominación de uno u otro bando, e incluso logrando la construcción de nuevos consensos periféricos, fuera de los centroides de poder en conflicto: abogar por las cosas a las que se les arrancó el nombre y pronunciar el nombre de las cosas olvidadas. Pero para ello se requiere tanto imaginación como delicadeza, dos cualidades poco valoradas en nuestros días.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe