Felipe Monroy
Debate cósmico: la fe y la ciencia reanudan un diálogo perdido
La ardiente búsqueda de la verdad no puede apagarse jamás con la supuesta frialdad de los datos científicos; de hecho, la ciencia es un ardor aún más intenso con el cual la humanidad no sólo ha iluminado las oscuridades más profundas de nuestra existencia sino que también ha alimentado a las mentes más brillantes a continuar explorando las lindes del cosmos y, entre ellas, la trascendencia, la fe y la existencia de Dios.
Esto es lo que nos ofrece ‘Dios – la ciencia – las pruebas’ cuyo innegable éxito en las librerías de Europa (más de 350 mil copias vendidas) revela el interés permanente de las personas –y sobre todo de los cientos de miles de lectores que se han emocionado con estas páginas– por comprender por qué la ciencia no sólo no desmiente la existencia de Dios sino que, por el contrario, la prueba.
Durante milenios, el desarrollo técnico y científico de la humanidad no estuvo distante de las perspectivas religiosas o de la existencia de Dios; sin embargo, ese diálogo permanente entre lo trascendente y lo terrenal se ha visto interrumpido apenas en las últimas dos centurias hasta llegar al punto de que una dimensión humana tan profunda como la fe parece no tener lugar en el ámbito de la ciencia.
El pensamiento occidental moderno parece poner una infranqueable barrera entre la fe y la ciencia; como si sus búsquedas particulares fueran incompatibles o, peor, irreconciliables. No obstante, los autores Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies comparten argumentos con los cuales esta distancia entre la fe y la ciencia podría no ser tan radical.
Esta falsa ruptura entre la fe y la ciencia la vemos y escuchamos en prácticamente todos los espacios de diálogo social y, en el fondo, se encuentra en los cimientos de la crisis antropológica contemporánea, la cual vuelve imposible el diálogo profundo y significativo sobre nuestra compleja naturaleza.
Por ello, se debe celebrar una audacia como las que los autores nos proponen en estas páginas; porque debaten de una manera directa y generosa, pero respetuosa y honesta, con aquellos que no piensan de la misma manera. Su propuesta es simple pero elegante y llena de argumentos que ponen a nuestra consideración: La ciencia moderna, al menos con los últimos avances científicos y tecnológicos, aportan inúmeras pruebas de la existencia de Dios.
Podemos asegurar que la tesis de este libro provoca todo tipo de reacciones, menos la indiferencia; por ello ha generado interesantes y hasta álgidos debates entre los más diversos gremios como de investigadores, académicos, filósofos, teólogos y, principalmente, en los areópagos populares, donde científicos creyentes y no creyentes, agnósticos, ateos y teístas, aportan sus propias reflexiones sobre cómo los más vanguardistas descubrimientos científicos nos obligan a repensar la existencia de Dios.
En este renovado debate, los científicos ateos y agnósticos tienen un nuevo escenario para dialogar y debatir pues, como lo demuestra el prólogo del Premio Nobel de Física, Robert Woodrow Wilson (uno de los científicos que descubrió la radiación cósmica de fondo, lo cual fortaleció la teoría cosmológica del Big Bang), los autores sólo nos ofrecen a mirar con una perspectiva fresca y apasionada todo esfuerzo humano para alcanzar la verdad y honrar lo que en su momento afirmó el otro Nobel de Física, Richard Feynman: “Los mejores científicos están abiertos a la posibilidad de que puedan estar equivocados, y están dispuestos a cambiar de opinión ante nuevas pruebas”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El lugar común como estrategia comunicativa
“Ojalá volvamos a un Papa de texto y libro”, me confesó un funcionario vaticano durante el último cónclave. Una periodista radicada en Roma por más de dos décadas coincidía: “Ya no queremos tantas sorpresas”. Ambos disfrazaban así su crítica a un pontificado cuyos signos no sólo fueron la reforma y la revolución sino también, hay que decirlo, cierto voluntarismo en un estilo de gobierno cuya humorada constituía el ‘ad libitum’ de no pocas decisiones.
Para el funcionario institucional y el periodista que cubre la fuente, nada mejor que ceñirse al guión, que nada ni nadie se salga de lo preestablecido. La disciplina comunicativa simplifica el trabajo, anticipa crisis, reduce la necesidad de discernimiento y proyecta control. Aunque también, por otro lado, termina constriñendo la capacidad creativa y las cualidades reactivas ante un ambiente radicalmente cambiante.
Son muchas las instituciones que priorizan evitar sorpresas, operando siempre dentro del manual. Ningún consultor les aconsejaría lo contrario. Pero la hiperregulación conlleva riesgos: el exceso de retórica vacía y los lugares comunes pueden trivializar sus mensajes ante audiencias no cautivas. Peor aún, abren grietas para que operadores hábiles distorsionen la realidad, aprovechando el apego institucional a los protocolos.
De hecho, no es raro encontrar casos donde agentes internos revierten decisiones superiores, sabiendo que a la institución le costaría desmentirlos. Las organizaciones más orgullosas de sus rituales y tradiciones suelen ser las más vulnerables a la simulación, el ocultamiento o el usufructo privado de bienes colectivos.
Estas entidades, satisfechas con sus mecanismos de control, rechazan por sistema la audacia comunicativa. Prefieren el lugar común —aunque repitan fórmulas gastadas— antes que arriesgarse a innovar. Así, sus mensajes pierden frescura y relevancia, volviéndose banales en medio de los debates sociales.
Un periodista me dijo alguna vez: “Quien comparó ojos con estrellas y dientes con perlas fue un genio; quien lo repitió, un necio”. Lamentablemente, muchas instituciones eligen la seguridad de lo trillado. Al repetir las fórmulas exitosas o correctas, no hay espacio para el error, pero tampoco para ninguna audacia. Pero aquí cabe un matiz: no bastan sólo las palabras originales sino las que, con autenticidad, conservan el sentido de lo que se quiere expresar.
La Iglesia católica vive hoy este dilema. Tras el pontificado de Francisco —con su lenguaje y gestos disruptivos que interpelaron al mundo—, el desafío de León XIV es seguir la audacia comunicativa (“nueva en su ardor, nueva en su lenguaje”) al tiempo de conservar la autenticidad de un contenido cuyo depósito doctrinal es bimilenario. La tentación de refugiarse en “el texto y el libro” no es más que el canto de sirenas de quienes buscan control… y quizás beneficiarse de él.
Director de VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Simulacros de la realidad en tiempos de la IA
Un par de amigos me han hecho llegar un video suyo en el que son entrevistados en un programa de televisión. La presentadora habla con ellos, gesticula, se dirige a la audiencia al otro lado de la pantalla, es entretenida; les hace preguntas interesantes y alterna entre ellos en el diálogo; mis amigos responden y los puedo notar serenos y cómodos en el tono y el timbre de la voz que les reconozco. Todo es falso.
Los colegas no hablan ni entienden el idioma en que aparecen en el video, la presentadora no existe, tampoco el set de televisión ni la entrevista; las preguntas y respuestas fueron redactadas por un programa de cómputo que evaluó las mejores narrativas para ‘enganchar’ a ciertas audiencias y, como pueden imaginar, todo el video, las luces, el cambio de cámaras, la sincronización de los labios al texto y el envío de todo este artificio dirigido a mi persona fue armado por una extraordinariamente accesible inteligencia artificial.
Ya no extraña esta calidad de falsificación de la realidad y cada vez cuesta más trabajo el discernimiento para evaluar la autenticidad de lo que las herramientas tecnológicas ofrecen como ‘hechos’. Estamos frente a lo que Baudrillard definió como un “simulacro puro”, una simulación avanzada que borra toda distinción entre lo real y lo ficticio; y es que, en el fondo, este tipo de productos de consumo digital no pretenden imitar la realidad sino sustituirla.
La hiperrealidad que la IA es capaz de producir –y nosotros de consumirla– cumple con las cualidades de las etapas de los simulacros planteados por Baudrillard: pueden hacer representaciones fieles de la realidad, copiando cada aspecto que nosotros mismos validamos como ‘verdadero’; pero también facilitan la perversión de dichos aspectos, distorsionando esa realidad como lo hace la propaganda (hacerle creer a la audiencia alguna cualidad falsa sobre realidades representadas). Estos simulacros al alcance de la mano de casi cualquier neófito tecnológico pueden generar existencias sin relación alguna a la realidad o incluso pueden preceder a la realidad, anticipando la existencia de una realidad erigida sobre simulaciones.
De hecho, mientras escribo esto, el procesador de textos me sugiere “ayudarme a escribir” lo que quizá no quiero escribir y lo escribirá aunque jamás yo lo hubiera pensado. Me ofrece un comando simple para que los algoritmos (lo que sea que eso signifique) me sustituyan a mí mismo redactando alguna idea que proviene de un sitio no sólo desconocido sino auténticamente inexistente.
Todo esto ha generado un intenso debate ético sobre cuáles son los márgenes de la realidad que se deben respetar al utilizar las tecnologías hoy accesibles y, por supuesto, es muy necesario; sin embargo, no todos tenemos el mismo optimismo sobre las cualidades del consenso o de la vigilancia que habrán de regular la indiscriminada construcción histórica de ficciones cuyos efectos terminen condicionando la naturaleza de la existencia humana.
Hoy, la resistencia a los simulacros propuestos por algoritmos y modelos para satisfacer las dinámicas de los modelos de consumo es una habilidad indispensable de lo que se denomina como “alfabetización digital”; pero por desgracia, reconocer los trazos de realidad y defenderlos en un complejo e inabarcable universo de simulacros se ha convertido en un acto incómodo, como el de un profeta veterotestamentario que advierte lo que ve aunque los demás no puedan verlo:
Es decir que, mientras estas simulaciones sigan produciendo la realidad compartida, la verdad seguirá siendo irrelevante; serán los efectos sociales gestionados por los simulacros los que terminarán determinando la experiencia humana, su historia y su propósito.
Observo por enésima vez el video de mis amigos y pienso en el futuro, en la absurda cantidad de información digital almacenada que intentará explicar nuestro presente y me pregunto si en el futuro querrán discernir si lo que estarán mirando habrá sido verdad o no. Y la única respuesta lógica que encuentro es que para ellos, toda nuestra realidad y sus simulacros tendrán aún menor valor que ahora.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El Papa del imperio de ayer
El cardenal Robert Francis Prevost siempre estuvo entre los ‘papabili’ para suceder a Francisco sustancialmente por dos razones: se ubicaba entre la media de los 70 años, y había presidido quizá el segundo dicasterio más poderoso del Vaticano como encargado del nombramiento, formación y atención de los obispos del mundo. Sin embargo, la mayoría de los analistas coincidían en que tiene una cualidad personal que se convertía en tara: la nacionalidad norteamericana.
Desde hace años, se solía hacer un comentario entre jocoso y severo sobre la imposibilidad de que la ONU o la Iglesia católica tuvieran un líder de origen gringo. En el fondo, se consideraba que un organismo o una institución que muchas veces hace de balanza o contrapeso a los poderes omnímodos perdería objetividad o equilibrio con un ciudadano del imperio norteamericano como titular. Bajo esta lógica, una saludable globalidad, así como el respeto a la pluralidad y a las marginalidades presentes sobre la tierra parecían exigir un líder con la conciencia natural de que no todo el mundo juega bajo las reglas de la poderosa nación norteamericana.
De Prevost, no obstante, se decía sin reparo durante las vísperas del cónclave que, entre los purpurados norteamericanos, él era “el menos gringo de los gringos”. Y en esta frase no solo estaba encerrada la larga misión del religioso agustino en Perú y su ‘corazón latinoamericano’ como ha insistido publicar la prensa del sur global (y de la cual hablaremos en otro artículo); también expresaba la profunda desconfianza respecto a la sede del imperio yanqui: sus valores, sus discursos y su carácter de dominio. Así, “ser menos gringo” significaba ser mejor candidato al papado.
Después de Francisco y su radical reivindicación de las periferias; de los pueblos, naciones y regiones desplazadas, expoliadas o convertidas en zonas de descarte de los centros de poder, había una auténtica inquietud de que el papado cayera en manos de alguien que representara los rasgos políticos del colonialismo o del imperialismo. Más que el temor al retorno de las tradiciones exquisitas o la belleza ornamental herencia de una Iglesia bimilenaria; la inquietud de quienes fueron resignificados por Francisco se condensaba en preocupación porque su sucesor representase la visión de los privilegiados, de la posición cómoda de quien no se ve obligado a aprender otro idioma o a usar otra moneda o a comprender una cultura.
El sentimiento no es completamente injustificado: la dura imposición de la economía y la cultura norteamericana ha dominado el orbe desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un sistema coaligado entre su intervencionismo bélico, su propaganda heróica mediática, la dolarización del sistema financiero y comercial, la seductora “american way of life” y su aparentemente imbatible jactancia político-democrática ha supuesto una dominación absoluta de la moral geopolítica. Y así era, al menos, hasta hace muy poco tiempo. El hecho de que su dos veces presidente Donald Trump haya recogido la indignación de un país que ha perdido su dominación imperialista, evidencia que hoy, los Estados Unidos ya no tiene el peso de ayer.
Por ello, la frase dicha en los murmullos cardenalicios previos al cónclave “es el menos gringo de los gringos”, parecía justificar su anticipada decisión.
Es improbable que los cardenales hayan electo al primer pontífice de origen norteamericano por estas razones, pero es un hecho de que no eligieron antes a un Papa de Estados Unidos (a pesar de haber tenido a personajes de inmensa talla y aún mayor admiración en el colegio cardenalicios) precisamente por la preocupación de condensar las figuras de referencia y poder en el centroide estadounidense.
¿Por qué entonces ahora ha salido un Papa norteamericano? Quizá la respuesta está en la propia trayectoria de Prevost: Una vocación religiosa nacida en EU pero que se alejó de toda comodidad al hacerse misionero: aprendiendo otra lengua, otra cultura y permitiéndose vulnerar por sus heridas. Y quizá también porque los Estados Unidos ya no representan el idílico sueño hegemónico que fueron; basta ver la casa y la parroquia en Chicago donde el hoy pontífice León XIV encontró el llamado a servir a Dios: una marginalidad suburbana que conoció mejores glorias y que, sin darse cuenta, se ha hermanado a las periferias del mundo.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma @monroyfelipe
Felipe Monroy
León XIV, el Papa para el otro lado del puente
Si hay un hombre “puente”, ese es Robert Francis Prevost (1955). Hijo de muchos mundos, nacido en Chicago, en la cosmopolita ciudad norteamericana, pero de padres de ascendencia europea: madre española y padre de raíces francoitalianas. Su formación inicial ha sido en el terreno de las ciencias exactas pues tiene estudios en Matemáticas; aunque encontró camino espiritual con los frailes de la Orden de San Agustín formándose en Teología de la Divinidad y en Derecho Canónico.
Su vida también es un puente de ida y retorno entre Estados Unidos y Latinoamérica pues después de sus votos solemnes en su ciudad natal y su ordenación sacerdotal, destinó su servicio misionero en Perú donde lideró intensa labor pastoral y de gobierno en vicariatos apostólicos y periferias de los Andes conduciendo los esfuerzos de la orden religiosa, fortaleciendo la formación teológica e intelectual y consolidando estructuras eclesiales para regiones en explosión demográfica. Retornó a Estados Unidos para continuar con su labor formativa y de gobierno provincial, pero el papa Francisco le encomendó asumir servicio episcopal en Chiclayo como administrador apostólico donde tomó finalmente la nacionalidad peruana.
El propio papa Francisco le pidió construir otro puente complejo: el que se extiende entre la Curia Romana y las periferias episcopales del mundo. Nombrado como prefecto para el Dicasterio para los Obispos tuvo la responsabilidad de cargar con la otrora poderosa congregación con el nuevo marco reformista concretado en la constitución Predicate Evangelium.
León XIV parece tener como misión no sólo atención de las tensiones de las existentes en la Iglesia y el mundo, sino quizá su resolución desde una perspectiva que mire con mucha profundidad en la realidad: entre la tradición y la reforma, entre la espiritualidad y la gobernanza, entre los prístinos palacios y la periferia pastoral, entre los gestos de caridad humanista y la disciplina institucional, entre la producción intelectual y la misión evangelizadora.
En un mundo fragmentado y lleno de conflictos, León XIV ha adelantado que su corazón y carisma estará en la búsqueda de la paz (“una paz desarmada y desarmante, humilde y perseverante”); y su programa –condensado en la elección de su nombre pontificio– mantiene firme la necesaria conversación respecto a la justicia social, el bienestar de los trabajadores más explotados, el clamor por un mundo que recobre la dignidad de la labor humana ante la sombra ominosa de su reemplazo por la inteligencia artificial.
Al igual que su predecesor en el nombre papal, León XIII –que iluminó las oscuras problemáticas de la industrialización, la propaganda, el imperialismo, la ideologización política, el abuso de los poderosos y el expolio sobre los pueblos al final del siglo XIX–, ahora León XIV se enfrenta junto con los católicos a la hiper tecnificación; al postimperialismo; a los nuevos mecanismos de la vieja propaganda de odio y miedo; y a la radicalización de la ideología anti antropológica y contra la dignidad humana.
El invaluable servicio del papa León XIII resguardó con una pequeña pero tenaz luz el hórrido estruendo de las guerras de la primera mitad del siglo pasado; y la humanidad salió de esa tragedia reivindicando algunas de las más proféticas ideas del pontífice. Veremos el talante del peruano-norteamericano, del agustino-misionero, del pastor-formador y el reformador-conciliador que hoy dirige e inspira a más de mil 400 almas de católicos en los más diversos rincones del planeta.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial Siete24.mx a Roma @monroyfelipe
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