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Felipe Monroy

Claudia y Xóchitl, segunda aduana episcopal

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Tanto el ambiente como el salón de la plenaria episcopal lucieron colmados de expectativas y ansiedad política; los obispos de México recibieron a las dos candidatas a la presidencia de la República, Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez, para escrutar algo más que sus proyectos políticos. Como se sabe, este encuentro de los aspirantes con los líderes católicos de México no define el rumbo de las intenciones electorales pero sí adelanta el tipo de relación que se sostendrá entre el poder político y el poder eclesiástico durante el sexenio.

Hace seis años, los obispos comentan que Andrés Manuel López Obrador utilizó todo el tiempo del encuentro para prolongar, en su monomanía, su discurso y planteamiento político; al final quedó muy poco tiempo para el diálogo (y eso que era su tercera ocasión frente al pleno episcopal). Como se sabe, López Obrador arrasó indubitablemente en la elección pero, una vez en el poder, la falta de diálogo entre el poder civil y el eclesiástico fue construyendo una animadversión mutua; la cual, a pesar de la diplomacia, moderación y templanza del presidente del episcopado, Rogelio Cabrera, ha motivado a no pocos obispos, sacerdotes, laicos católicos y estructuras eclesiales a operar política y discursivamente contra todos los aliados del movimiento cuatroteísta.

Quizá por eso mismo y consciente de la desventaja heredada, Sheinbaum llegó con puntualidad y apertura. Intercambió un breve diálogo con el presidente de la CEM y después dirigió al pleno un discurso de alrededor de 30 minutos donde presentó los ejes principales de su plataforma y el proyecto para la Presidencia; el diálogo fue un poco más abundante pero –a decir de los presentes– no necesariamente esclarecedor. Como se ha dicho en otros foros, algunos obispos consideran que la candidata de Morena, PT y PVEM tiene dificultades para empatizar y cautivar a sus interlocutores: su discurso es estructurado y claro, pero monótono y técnico.

Con Sheimbaun había un tema ineludible: la violencia y el fracaso de las estrategias de seguridad. La candidata firmó semanas atrás, con reservas, el Compromiso por la Paz compendiado por el episcopado y las comunidades religiosas junto a varios sectores de la sociedad civil. En ese entonces dijo no compartir el panorama pesimista y calamitoso de la Iglesia; sin embargo, a pesar de tener justo frente a ella al cardenal emérito Norberto Rivera y al obispo de Orizaba, Eduardo Cervantes –primero y último de los obispos que sufrieron asaltos armados tras el triunfo de López Obrador– continuó sin reconocer la ausencia de avances en materia de seguridad ciudadana. Sin duda Sheinbaum navegó contra muchos prejuicios pero tampoco logró cimentar una nueva relación con los líderes católicos.

La historia fue muy diferente con Xóchitl Gálvez. El episcopado la recibió sin solemnidades y como a una vieja conocida; en sus diez minutos de presentación, Gálvez no habló de política ni de proyectos sino de su sabida historia personal que ha sido su principal herramienta mercadológica en esta elección. Después saludó e interactuó con algunos obispos periféricos con los que ya había establecido contacto durante el sexenio de Vicente Fox y también con el arzobispo de Tulancingo con quien se presentó como candidata estatal al gobierno de Hidalgo en 2010.

Los cardenales activos se acercaron solícitos a saludarla y la única pregunta incómoda que recibió fue por parte del obispo emérito, Raúl Vera, por la supeditación de su campaña y potencial gobierno no sólo a las estructuras del PRI, PAN y PRD sino a los acuerdos de sus dirigencias para colocarse de forma ominosa a ellos mismos en las principales curules plurinominales. Gálvez respondió como siempre, desmarcándose de los partidos cuyas cúpulas la colocaron en la candidatura; de ese modo, la oficina de prensa del Episcopado le hizo justo el favor de no mencionar en su comunicado a sus partidos políticos que, se ha demostrado, son algunos de los principales lastres que afectan sus intenciones de voto.

Finalmente, en ambos encuentros, emergió un tema que los obispos cuestionaron a las dos candidatas: el asunto de la libertad religiosa y en particular de la libertad de expresión política de los ministros de culto. Tanto a Claudia como a Xóchitl se les cuestionó especialmente sobre este derecho ya que, debido a la falta de actualización de las leyes reglamentarias sobre asociaciones religiosas y culto público, aún existen mecanismos poco claros respecto a los márgenes de censura y sanción contra los ministros religiosos que participen indirecta o disimuladamente en el juego político. La candidata de Morena, PT y PVEM se comprometió a garantizar la libertad religiosa pero continuó diferenciando las esferas de actuación del Estado y de las organizaciones religiosas.

Por su parte, la candidata del PRI, PAN y PRD acusó la falta de libertad de expresión política de los ministros en México con un dato que ni siquiera la propias instituciones religiosas han divulgado o confirmado: dijo que sesenta ministros de culto son investigados directamente por el Estado debido a actividades políticas propagandísticas explícitas o tácitas. Delitos que aún permanecen en la legislación mexicana y que no se persiguen de oficio sino a través de querellas y denuncias de terceros.

Respecto al candidato Maynez de Movimiento Ciudadano: su visita al plenario episcopal quedó agendada un día más tarde e incluso después que se realizó el conversatorio entre obispos sobre las plataformas políticas. No es, sin embargo, sólo una visita de cortesía; en el fondo –como explica a esta columna un destacado diplomático y hombre cercano al papa Francisco– la Iglesia católica debe eludir la tentación de operar a favor o en contra de opciones o facciones políticas concretas en una democracia; debe evitar hacer propaganda política directa o indirectamente, puesto que en el pueblo reside la decisión de quiénes van a gobernar y ahí debe estar la Iglesia para “acompañar a quienes van a ser servidores del pueblo, ayudarlos en esa difícil labor que no está exenta de compromisos y presiones”. Veremos.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Sobre representaciones y ficciones políticas

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Enfrascados en minucias matemáticas e interpretaciones leguleyas, nos olvidamos de aquello que simboliza y significa la representación política para el pueblo mexicano. ¿Qué aporta la representación política partidista a nuestro sistema democrático y por qué antes de hablar de ‘sobre-representaciones’ o ‘sub-representaciones’ debemos hablar sobre los márgenes de poder que se discuten con tanta vehemencia en estos días?

En primer lugar hay que recordar que toda representación política es una “ficción delimitante e institucionalizada del poder” es decir, es una simulación inventada y regulada de una realidad social donde se juegan expresiones del poder: desde los gentiles acuerdos hasta las más duras imposiciones. Y es delimitante porque ‘distingue’ y pone una frontera entre aquello representado y lo que no.

El ideal del sistema democrático en México, por tanto, reclamaría que los anhelos del pueblo fuesen fielmente reflejados por sus representantes electos; así, varias personas serían ‘revestidas’ de signos que simbolizan la voz y el clamor de, por lo menos, una porción de pueblo. De tal suerte que, las auténticas necesidades y conflictos que se viven en grandes ámbitos sociales, no se dirimen por la fuerza en caóticas multitudes, sino en las ‘representaciones’ donde –a modo de una puesta en escena– los personajes políticos realizan funciones tanto prácticas como simbólicas para ejercer el poder, gobernar y resolver contradicciones.

Dicho lo anterior, el actual entuerto respecto a la cantidad de legisladores que los partidos políticos deben asegurar en el Congreso sin duda es un conflicto nodal para la vida democrática mexicana pero no sólo por la cantidad de los miembros de un partido u otro en las curules legislativas sino por la cualidad de lo representado ante los poderes de la Federación. Es decir, la cuestión sobre cuál es el principal conflicto que debe ser representado en este juego de posiciones legislativas es mucho más importante que la cantidad de partidarios fieles a uno u otro movimiento político. Aún más, los recursos económicos que suponen a los partidos cada curul pueden ser importantes para los aparatos partidistas pero no significa nada para la democracia si dichas representaciones no proponen ‘equilibrios’ discursivos en la puesta escénica legislativa.

Lo central no es, por tanto, el número de escaños asegurados sino el auténtico esfuerzo de vinculación entre gobernantes y gobernados que las representaciones políticas puedan poner en escena. Dicho de otra manera: una minoría que represente con mayor fidelidad el conflicto sociopolítico y se comprometa enteramente en su papel podría ejecutar márgenes de poder más legítimos que una mayoría difusa e institucionalizada que estructure la toma de decisiones desde la imposición acrítica.

La representación política no deja de ser una especie de escenario en donde se dirimen los conflictos sociales y se toman decisiones que afectan a los espacios intra y extra escénicos; por si fuera poco dicha escenificación no está condicionada exclusivamente por las reglas (la ley) y las estructuras (las instituciones) sino también por el lenguaje (el discurso).

Y esto último es vital para comprender por qué la crítica que reciben los legisladores se debe a las cualidades de la dimensión política que representan y al tipo de articulación mediadora que deben a la población; porque las respuestas simples pueden estar en un artículo de la ley o en los manuales del ejercicio del servicio público (todos recordamos a la tristemente célebre diputada priista Paloma Sánchez decir ‘Soy pluri y a gusto’ a modo de sorna y justificación que su papel de representación no se lo debe al ciudadano sino a su cúpula partidista) pero la realidad no sólo es disarmónica con el texto leído en clave tecnocrática sino que está desarticulada del discurso político que legitima la representación y el sistema político existente.

En conclusión, el actual conflicto respecto a los volúmenes de representación legislativa para evitar la sobre-representación o la sub-representación no sólo debe leerse en códigos rigoristas de la norma o interpretaciones laxas de la ley; debe leerse en código político-discursivo porque no sólo se cuestionan los números de la representación sino la misma legitimidad del sistema político: ¿Qué representan los detentadores de las mayorías legislativas? Y, ¿en verdad las reglas de representación política minoritaria reflejan las necesidades de las minorías sociales? ¿A través de qué discursos?

Esto último no es accesorio ni anecdótico, es primordial; porque el problema derivado de tornar en exquisiteces interpretativas de la ley un asunto de ficción política provoca la separación cada vez mayor entre el pueblo y las estructuras gobernantes; si la distancia entre lo simbólico y lo significativo del poder del pueblo delegado a los representantes desvincula al primero con los segundos se crean espacios de autorepresentación, otros sistemas, otras reglas, casi siempre supeditadas a poderes que antes se consideraban fácticos pero que, contra toda intuición, están en vías de legitimarse. Y eso sí sería un problema.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Misas en latín y ángeles en alfileres

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La historia refiere como epítome de las ‘discusiones bizantinas’ a aquel debate sobre la cantidad de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler en el que estaban enfrascados los sabios cristianos en Constantinopla mientras el imperio omeya mantenía bajo asedio a toda la ciudad durante cuatro años. La ciudad se salvó un poco más pero la leyenda quedó como ejemplo de cómo el pensamiento místico cuando se encuentra descarnado (desnaturalizado de la condición humana y del contexto histórico) pierde la oportunidad de obrar en la cultura y en las complejas necesidades de la humanidad.

Me vino a la mente este pasaje por la multiplicación cada vez más extraña de voces que aseguran –vía rumores– que el papa Francisco prohibirá de una vez y para siempre un estilo litúrgico de misas en latín. En realidad, el término correcto es la Misa bajo el ritual de Pio V o misa tridentina de 1570, esto es: tal como se celebraba de manera regular antes del Concilio Vaticano II; porque en realidad también se puede celebrar la misa en latín bajo el novus ordo promulgado por el papa Paulo VI en 1969.

Como sea, todo esto nace de un rumor publicado por el blog Rorate Caeli en el que asegura que, desde los círculos cercanos al cardenal Arthur Roche, prefecto del dicasterio pontificio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el papa Francisco “intenta implementar una solución estricta, radical y definitiva que prohibirá la misa tradicional en latín”. Aseguran que los “ideólogos” detrás del pontífice “quieren prohibir y cerrarla en todas partes e inmediatamente; quieren hacerlo mientras Francisco esté en el poder y que sea lo más amplia, definitiva e irreversible posible”.

El puro rumor ha bastado para que personajes públicos (en su mayoría gente cercana a la élite británica y al jet set) como Bianca Jagger, activista ex pareja de Mick Jagger de los Rolling Stones; Julian Fellowes, creador de la serie Downton Abbey; Tom Holland, autor agnóstico analista del cristianismo occidental; la princesa de Kent; los lores británicos David Alton y Michael Berkeley; así como varios distinguidos artistas, músicos, diseñadores de interiores y periodistas firmaran una carta dirigida al papa Francisco para que considere su intento de prohibición. Otros personajes de la farándula y el espectáculo en otras partes del mundo se han subido a esta tendencia; aunque incluso el nonagenario cardenal mexicano, Sandoval Íñiguez, también envió una misiva al Santo Padre: “Papa Francisco, no permitas que esto suceda. Tú eres también el custodio de la riqueza histórica, cultural y litúrgica de la Iglesia de Cristo”.

Más allá del rumor; es cierto que Francisco ha impuesto condiciones más rígidas para la celebración del rito tridentino, condiciones que había desregulado su antecesor Benedicto XVI. El pontífice argentino ha explicado sus razones para limitar las celebraciones bajo el rito de Pío V hoy sólo permitida a muy pocas organizaciones y a aquellos sacerdotes a los que su propio obispo les conceda un permiso formal. Para el Vaticano, las misas del rito tridentino son utilizadas esencialmente por grupos subversivos al magisterio posconciliar, siembran una división en la Iglesia universal que ha caminado con los últimos cinco pontífices y, desde una peana de puritanismo contracultural, critican y condenan a todos los que no se encierran en las certezas de su propia lectura de la ‘tradición’, el ‘dogma’ y el ‘magisterio’ de la fe.

Ni Francisco ni la curia romana están ‘dando la espalda’ a la riqueza cultural e histórica de las prácticas religiosas católicas centenarias; pero quizá sí buscan evitar que las congregaciones y asambleas de fieles afectos a los signos tradicionalistas, a las ‘viejas glorias’ palatinas y a las jerarquías de privilegio y poder vertical dinamiten desde un falso purismo el camino eclesial del último medio siglo.

¿Es esta una de esas discusiones bizantinas? Quizá sí, porque en efecto el papa Francisco ha sido categórico al reconocer que la cultura universal en este siglo se ‘descristianiza’ como producto de un cambio de época total que pone en crisis no sólo a las instituciones y sus valores sino al propio ser humano, su naturaleza y sus anhelos. La discusión sobre permisos, facultades o prohibiciones no atiende la misión última de la evangelización de la cultura. Así lo plantea una de las mentes más brillantes del catolicismo contemporáneo y actual prefecto para el Dicasterio para la Cultura y la Educación, cardenal José Tolentino Mendonça:

“A veces me asalta la duda de si estamos construyendo un cristianismo demasiado cristalizado, con las cosas muy ordenadas, una organización impecable, una máquina bien engrasada, pero sin horizonte, como si fuésemos (y perdóneseme la analogía) un departamento de mapas y guías de viaje, y no una asociación de exploradores, alpinistas, marineros y viajeros… somos convocados para peregrinar, para contrastar la profundidad en el movimiento, para vislumbrar, a través de la incesante dislocación, lo que permanece”.

*Director VCNoticias.com   @monroyfelipe

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Felipe Monroy

El límite del riesgo en las contiendas políticas

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Existe una regla implícita en las contiendas políticas electorales que no suele decirse en voz alta por cierto pudor: para ganar, se vale ejecutar toda táctica (incluso las más descabelladas) y el límite de su audacia no siempre es la conciencia sino el riesgo. Hace años me lo comentó un legendario estratega: “Todo escenario es posible, sólo hay que calcular su riesgo”. Los acontecimientos en Butler, Pennsylvania, donde Trump resultó herido superficialmente por un ataque armado, nos obligan a pensar con cautela estos episodios.

El estratega político se refería en aquel entonces a los límites éticos de las campañas políticas: cuáles son las fronteras que tanto los candidatos como sus equipos de campaña y principales patrocinadores desean respetar y cuáles son aquellas que, bajo un cálculo de riesgo y ganancia, están dispuestos a violar.

Por ejemplo, la campaña negativa o sucia (como lo sugirieron insistentemente los partidarios de Xóchitl Gálvez en la contienda electoral pasada) es una táctica tradicionalmente controversial porque implica la incapacidad de la creatividad comunicativa o política para seducir al electorado con argumentos positivos (ideales, planes, programas) pero, al mismo tiempo, es un recurso probadamente útil para afectar la imagen de los contrincantes con narrativas basadas casi siempre en el descrédito, la mentira, la exageración fantástica, el escarnio o la caricaturización.

El límite de una campaña sucia es el pudor y la coherencia; pero existen otros tácticos de campaña cuyo límite es el riesgo que se acepta. En México se ha vuelto una odiosa costumbre aceptar el riesgo de violar la ley respecto a la residencia de sus candidatos; en muchas ocasiones –se ha comprobado– se utilizan documentos apócrifos para validar ciertos requisitos y no ocurre gran cosa. Cometer el ilícito es un riesgo bastante aceptable en comparación con los objetivos alcanzados por transgredir ese límite.

Hay límites vinculados a ilícitos graves, por ejemplo: al origen y destino de recursos económicos, a pactos de protección a poderes económicos o fácticos, a fraudes y mañas electorales, a la manipulación de bases de datos, corrupción de autoridades, compra o coacción de votos y un largo etcétera. Cada violación de uno de estos límites es un cálculo del riesgo que supone para sus ejecutores: multa, sanción, cárcel, etcétera. Aceptar el riesgo de estas sanciones dice mucho de los políticos en campaña; y que los actos queden impunes también refleja la debilidad institucional del Estado para imponer control en los procesos.

Hay, sin embargo, un límite cuyo riesgo para sus ejecutores es absoluto: el asesinato o intento de homicidio. Parece impensable, pero la historia nos demuestra que por lo menos un buen número de personas lo han considerado e intentado en casi todos los países, en casi todos los regímenes políticos y bajo las más diversas condiciones. El atentado de magnicidio ha sido recurrente, por ejemplo, en la democracia norteamericana contemporánea con una correspondencia casi comprensible a sus cíclicas masacres, perpetradas en un país fascinado por las armas de fuego y por el inmenso negocio que su accesible e indiscriminada venta supone.

El episodio en el que el candidato republicano y ex presidente norteamericano, Donald Trump, fue herido superficialmente en medio de un tiroteo pertenece a esta frontera de riesgo extrema. Sin caer en lecturas facilonas o conspirativas, es evidente que el episodio es el clímax de una serie de límites cuyo riesgo de vulnerar fueron calculados: desde el discurso de odio, la radicalización discursiva, la oposición a mayúsculos intereses globales, el integrismo excluyente pararreligioso y la discriminación sistémica; hasta el histórico patrocinio armamentista a los grupos políticos, la precariedad del círculo de seguridad, la debilidad física y mental de las cabezas visibles de dos proyectos políticos antagónicos, y un largo etcétera.

Limitándose a los hechos: el mitin, los disparos, los heridos, los muertos (el atacante y un espectador) y la oreja ensangrentada de Trump mientras alza el puño mientra exalta a los congregados podrían reflejar el más puro gesto del azar; pero sus efectos, esos no van a ser dejados a la suerte.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Para entender la excomunión y su gravedad

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En las últimas semanas se divulgó ampliamente la noticia de excomunión a un alto jerarca italiano y a un grupo de monjas conventuales en España. De manera simple, la excomunión se considera la pena más grave para un bautizado y consiste en apartarlo de la comunión de los fieles de la Iglesia Católica así como del acceso a los sacramentos; sin embargo, quizá no se dimensiona enteramente lo que esta pena impone a un creyente católico.

De hecho, no pocos feligreses –con más gentileza que comprensión de la gravedad de la excomunión– de inmediato declararon que comenzarían a rezar por las ex religiosas y el ex arzobispo cismáticos. Y aunque a nadie se le prohíbe rezar y pedir la intercesión divina por un excomulgado, justo lo que habrían perdido estas personas con su excomunión es tanto la dimensión mística de pertenencia como el vínculo de unión con la Iglesia. Así, sólo auspiciados por una misericordia divina incognoscible para los mortales, los excomulgados no pueden recibir las gracias, los favores, las intercesiones ni la salvación por parte de la Iglesia. No hasta que manifiesten su arrepentimiento, la declaración pública del credo, el acto de fe y la manifestación de obediencia al sucesor de Pedro (el Papa) y a los sucesores de los apóstoles (los obispos).

Así que, para entender la excomunión es necesario comprender en qué consiste la comunión y qué es lo que pierde un bautizado cuando es declarado excomulgado (o cuando entra en excomunión de forma automática por cometer pecados graves cuya absolución está reservada al Papa o a los obispos).

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la comunión en la Iglesia está fundamentada en la unidad de los fieles en Cristo y con Cristo. Esta unidad se manifiesta de manera plena en la Eucaristía, el sacramento de la comunión por excelencia del que emana la unidad de toda la asamblea de creyentes (tanto de la Iglesia militante -los católicos que habitan la Tierra-, la Iglesia purgante -los fieles difuntos que purifican sus faltas en el purgatorio-, y la Iglesia triunfante -quienes están plenamente en presencia de Dios-). La comunión desde esta perspectiva habla de una relación vertical, con Dios y, al mismo tiempo, en una relación horizontal, que se verifica entre todos los miembros de la Iglesia.

Pero además, esa Iglesia vive y permanece en una comunión jerárquica donde forman parte fieles, clérigos y laicos; y en ese orden –presidido por el Papa y los obispos en comunión con él– se garantiza y mantiene la comunión. Esto último es importante porque la excomunión no sólo acontece cuando se explicita el rompimiento de los bautizados con Cristo sino también con los signos visibles de la comunión jerárquica de la Iglesia, que son el sumo pontífice y el cuerpo episcopal. Por eso Benedicto XVI no se cansó de mencionar que la comunión eclesial “es un don y una tarea”.

Entonces, ¿de qué se pierden los excomulgados? De entrada, si la comunión en la Iglesia refleja la unión con el Cuerpo Místico de Cristo, los excomulgados no pueden entrar en esa unión (salvo que les sea desatado tal impedimento), no pueden participar de ningún sacramento, especialmente la Eucaristía. También se deja de pertenecer a la comunión eclesial sin poder participar ni recibir los dones particulares de sus miembros; el excomulgado además pierde temporalmente su “sitio” en la histórica peregrinación de la Iglesia terrenal hacia la Gloria. En concreto, los efectos de la excomunión son la pérdida de los sacramentos, de los servicios públicos y oraciones de la Iglesia, el entierro eclesiástico, la jurisdicción, los beneficios, derechos canónicos e interacción social para el excomulgado.

Perder la pertenencia a dicha unidad es una forma de entender la excomunión y aquel que recibe esta pena –ya sea por vía de un juicio canónico o por realizar actos conscientes, premeditados o consuetudinarios contra los principios de esa unidad– debería, en principio, hacer lo posible por recuperarla. El auténtico creyente tendría necesidad de recuperar su lugar en esa unidad; de hecho, en el pasado, a los fieles católicos se les conminaba a no entrar en diálogo, contacto o convivencia con los excomulgados ni en temas religiosos ni en la vida cotidiana o asuntos profanos.

Ahora bien, ¿hay excomuniones injustas? La respuesta es simple: sí. Decía un pontífice que mientras “algunas personas pueden estar libres a los ojos de Dios, permanecen atadas a los ojos de la Iglesia; y viceversa: algunos pueden ser libres a los ojos de la Iglesia pero atados a los ojos de Dios. El juicio de Dios –explicaba– se basa en la verdad en sí misma; el juicio de la Iglesia se basa en argumentos y presunciones que, en ocasiones, son erróneos”. Y, sin embargo, el camino tanto para el excomulgado justamente como aquel inocente excomulgado, en el fondo es el mismo: Está obligado a obedecer la autoridad legítima y a comportarse con humildad, como quien está bajo la proclama de excomunión hasta que se rehabilite o resuelva.

El inocente quizá no ha perdido la comunión interna con la Iglesia y Dios le puede conceder toda la ayuda espiritual necesaria; pero su deseo de ser signo visible de unidad, le urgiría a recorrer el mismo camino de penitencia y humildad que uno culpable, de lo contrario, de no querer buscar solución o desde la vanidad de sus certezas, la excomunión sería el menor de sus problemas.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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