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Felipe Monroy

La nueva propaganda es tan vieja como siempre

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Mientras varios regímenes democráticos alrededor del mundo comienzan a mostrar rasgos de debilitamiento multifactorial (falta de participación ciudadana, hiper-regulación de instrumentos de control gubernamental, control editorial en medios de comunicación por parte de poderes fácticos o económicos, etc.), la propaganda política renueva sus brillos en diversas formas y espacios informativos. De hecho, la manipulación digital y la estrategia belicista en la información son técnicas cada vez más sofisticadas para mantener el poder.

Lo curioso es que estas técnicas no son exclusivas de Estados que se puedan calificar como ‘autoritarios’; de hecho, provienen de otros grupos de poder.

Después de un par de décadas donde el acceso a la Internet y a los medios digitales generaron expectativas de una mayor pluralidad informativa, con más participación ciudadana tanto en la creación de contenidos como en el consumo más juicioso de los mismos, el mundo post-pandémico ha revelado cómo el control informativo no sólo continúa en un puñado de manos sino que el dominio sobre el ‘mundo digital’ apenas le corresponde a decisiones interesadas y personales de los dueños de los algoritmos. Por ello, gobiernos, partidos políticos y titanes económicos han negociado y hasta intercambiado derechos sociales para utilizar estos recursos con fines egoístas y utilitarios.

Así, aunque la propaganda autoritaria en manos de los colosos informáticos opera de maneras distintas, mantiene el mismo objetivo: dominar desde una persuasión dura. De hecho, regímenes ‘democráticos’ contemporáneos ya no estilan el promover estrategias de seducción y convencimiento racional sobre líderes “buenos, competentes o generosos” sino en persuadir de que hay poderes superiores, irremediables y absolutos.

Esto, que en comunicación política se denomina ‘propaganda dura’ consiste sólo en demostrar poder, sin apelar a mensajes propositivos y en sólo advertir a la sociedad sobre la fortaleza del poder sobre ellos, como un dominio total del cual no se pueden cuestionar sus valores, principios, argumentos o decisiones. Ejemplos actuales de esto suelen estar del lado de propaganda ideológica absolutista que determina incluso los lenguajes, la vida cotidiana y los anhelos de control en grupos sociales cuya superioridad moral se certifica según la adhesión y disciplina ante los principios ideológicos que se enmarcan.

Estas herramientas de control no son nuevas, son las mismas estrategias de dominación de toda la vida; sin embargo, es a través de las redes sociales, plataformas de Internet y de los grandes operadores mediáticos como se han creado nuevos campos de batalla para la ‘guerra propagandística’. No es un secreto que el control de dichas plataformas y algoritmos se encuentra reducido a un pequeño grupo del sector privado y, peor, a disposición de los grupos que pueden pagarlo.

Estas plataformas no sólo vulneran la privacidad de datos de usuarios sino que el control sobre los opacos algoritmos permiten transmitir sin esfuerzo contenidos específicos a miles de millones de personas o, por el contrario, permiten ocultar realidades contrarias a los intereses de sus dueños. Por si fuera poco, el vertiginoso desarrollo de las IA no sólo no están mejorando los problemas de información autoritaria sino que incrementan la duda, la sospecha y la relativización de la verdad.

Estas ‘dictaduras digitales’ crecen, paradójicamente, gracias a la pluralidad y diversidad de visiones, preferencias y creencias en las sociedades hiperconectadas; y desde ahí “aprenden” a imponer un marco único de referencia, controlan las palabras y la narración de la realidad.

Además, en muy pocas ocasiones se trata de inocular “nuevas ideas” en la población sino reforzar creencias ya existentes; el principal éxito de esta propaganda dura es generar apatía política, de hecho, casi todo tipo de apatía, porque algunos estudios revelan cómo en comunidades estudiantiles acostumbradas a la censura (como en regímenes totalitarios culturales), deciden no explorar información fuera del ‘muro digital’ incluso cuando tienen oportunidad.

Y esto tiene una razón: la nueva propaganda (que es la propaganda de siempre) es una mezcla de verdad y ficción. Las mentiras descaradas son contraproducentes; pero al entretejer hechos reales con interpretaciones sesgadas o con narrativas de ‘orgullo’ de autosuficiencia histórica, se torna más sencillo que grandes porciones sociales asuman esos criterios como totales.

¿Y cómo responder ante esto? Sólo hay una vía: Comprender estas dinámicas de la propaganda dura y reconocer cómo se muestran en los mecanismos de información actuales; sólo así se puede preservar el discurso democrático y resistir la influencia autoritaria en esta era digital.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

El silencioso poder de la educación

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Debemos aceptar y asumir que vivimos en un mundo fragmentado (casi pulverizado) por la posverdad y el relativismo; estos dos fenómenos parecen no tener capacidad de “crear cultura” sino que, por el contrario, desarticulan y disuelven los andamiajes culturales y las convenciones que dan sentido a la sociedad humana.

A pesar de ello, afortunadamente existe un trabajo fundamental que a menudo permanece invisible pero que construye los cimientos más sólidos de una sociedad: la labor educativa y cultural. Y constituyen una labor propiamente dicha porque son actos concretos, son servicios, trabajos y actos específicos que se ejercen personal y comunitariamente, porque ‘educación y cultura’ no son condiciones humanas o categorías de definición sino acciones que se expresan de formas creativas y diversas, pero acciones.

Bajo esta convicción ha trabajado durante varios años la Dimensión de Educación y Cultura del Episcopado Mexicano: la transformación social y la conversión personal no dependen de las ideas grandilocuentes sino de los más humildes servicios: de la labor sencilla pero productiva; del encuentro y el diálogo, pero encarnados; con el compromiso que no sólo se expresa sino que tiende manos.

La Dimensión de Educación y Cultura, hoy comandada por el arzobispo emérito Alfonso Cortés por la renovación de confianza que los obispos le han dado, representa más que una simple estructura organizativa; es un ecosistema de esperanza y construcción colectiva. Durante 12 años –y bajo liderazgos que han sido reconocidos dentro y fuera del país como los cardenales Alberto Suárez Inda y Felipe Arizmendi Esquivel; así como el obispo Enrique Díaz– ha logrado desplegar una estrategia sistemática y profunda que trasciende lo meramente institucional, conectando fe, cultura y desarrollo social.

Sus esfuerzos se articulan en múltiples frentes: diálogos, encuentros, talleres y publicaciones que buscan regenerar el tejido social desde sus raíces más profundas. El documento “Educar para una Nueva Sociedad” simboliza esta visión: no se trata sólo de transmitir conocimientos, sino de formar ciudadanos conscientes, críticos y comprometidos.

La colaboración ha sido su principal estrategia. No se ha limitado a espacios eclesiales, sino que ha tendido puentes con organizaciones diversas: académicas, empresariales y sociales. Nombres como CNEP, Mexicanos Primero, Fundación Slim o Coparmex revelan una aproximación integral e interdisciplinaria.

El papa Francisco, en múltiples ocasiones, ha enfatizado la importancia de una educación que no sea meramente instructiva, sino transformadora. En su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, el pontífice señaló que la educación debe ser un “processo di umanizzazione” (proceso de humanización) lo que precisamente ha buscado este organismo de servicio.

A lo largo de estos años, el trabajo de la Dimensión ha atendido la geográficamente diversa República mexicana y ha demostrado una comprensión profunda de la realidad nacional en toda su complejidad. No se trata de un proyecto homogéneo (porque las respuestas únicas responden a cierta cerrazón de criterios), sino de respuestas contextualizadas y sensibles a los grandes desafíos socioculturales y antropológicos que el siglo XXI en cada espacio de convivencia y necesidad humana.

Durante estos años, la prudencia y el trabajo en equipo han sido sellos distintivos en el trabajo pastoral en educación y cultura. Frente a la tentación de confrontar al mundo desde la autorreferencialidad y la dureza de espíritu, se ha ofrecido diálogo y apertura; frente al protagonismo mediático, han optado por una construcción silenciosa y efectiva. Es que la educación y la cultura no son instrumentos ni herramientas al servicio de las ideologías; son el reflejo de los actos humanos más nobles para entender y explicar el mundo. A diferencia del utilitarismo político, que manipula los procesos culturales y educativos de una sociedad para asegurarse un poder y un conflicto; el trabajo de los liderazgos educativos eclesiales han apostado por el verdadero sentido de esos oficios: equilibrio, diálogo y reconciliación.

En tiempos de fragmentación, donde el lenguaje belicista y la autorreferencialidad amenazan con destruir el tejido social, el trabajo educativo y cultural se erige como un bastión de esperanza. Su labor no es una abstracción teórica, sino una práctica concreta de transformación social. Por ello, los proyectos que desde hace una década promueve la Dimensión Episcopal de Educación y Cultura están orientados a acrecentar la memoria y el servicio de ambos procesos humanizadores y desterrar toda idea de considerarlos como privilegios, derechos diferenciales al alcance de los bienes precedentes.

Educar es un acto de amor social, un compromiso ético con la dignidad humana, una apuesta por formar ciudadanos capaces de construir comunidades más justas, inclusivas y fraternales; la cultura es ese trabajo silencioso pero profundamente significativo que nos recuerda que la verdadera revolución no ocurre con gritos o confrontaciones, sino mediante el paciente cultivo de la inteligencia, la sensibilidad y el compromiso social.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Masonería y catolicismo, nuevamente en la encrucijada

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En estos días retornó la polémica político-religiosa respecto a la participación de un prominente político mexicano como referente de ‘liderazgo católico’ en el país cuando se cuenta con prueba razonable de su reciente adhesión e incorporación a una logia masónica. El debate resurge respecto a la larga batalla –intelectual, moral y ritualista– que ha existido entre la vida cristiana y la masonería desde hace tres siglos por lo menos.

Como escribió Jenifer Nava hace unos meses sobre la ceremonia de grado máximo masón del político en cuestión (quien también afirma tener una profunda devoción católica popular): “Gracias a que la masonería no está peleada con la religión, sus miembros pueden conservar sus creencias”. Para las logias masónicas no hay conflicto de incorporar a un católico a su sistema de signos, instrumentos y estrategias; pero en la Iglesia católica sucede todo lo contrario.

Lo dice así la Declaración sobre la Masonería firmada por Ratzinger (y autorizada por Juan Pablo II) en 1983: “La afiliación [a la masonería] sigue prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión”. Radical sentencia.

El 24 de marzo de 1985, L’Osservatore Romano publicó unas ‘reflexiones’ de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (En ese entonces comandada por el cardenal Joseph Ratzinger) con el que se explicaba a detalle lo resuelto por la Santa Sede respecto a las asociaciones masónicas un par de años antes.

Lo primero, se plantea que la Iglesia considera negativa a la masonería tanto por las acciones que los masones han hecho contra la Iglesia como por los fundamentos doctrinales que les distinguen. El papa León XIII sentenció que “masonería y cristianismo son esencialmente irreconciliables hasta el punto de que inscribirse en una significa separarse del otro”, escribió en la carta Custodi del 8 de diciembre de 1892. Desde entonces, dicha doctrina no ha cambiado.

El conflicto entre la Iglesia católica y la masonería se agudizó en los albores del siglo pasado (cuando se intensificaron las logias anticatólicas); el fenómeno cundía en Europa pero también en el resto del mundo. El papa Pío XII en su carta Ad Ecclesiam Christi de 1955 habla sobre las necesidades de América Latina compara a la masonería con una “pérfida insidia de los enemigos” y la coloca junto a la superstición y el espiritismo; al mismo tiempo, procedentes de episcopados lejanos, proliferan las denuncias de que la masonería trabaja como una sociedad secreta y esotérica que “reina sin ser molestada en los vértices del Estado” pero “opera con simbología de la rosacruz, la magia o la brujería”.

Estos conflictos pasaron a un segundo término durante los conflictos bélicos globales pero resurgieron en complejidad durante la Guerra Fría causando mucha confusión entre fieles y obispos católicos. De hecho, entre 1974 y 1981 se llegó a considerar que la excomunión a católicos partícipes de ritos masónicos sólo aplicaba a aquellos inscritos en logias “que realmente maquinan contra la Iglesia”. Ante la confusión, primero el cardenal Šeper y después Ratzinger zanjaron toda duda.

Ratzinger reconocía que no todas las logias masónicas toman actitudes de hostilidad contra la Iglesia y que parecía incluso admirable el principio masón de “no imponer a nadie” una posición filosófica o religiosa vinculante “porque más bien [la masonería] trata de reunir juntos, por encima de las religiones y visiones del mundo, a hombres de buena voluntad sobre la base de valores humanistas”; sin embargo, decía que tras los muros de esta organización “la comunidad de los ‘albañiles libres’ y sus obligaciones morales se presentan como un sistema progresivo de símbolos de carácter sumamente comprometido. La rígida disciplina del arcano que lo domina refuerza aún más el peso de la interacción de signos e ideas. Este clima de secreto comporta, además, para los afiliados, el riesgo de llegar a ser instrumentos de estrategias que les son desconocidas”.

Es decir, no descarta que –desde la ingenuidad– ciertos católicos ‘con buena voluntad’ deseen participar de los símbolos y ritos masónicos pero afirma que, “el valor relativizador” y la “fuerza relativizadora” de la comunidad moral-ritual masónica tiene “capacidad de transformar la estructura misma del acto de fe cristiano”.

Porque en un mundo donde todo es relativizado, los ritos se reducen a escenificaciones y los símbolos a disfraces; y el sentido de ambos se limita al pragmatismo más inmediato.
Pero no es todo, de hecho, para el catolicismo, la masonería promueve un sistema de pensamiento que debe ser ‘combatido’. Así lo demuestra la canonización y beatificación de numerosos creyentes que han obrado contra la masonería. La Iglesia católica reconoce como virtudes heroicas los actos de los fieles que “contrarrestan la masonería” como dicen las hagiografías oficiales de los santos David Uribe (sacerdote mártir mexicano); Enrique de Ossó (sacerdote fundador español) y las beatas Josefina Nicoli (monja italiana y; Rita Amada de Jesús (religiosa portuguesa).

Una doctrina que permanece en nuestros días. El actual prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal argentino ‘Tucho’ Fernández, dando respuesta a una inquietud del obispo Julito Cortés de Filipinas reafirma la doctrina de la Iglesia respecto a la incompatibilidad entre el cristianismo y la masonería pero añade que “en el plano pastoral” se recomienda a los obispos que desarrollen un catecismo popular en todas las parroquias con las que recuerden al pueblo la inconciabilidad entre la fe católica y la pertenencia a las asociaciones masónicas. Incluso se recomienda que los obispos del país hagan una declaración pública sobre esta materia.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Frente a la guerra

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Uno de los problemas de la guerra, particularmente cuando ésta va construyéndose lentamente, es la actitud temprana que se toma ante el conflicto. No importa la distancia física a la que nos encontremos de las acciones bélicas, los mecanismos propagandísticos utilizan todo tipo de recursos para que individuos y poblaciones “tomen partido” por alguno de los bandos en colisión aduciendo una falsa comprensión de geopolíticas teatralizadas.

Es claro que las voces bélicas son más altas, más fuertes y más veloces para cruzar el orbe; y las voces de paz son lentas, profundas, casi incomprendidas por su minoridad actitudinal y, por supuesto, acalladas entre el enardecimiento creado por los amos de la guerra.

La historia nos recuerda lo sencillo que es hacer caer en maniqueísmos mediáticos y de propaganda a ciudadanos concretos y a pueblos enteros. Dividir a particulares porciones humanas que viven un conflicto entre “buenos” y “malos” no sólo es una actitud perniciosa, es un juego que pierde toda gracia cuando las economías suman exponencialmente a sus ecuaciones soldados, armas y féretros.

Las dos guerras mundiales del siglo pasado nos dejaron un sinnúmero de enseñanzas, pero quizá dos tatuadas a fuego que han perdido claridad en estos años: la consecución natural de un conflicto intrincado y poliédrico derivado de un sistema imperial-colonialista; y que la maquinaria belicista se alimenta a sí misma hasta el límite del miedo total. Al final de ambos conflictos, frente a la triada “ganancia, dominación y armas” surgió su contraparte política “regulación, diplomacia y desarme” como una ficción útil durante los años de posguerra; sin embargo, lo realmente útil e importante, sucedería en 1948 cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada como fundamento para las sociedades en relativa paz.

Quizá aún es temprano para debatir si nos acercamos a una guerra global o si ya vivimos una tercera guerra mundial fragmentaria; pero es un hecho que los actos bélicos se han inflamado con las crueldades del pasado: actitudes de superioridad racial o nacionalismos exaltados, la financiación de una ‘creativa’ industria bélica y la radicalización de las certezas ideológicas que cuestionan los fundamentos de los derechos humanos o los ridiculizan al complejizarlos con deseos y ambiciones egoístas, absurdas e inasibles.

¿Qué actitud entonces se puede tomar frente a estos escenarios? Lo primero sería recordar que la neutralidad no es indiferencia. Aunque no se tome partido –o incluso cuando uno mismo llega a ser víctima de los actos belicistas– hay que poner en el centro cada vida humana. Algo así le escribió el papa Benedicto XV al arzobispo de Colonia en noviembre de 1914 cuando la guerra tomaba marcha de crueldad: “Le instamos encarecidamente a que ayude según las obligaciones de la caridad, a todos los prisioneros sin distinción de religión, nacionalidad y rango, y en particular a los enfermos o los heridos”.

En ese mismo invierno, primero de la ‘Gran Guerra’, se hicieron preces públicas pidiendo una sola cosa: “que los gobernantes se comporten con benevolente clemencia […] respetando el derecho de gentes y la voz del sentimiento humanitario […] que se decidan a olvidar voluntariamente toda rivalidad y toda injuria recíproca”.

Nuevamente, frente a los primeros estertores de un nuevo conflicto, el papa Pío XI, en marzo de 1937 alertó que los “derechos de las naciones” sólo pueden tener un sentido justo si se comprendiera que lo moralmente ilícito no puede ser jamás auténticamente bueno para el pueblo. El pontífice alertó sobre el problema de confundir “intereses” con “derechos” y afirmó que tal actitud, en el plano internacional, conduce a un “eterno estado de guerra entre las naciones”.

En esa misma carta de 1937, Pío XI sintetiza lo que después de los horrores de la guerra se aceptaría sin recelo: “el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana”.

¿Por qué es imprescindible recobrar el sentido de esos derechos fundamentales, intrínsecos, irrenunciables e infinitos compartidos por todas las personas en la antesala o en los primeros signos graves de los conflictos bélicos? Porque sólo así se evidencia la matanza inútil de la guerra, se desvelan los artificios y los argumentos falaces de los operarios de los conflictos o, como dijera Benedicto XVI: “Si recordamos que todos los hombres pertenecen a una misma y única familia, la exaltación exacerbada de las propias diferencias contrastaría con esa verdad de fondo. Debemos recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para valorar mejor las diferencias históricas y culturales […] estas simples verdades hacen posible la paz”.

Sólo después de estas reflexiones resulta ingenuo y hasta chocante plantearse cuál es el lado del conflicto por el cual debemos optar; porque si nuestro bando es la humanidad, la respuesta es simple, aunque no sencilla.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

La nueva naturaleza del episcopado mexicano

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A pesar de lo que muchas veces se opina, la Iglesia católica se transforma; cambia quizá no en esencia y fundamentos, pero sí en actitudes e incluso en misiones y propósitos ante los tiempos que se le presentan. La Iglesia católica en México ha difundido los nuevos estatutos para la Conferencia del Episcopado Mexicano, es decir: el organismo que conjunta a todos los obispos del país como expresión de la fraternidad bajo un mismo territorio político.

Los estatutos fueron aprobados por el voto de 82 obispos en la 114 Asamblea Plenaria (sólo se tuvo un voto en contra y una abstención) y tras ser revisados por el Dicasterio para los Textos Legislativos “los encontró adaptados al derecho canónico universal y los aprobó”; y por tanto, entraron en vigor desde el 25 de diciembre del 2023.

Los nuevos estatutos de la institución evidencian las preocupaciones más actuales de la Iglesia mexicana: la fidelidad al Papa, la crisis vocacional y la falta de recursos para enfrentar situaciones complejas como los abusos sexuales, la educación católica y las obras solidarias. Pero además, incluyen valores renovados que el papa Francisco ha puesto en el horizonte de la Iglesia del tercer milenio: la “sinodalidad eclesial y el espíritu colegial”.

Estos nuevos estatutos, por ejemplo, elevan la personalidad jurídica a la ‘Sede CEM’, es decir, a un sitio concreto a través del cual –y sólo en ese espacio– el resto de instancias eclesiásticas, diplomáticas o civiles deben dirigir sus asuntos oficiales. Esto, además de garantizar los fines propios del espacio en cuestión y protegerlo (hay que recordar el episodio de la bomba molotov contra la sede en 2017); modera la tentación de “cargar” con los oficios de la conferencia de manera personal en las diócesis de los obispos electos en cargos y servicios.

Sin embargo, los cambios más importantes se resumen en el nuevo artículo 3°: La Conferencia, a través de seis medios novedosos, tendrá potestad para poner estructuras y decisiones a favor de las Iglesias particulares. Los medios son: Decretos generales vinculantes a todo el territorio; la transmisión de la doctrina adaptada a las culturas e idiosincrasias del país; la coordinación de iniciativas comunes; el diálogo unitario con las autoridades civiles federales; los servicios comunes útiles para aquellas diócesis que no puedan asumir por su cuenta; y el mutuo apoyo en el ejercicio episcopal.

Estos medios abren un nuevo panorama de cooperación intraeclesial que en el pasado pudieron haber costado mucho trabajo debido a la naturaleza autónoma de cada obispo y su diócesis. De hecho, la instrucción nacional para que todas las diócesis del país instalasen un comité profesional, especializado y permanente de prevención, protección y atención de víctimas de abusos en la Iglesia fue (y aún sigue siendo) una tarea difícil por varias razones: la primera, por falta de convencimiento de los propios obispos titulares; y la segunda, por la carencia de recursos humanos necesarios para constituir cada comité.

Bajo el espíritu de los nuevos estatutos, se entiende entonces que la propia Conferencia no solo tendría la facultad de establecer decretos vinculantes a todas las diócesis sino coordinar los trabajos comunes que algunos de esos decretos suponen y, además, podrá proveer como ‘servicio común’ algunos medios operativos para su realización.

Para ello, los obispos mexicanos –con la autorización de Roma– aprobaron nuevas líneas de acción concreta: Promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común; ejercer funciones pastorales (como aplicación concreta del espíritu colegial); y promover la ayuda solidaria para las diócesis más necesitadas sobre todo en lo que se refiere al clero y recursos materiales.

Esta tres nuevas acciones que se suman a las precedentes (alentar la adhesión al Papa, propiciar la oración y discernimiento episcopal, analizar la realidad y proponer respuestas pastorales, orientar y animar la pastoral, impulsar la subsidiariedad y solidaridad interdiocesana y auxiliar a obispos en necesidad) también buscan responder a desafíos contemporáneos concretos como las crecientes críticas y desautorización al Sumo Pontífice que se vive en varias partes del mundo y en México; los excesos o ambigüedades en la disciplina moral, litúrgica y espiritual que escandalizan; y la creciente crisis de vocaciones sacerdotales que se experimenta prácticamente en todas las diócesis. De hecho, hay regiones enteras que durante casi un lustro no tendrán ordenaciones sacerdotales y otras localidades de varias decenas de millones de habitantes donde los seminaristas no llegan ni a dos docenas.

Por ello, los nuevos estatutos de la CEM implementan una nueva visión a la misión conjunta con destinatarios muy concretos que se añadieron a finales del 2023: formación de ministros sagrados, subsidios para catequesis, la enseñanza católica, la pastoral universitaria, los medios de comunicación y la tutela de menores de edad o personas vulnerables.

Así busca transformarse la Iglesia mexicana; para adaptarse a los tiempos actuales y a los nuevos criterios implementados por el papa Francisco a través de su Reforma Vaticana mediante la constitución apostólica Praedicate evangelium de 2022. En el fondo no cambia lo esencial, que es fortalecer el espíritu de corresponsabilidad, sinodalidad y unidad; pero sí medios, estrategias y destinatarios.

Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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