Felipe Monroy
La plaza y los matones
Ante la imposibilidad de acercarnos a la realidad con mirada omnipresente, los ciudadanos confiamos y necesitamos de los informativos, de los medios de comunicación, de los periodistas y hasta de los diferentes y muy variopintos analistas de la información. Todos estos tenemos una importante tarea para auxiliar a lectores, audiencias y usuarios a acercarles algunas estampas de la vida cotidiana y de los entretelones de la sociedad para que hagan su mejor juicio y forjen su opinión sobre los momentos que nos toca vivir. Por eso es sumamente inquietante ver que, sin pudor alguno, periodistas y analistas explican hoy en día procesos democráticos aludiendo a referencias de la narcocultura y otros folclores pendencieros de dominación.
Me explico: Tras el pasado proceso electoral, fue significativo el que muchos (demasiados) analistas de información no se ruborizaran al comparar a los gobernadores con ‘jefes de plaza’ (el mismo epíteto que dan a líderes del crimen organizado o narcotráfico) o que también haya pululado la expresión ‘se los chingó’ en foros, podcasts y artículos de opinión para simplificar que tal o cual liderazgo partidista “causó grave daño a algunas personas” o que “violó simbólicamente a algunas personas”.
Es cierto que quizá estas expresiones, entre otras, son ya parte del folclore mexicano y de las formas cotidianas de comunicación; y probablemente se argumente en su defensa que apenas son metáforas y que no debemos tomarnos demasiado literales las palabras de los comunicadores; pero es altamente preocupante que las instituciones de información y de generación de opinión pública utilicen tales metáforas y no otras. Es decir, ¿hasta dónde ha permeado la narcocultura o la narcoestética en nuestra vida cotidiana?
Asomarse a México en este 2023 o al menos a los medios de comunicación y mensajes que configuran las relaciones sociales es contemplar la victoria de esta narcoestética reflejada en los conceptos que repiten inconspicuamente los comunicadores: espejismos de dominación, ostentación y exageración; de vida fácil, pendenciera y rápida; de estridencia jactanciosa. Así, el país no es más que una plaza y en la estrategia política sólo vencen los ‘matones’. Una cultura sustentada en ponderar la ganancia y la ventaja sin reflexionar en las consecuencias; un estilo que enarbola las pulsiones corporales por encima de las racionales.
Bajo estos criterios, resulta ahora pertinente analizar los estereotipos que la narcoestética está imponiendo incluso en la política y la comunicación: ¿Quién es el bueno o la buena? ¿Quién es el duro, el chingón, el canijo, el más cabrón que bonito? ¿Qué es ‘ganar la plaza’ o controlarla o, como dijeron, cederla? ¿Qué significa ganar o perder en un proceso democrático? ¿Ganar es poderío absoluto, perder es la aniquilación inmisericorde del enemigo? ¿Cuándo el juego democrático se comenzó a comparar con una lid criminal o con el tráfico de estupefacientes? Lo anterior no es menor porque, en consecuencia, también nos obliga a preguntarnos por qué no parecerse a estos modelos sí constituiría una tragedia para algunos personajes exóticos de estos días, para los grupos políticos sin solidez doctrinal o para sectores radicalizados de ideologías que ni siquiera comprenden.
El fenómeno podemos verlo casi a diario incluso en los más privilegiados salones de la representación política del país. ¿No acaso hay personajes adláteres que vociferan y se desgañitan en el Congreso de la República para agredir a otros e intentar humillarlos exigiéndoles que se arrodillen y se ‘culiempinen’? ¿No han surgido otras personalidades cuasipsicóticas que fingen acentos buchones para intentar ‘sentar y callar’ a sus interlocutores a grito pelado?
Pareciera que en el país, en medio de todo el caos, sólo funcionan dos ámbitos: la fiesta y el pleito. Y la segunda va casi siempre aparejada de la primera. Sabemos que desde hace más de un año comenzó la antesala de la fiesta democrática para la renovación de la Presidencia de la República entre corcholatas, alianzas, autopromociones y esquizofrénicas intenciones pero finalmente se están dando pasos concretos para institucionalizar el esperado conflicto. Casi todo puede pasar, esa es la condición del juego electoral; lo que sí es seguro, es que quizá como nunca, el pleito se avecina arrabalero, soez, deslenguado.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Impertenencia y disenso
En la política mexicana para nadie es extraño que el tramo final de un sexenio sea en realidad, el inicio del siguiente. Muchas veces resulta un momento esclarecedor porque en este ínterin se expresan con mayor claridad las auténticas identidades políticas del país mientras se hace una apasionada evaluación de la dirección que se ejerció en el gobierno y la administración pública. No se peca de cinismo, pero casi. Es un momento en el que se construyen las identidades políticas, se definen las filiaciones ideológicas y se capitaliza la idea de lo que fue y de lo que podría ser.
Es claro que este peculiar fenómeno trasciende a los cambios administrativos e incluso a la campaña electoral. El famoso periodo de transición formal se extiende artificialmente según las necesidades de quien entra tanto como de los temores de quien sale. Así, aunque la transición administrativa puede ser relativamente inmediata: informes, expedientes, inventarios y cambios de personal; la transición política se mueve en un distendido juego de fidelidades, suspicacias, deudas, favores y herencias que recomponen la lógica de ejercicio del poder.
Pero también hay que aclarar que las campañas entran circunscritas en la transición y no al revés. Es decir, el ejercicio de la política no se puede limitar a las campañas mediáticas, políticas y electorales; ni éstas deben condicionar todos los factores que involucran los procesos del final de una administración y el inicio de la siguiente.
Por ello, aunque uno de los principales objetivos de los actores políticos protagónicos en campaña es construir su identidad y diferenciarse del adversario; la política exige que, al fijar su posición, negocie desde allí el sentido de pertenencia a sus potenciales aliados así como las capacidades de consenso con los demás. Lejos de las campañas, los reflectores y la seducción de los votantes, la pertenencia y el consenso son esenciales para el ejercicio de una política que pretende consolidarse o para encauzar las perspectivas de la opinión pública respecto al ejercicio ideal del poder.
Dicho lo anterior, estamos en el arranque de un proceso electoral donde se elegirán a más de 20 mil cargos públicos, aunque claro, las miradas se enfocan como cada seis años en las figuras presidenciables que los partidos o las alianzas proponen a la ciudadanía. La importancia de estos personajes en un país como el nuestro es vital puesto que, a pesar de las alternancias en la Presidencia de la República, la investidura sigue conservando esos poderes metaconstitucionales que representan mucho más que un titular del ejecutivo popular o el respaldo de los votos del pueblo; representan también los perfiles de un sistema político cuyas estructuras y dinámicas luchan por consolidarse.
Eso sí, las campañas políticas –que hasta este momento tienen como protagonistas a Claudia Sheinbaum y a Xóchitl Gálvez– requerirán esa sana dosis de impertenencia y disenso para promover esas identidades irrepetibles y esas certezas que entran en conflicto con la cotidianidad.
Por un lado, la abanderada de Morena y de la administración regente está obligada a construir su identidad política no sólo diferenciada de su más inmediata adversaria en la oposición sino también, llegado el momento, tendrá que manifestar disenso respecto a los errores (o áreas de oportunidad) de la actual administración.
El trabajo de pertenencia política realizado por Morena y sus partidos aliados está sintetizado en el único símbolo de la Cuarta Transformación: el liderazgo político y moral de López Obrador. Pero Sheinbaum requerirá una identidad en torno a la cual, el resto de simpatizantes se sumen; para ello, es necesario un grado de impertenencia pues de lo contrario estará imposibilitada de dirigir y liderar.
En el otro espectro, la candidata promovida por las cúpulas de los partidos de oposición parecería tenerla más sencilla. Sin militancia formal ni adhesión incondicional a algún grupo político, ella misma es ya el centroide sobre el cual se realizan las operaciones políticas del interés disidente. Su impertenencia y disidencia aparentemente están más que garantizadas y, sin embargo, tampoco puede darse el lujo de aislarse de las dinámicas de consensos y pertenencias que los partidos políticos negocian, porque ahí estarán el resto de los cargos de elección popular y las relevantes nueve gubernaturas que los partidos negocian al margen de su candidata presidencial. La impertenencia y el disenso de su abanderada en este caso podrían ser tan sólo la simulación necesaria para legitimar los pactos políticos que miran más allá de cualquier transición.
Es decir, la independencia política no significa necesariamente impertenencia política y la oposición no es idéntica a mostrar un único disenso frente al gobierno. La impertenencia es esa habilidad de parecer que se es de todos pero que no pertenece a ningún sector en específico; y el disenso no es sólo la falta de acuerdos sino ese rasgo de creativa y valorada autonomía. Sin eso, toda candidatura –gane o pierda– está condenada a la fugacidad.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El erótico pueblo de México
En el fondo no importa si el alcalde de Huatabampo se equivocó en la tradicional arenga popular que conmemora el levantamiento insurgente por la Independencia de México al trastabillar ‘erótico’ en lugar de ‘heróico’; lo que parece necesario es reflexionar sobre un aspecto menos anecdótico y que ha despertado no pocos debates en años recientes: la hipersexualización en la vida cotidiana.
Evidentemente, el concepto siempre estará a debate porque lo ‘hiper’ parece sólo referir a la transgresión de la norma social de sexualidad aceptable; por tanto, siempre habrá quienes critiquen ‘la norma’ para justificar no sólo el derecho de sus propios actos sino la aparente naturalidad de los mismos. Sin embargo, la hipersexualización consiste en dar un carácter sexual a una conducta o un producto que no lo tiene en sí mismo; pero también cuando se presenta un uso excesivo de estrategias centradas en el sexo, el deseo y el placer. Por ello, surgen preocupaciones compartidas del fenómeno, especialmente cuando nos referimos a la hipersexualización de las infancias, la hiper-erotización del poder o a la relativización de la naturaleza biológica del ser humano.
En marzo del 2012, la senadora francesa Chantal Jouanno presentó un inmenso reporte parlamentario en el que manifestó su preocupación de la siguiente manera: “Sabíamos y éramos conscientes del movimiento de liberación sexual; sin embargo, no éramos conscientes de cómo los códigos de la pornografía han invadido nuestra vida cotidiana”.
Quizá las palabras de la legisladora parezcan fuertes, pero el reporte evidenciaba cómo la hipersexualización (principal pero no exclusivamente de los menores) “debilita su construcción identitaria, provoca daños psicológicos irreversibles, contribuye al desarrollo de actitudes de riesgo…está íntimamente ligada a la trivialización de la pornografía como principal modalidad de educación sexual y puede inducir a comportamientos de violencia sexual mientras legitima el acoso”. Además, la hipersexualización no sólo afecta a la persona en lo individual sino que trastorna las dinámicas sociales cuando relativiza principios de dignidad humana o cuando transmite y sanciona estereotipos de comportamiento, proyecciones mentales e identidad sexual.
Desde hace años, parte de un proceso imparable, la cultura y sociedad mexicanas han evolucionado en la confrontación de las fronteras simbólicas entre el sexo y la sexualidad, pero también entre el deseo, la identidad y el libre ejercicio de todas las anteriores. Pero, a diferencia de lo que clamó el alcalde sonorense, México parece mucho más un pueblo pornográfico que un pueblo erótico.
La escritora norteamericana Audre Lorde –a quien de ninguna manera se le puede acusar de conservadurismo– comprendía que el erotismo y la pornografía no son sino “dos usos diametralmente opuestos de lo sexual”. Y la pornografía, como explica su definición etimológica, está ligada íntimamente a la prostitución y, por consecuencia, al intercambio comercial, a la relación economicista y de consumo de la persona humana, de su intimidad, de su naturaleza orgánica y su integridad, no sólo de su sexo.
Lo anterior es justamente la manifestación de la hiper-erotización del poder; un fenómeno de la posmodernidad en el que el usufructo económico del sexo, el deseo y el placer jerarquiza y domina las relaciones comunitarias y las identidades personales; pero no sólo eso, sino que legitima la agresividad, la violencia simbólica y las sanciones institucionalizadas de lo que define como “correcto” o “válido”.
Así, mientras cunden los movimientos político-sociales (auspiciados por grandes intereses económicos) que promueven la redefinición de la niñez como mini-adultos en un sentido muy distinto al que se tenía en el pasado –como los agentes de publicidad que usan a menores en actitudes eróticas o los promotores de la hormonización e intervención quirúrgica infantil bajo la idea de ‘reafirmación sexual’–; también las instituciones políticas y culturales redefinen los valores de la autopercepción y del placer como únicas garantías del derecho y del espacio público, donde incluso la vulgarización y la obscenidad tienen cabida en el debate y el discurso social –tal como pasó recientemente en un episodio del reclamo egotista de espacio público en la Cineteca Nacional y la subsecuente discusión en el que la voz coprolálica de una personalidad de televisión adquirió relevancia argumentativa.
Así que ojalá condenemos esos códigos pornográficos, ubicados entre el sexo, la dominación, la violencia y el poder (económico). La opresión desde la hipersexualización busca perpetuarse a través de la corrupción del sentido del sexo y el ser mediante la cosificación, la manipulación y la fetichización de la identidad individual. Ojalá fuéramos un pueblo erótico, ubicados en esa tensión entre el sexo y el amor, capaces de elegir entre atracción y repulsión, entre la esperanza que provee la realidad y el temor de las ilusiones pasajeras y autocomplacientes.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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