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Felipe Monroy

Del altar al voto, intersecciones políticas

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La divulgación del video de las aspiraciones presidenciales de Rosario Robles no sólo fue una irrupción en la agenda política mexicana, el eslógan de su campaña “Rosario de México” acompañado justamente por el crucifijo y las cuentas del devocional católico es parte de un juego retórico anfibológico que revela el uso manipulador de la fe y la religión en la actual contienda electoral por la presidencia del país.

La explotación de la vastedad de símbolos y principios religiosos católicos en la política mexicana no es algo nuevo, pero en cada época ha significado algo distinto. A finales del siglo XIX, bajo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y animados por la encíclica social Rerum Novarum, varios círculos obreros católicos comenzaron a forjar su acción política para intervenir en la sociedad defendiendo el derecho al trabajo digno sobre el capital y pugnando por la libertad en el orden y en la democracia; a inicios del siglo XX, una franca y abierta lucha armada contra el régimen autoritario, anticatólico y usurpador de funciones religiosas fue exaltada por la devoción a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe; y más adelante, los colores del manto de la Virgen María (blanco y azul) inspiraron como símbolo a las diferentes asociaciones católicas a sumarse a un proyecto partidista con principios del liberalismo cristiano.

Durante toda la segunda mitad del siglo XX, los pactos de no agresión entre el gobierno mexicano y el clero católico acordaron tácitamente que si los mártires de la persecución no iban a ser beatificados ni ofrecidos como modelos a seguir, entonces las masas serían respetadas en sus prácticas religiosas (sólo dentro de los templos) y que, a modo de caciques espirituales, los ministros de culto y los heraldos del partido establecerían esa frontera infranqueable entre lo público (la política y la participación ciudadana) y lo privado (la fe y las devociones) de su grey. Así, los poderes políticos y religiosos institucionalizados encontraron un equilibrio en el que ni la propaganda ni la conversión fueron relevantes. La expresión “administrar la abundancia” significa en el fondo el control de bienes y valores que no están realmente en disputa: ni el partido ni la fe tradicionales tenían auténtica competencia.

Sin embargo, con los ajustes de la ideología neoliberal y una sociedad asediada por la información, nuevos problemas y nuevas ambiciones han emergido en la política contemporánea en las últimas décadas. Estamos ahora frente a una auténtica disputa entre diferentes modelos de nación y, por si fuera poco, hay intensos cambios en las dinámicas religiosas de los mexicanos: un creciente ateísmo, una explosión de expresiones cristianas protestantes y una lenta pero trepidante y radical actualización de la Iglesia católica.

En estas condiciones, tanto las instituciones religiosas como las políticas ceden al juego retórico de las ambigüedades con interés manipulativo de la ciudadanía y de los creyentes.

Así, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) utilizó el recurso anfibológico para crear vínculos emocionales con la Virgen Morena del Tepeyac; el presidente de la República aseguró enfrentar la pandemia de COVID-19 mediante el ‘detente’, un devocional del Sagrado Corazón de Jesús; o una aspirante de la candidatura oficialista vistió un faldón con la imagen del ayate sagrado de Nuestra Señora de Guadalupe; y una figura de la socialité comparó a otra candidata con la Madre de Dios en un frenético panegírico.

Por ello, Robles usa en su campaña la imagen de un crucifijo con cuentas mientras se autodenomina “Rosario de México” en clara alusión al sacramental devocional católico; y muy probablemente otros personajes van a jugar con dichas ambigüedades retóricas.

Hay, además, otros grupos y personajes que abandonan todo equívoco y utilizan la fe y la religión directamente para fines políticos pragmáticos y utilitarios: se autovaloran como personas de fe, genuinas y fidedignas, y aseguran que todas sus palabras y sus proyectos convergen con los mandatos divinos, satanizan a quienes no piensan como ellos y sin pudor afirman que su lucha política es una misión mística, pues no son sino herramientas de la purificación que el Todopoderoso quiere para toda una nación. Sobre ellos, incluso el papa Francisco se muestra cauto: “Como cristianos, debemos mantenernos alejados de la tentación de presentar nuestra fe como una certeza indiscutible que se impone a todos… fuera de los objetivos del amor no hay verdad que valga la pena”, dice en su reciente carta apostólica Sublimitas et misera hominis.

Sin embargo, en el fondo, ambos estilos –el ambiguo y el radical– no hacen sino propaganda para la adhesión política; buscan una conversión no espiritual sino pragmática que va del altar al voto y que requiere de ministros y creyentes para su prédica social en la conversación digital principalmente. Su objetivo son esos hombres y mujeres cuyas intersecciones políticas entre su fe y su responsabilidad cívica seguro hoy les causan serias esquizofrenias.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa

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Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.

En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.

Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.

La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.

Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.

La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.

La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.

Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.

Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.

Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.

La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.

Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

AMLO y el Episcopado mexicano

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Sólo un necio se atrevería a simplificar la compleja relación que el episcopado mexicano ha sostenido con Andrés Manuel López Obrador en las últimas dos décadas; el tabasqueño ha sido un personaje político particularmente difícil de comprender para la cúpula de los liderazgos católicos nacionales.

Mientras algunos obispos entienden y asimilan que la fuerza política de López Obrador proviene de una ardua reivindicación de largas luchas populares, de complicados resentimientos históricos y del hartazgo social acumulado por administraciones no sólo ineficientes sino corrompidas y corruptoras; otras jerarquías eclesiásticas consideran que el político es un enemigo de las instituciones nacionales (incluida la católica), un manipulador de los sentimientos religiosos tradicionales en el pueblo mexicano y un pragmático usurpador de símbolos y retórica cristiana con fines políticos.

Desde su época como presidente del PRD, jefe de gobierno del Distrito Federal, tres veces candidato a la presidencia de la República y el principal rostro visible de oposición a lo que él denominó “la mafia en el poder”, algunos liderazgos episcopales entraron en conflicto con López Obrador, en ocasiones debido a las tensiones sociales derivadas de la agenda presumiblemente ‘progresista’ o ‘de izquierda’ promovida por sus correligionarios, pero también por las cercanías y complicidades previas de algunos jerarcas religiosas con élites y grupos enquistados en el poder político-económico del país.

En particular, algunos ministros y obispos católicos han aprovechado ciertas coyunturas políticas para manifestar públicamente su oposición ideológica con el presidente, con su partido y su movimiento político. A través de ciertas orientaciones políticas y mediáticas dirigidas a la grey, obispos y sacerdotes –con la venia de sus superiores– han utilizado retóricas y narrativas con eufemismos políticos para persuadir a la ciudadanía de que el gobierno de López atenta contra las instituciones sociales, es autoritario, antidemocrático y directamente dictatorial. En el extremo, en plena catedral y aún revestido por la celebración eucarística dominical, un pastor incluso llamó a votar por un partido político opuesto al del presidente y hay ministros que no se ruborizan al repetir eslóganes propagandísticos anti obradoristas en servicios religiosos.

Y, sin embargo, el episcopado en pleno ha sido sumamente diplomático y respetuoso con López Obrador en sus tres visitas como candidato presidencial (2006, 2012 y 2018) y en el par de encuentros como presidente de México. A lo largo del sexenio, de manera formal, no desistieron de buscar cooperación y coparticipación entre el gobierno federal y la CEM para trabajar en asuntos como la construcción de paz, la atención del fenómeno migratorio y la libertad religiosa.

Por su parte, López Obrador ha sido especialmente agresivo con los obispos mexicanos. Aunque el político ha manifestado su admiración por el papa Francisco y buscó intensamente que el pontífice visitara el país bajo su administración, a través de sus conferencias ha acusado a los pastores mexicanos de no acompañar ni conocer al pueblo mexicano, de defender el neoliberalismo, de apoyar ‘al bloque político conservador’, de connivencia con las élites y los poderes fácticos, y hasta de ‘complicidad con los saqueadores y explotadores del pueblo’. Desde una superioridad moral –típica del puritanismo protestante–, los acusó de no ser buenos creyentes ni buenos cristianos.

Por ello, el último encuentro del tabasqueño con el pleno episcopal del miércoles 15 de noviembre pasado, sucedió en un ambiente incómodo, molesto, frío y seco en el que Obrador se escuchó a sí mismo –para no variar– durante casi una hora y en el que un par de representantes episcopales compartieron sus inquietudes sobre dramas graves que continúan padeciendo los mexicanos: la irrefrenable violencia, el dominio del crimen organizado, los efectos de la crisis humanitaria migratoria, la emergencia educativa y la corrupción ideológica en la dignidad de la vida humana, la familia y las libertades fundamentales.

Es muy probable que López Obrador no vuelva a tener oportunidad de encontrarse con los pastores católicos mexicanos en pleno; su administración está por concluir y las dinámicas electorales del 2024 ocupan ya las principales preocupaciones políticas. De manera inédita, el Consejo Permanente de obispos ya sostuvo sendas reuniones con las mujeres que lideran los dos proyectos políticos antagónicos rumbo a la presidencia de México, aún cuando el proceso electoral no da verificativo del inicio de las precampañas ni de la campaña presidencial, tal es la urgencia de nuevos interlocutores entre el episcopado y la política mexicana.

Al igual que sus predecesores, López Obrador alcanza apenas momentos anecdóticos e insustanciales para con las instituciones religiosas de México: No se avanzó en leyes que garanticen la plena libertad religiosa de los ciudadanos, no se combatió el jacobinismo trasnochado en las esferas legislativas y judiciales de México, no se trabajó en reparar heridas aún abiertas por la persecución religiosa politizada desde el Estado mexicano, no se actualizaron leyes discriminatorias contra ministros de culto, ni se concretaron trabajos en confianza y corresponsables entre autoridades civiles y religiosas para beneficio de poblaciones y comunidades, ni siquiera en momentos de emergencia.

El sexenio agoniza y hoy hay prioridad en el discernimiento entre dos proyectos de nación que estarán enfrentándose en la arena electoral; los cuales, sin apasionamientos simplones, han demostrado tener tanto efectos positivos como negativos en la sociedad mexicana. No obstante, el clima en el episcopado evidencia buena parte del sentimiento generalizado: no hay aplausos ni estridencias en un gobierno que concluye sin que se hayan cumplido los terribles vaticinios de sus malquerientes pero tampoco sin los resultados prometidos por una administración que encendió una gran esperanza de transformación. Como diría el poeta: “Así termina… no con una explosión sino en un gemido”.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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