Felipe Monroy
Morelia: una sede, dos arzobispos
Carlos Garfias Merlos, el hombre fuerte de las iniciativas de construcción de paz en la Iglesia en México, está por cumplir medio siglo de servicio sacerdotal. Con este motivo, la Arquidiócesis de Morelia a la que ha servido desde el 2016 ha editado un extraordinario ejemplar biográfico sobre su vida y trayectoria ministerial. El obsequio y reconocimiento diocesano llega en un momento sensible: la Santa Sede ha dispuesto prácticamente a su sucesor y el arzobispo está dispuesto a vivir con plenitud espiritual el Año Jubilar en una dimensión cristiana poco cómoda: la enfermedad y la discapacidad.
Entre los círculos eclesiásticos quizá no fue una sorpresa la decisión del papa Francisco de nombrar a un arzobispo coadjutor para la emblemática Arquidiócesis de Morelia. Desde la pandemia, en 2021, Garfias fue duramente golpeado y afectado por el SARS Cov2, vivió una prolongada y dramática hospitalización; tras la cual, lamentablemente, sobrevinieron una serie de afectaciones de diversa gravedad que el propio arzobispo relata en primera persona con transparencia y perspectiva humanista al final del libro-homenaje.
El singular nombramiento recayó en el también michoacano José Armando Álvarez Cano, de 65 años. Álvarez, quien fue promovido al episcopado por el gran referente de la región eclesiástica de Don Vasco, el cardenal emérito de Morelia, Alberto Suárez Inda, será recibido en plena Cuaresma para coparticipar en el gobierno pastoral con facultades especiales, incluida el derecho a sucesión de Carlos Garfias.
Álvarez Cano cuenta con una positiva trayectoria episcopal; primero en la región mazateca de la sierra oaxaqueña, liderando la ardua misión de la Iglesia en la prelatura de Huautla de Jiménez; y después, trasladado a la costa del Golfo de México en la diócesis de Tampico, Tamaulipas, donde mantuvo la asistencia espiritual a pesar de que, en el máximo pico de la pandemia, más del 40% de los sacerdotes padeció diversas afectaciones del virus.
Su llegada a Morelia evidencia, por otra parte, los oficios e intereses de los obispos mexicanos (en particular del cardenal Suárez) y la Nunciatura apostólica para que esta Iglesia local no se arriesgue a una potencial sede impedida o vacante. Un tema que no es menor puesto que en otros casos no suele haber tanta urgencia; por ejemplo, desde 2022, la sede de la prelatura del Nayar, permanece vacante; o desde el 2023, la arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez tampoco ha recibido noticia del nuevo arzobispo tras la muerte de Fabio Martínez Castilla.
Como sea, a mediados de marzo, la capital michoacana tendrá dos arzobispos: Garfias como diocesano y Álvarez, como coadjutor, que –para favorecer a la diócesis– estarán compelidos a colaborar en “unión de acción e intenciones” y a consultarse en asuntos de importancia. Y, por supuesto, entre los temas centrales, según lo expresan ambos arzobispos, estará la atención a las vocaciones y ministerios (la ‘Pastoral de Pastores’, como la llama Álvarez Cano) y la promoción de proyectos que fortalezcan la educación, la formación y la construcción de la paz.
A pesar de las limitaciones que el conjunto de padecimientos condiciona al arzobispo de las cuatro mitras y dos palios metropolitanos (Carlos Garfias ha sido obispo en Ciudad Altamirano, Nezahualcóyotl, Acapulco y Morelia), ha confiado a sus cercanos su deseo de continuar promoviendo la paz esencialmente en los espacios universitarios y educativos, y a través de uno de los lenguajes más apreciados por los jóvenes: la música.
Y todo parece indicar que ese será uno de los últimos proyectos como titular diocesano pues, como se sabe, Carlos Garfias cumplió 74 años el pasado 1 de enero, lo que sugiere que para el primer día del 2026, éste deberá presentar su renuncia canónica al Santo Padre y, en cuanto sea aceptada, Álvarez Cano pasaría inmediatamente a ser el arzobispo metropolitano. Y a pesar de que se ha sabido de varios casos de obispos coadjutores que fueron trasladados a otra diócesis antes de que se aplicara esta regla sucesoria, parece que en Morelia no será el caso y Álvarez Cano será pleno sucesor del venerable Vasco de Quiroga.
Finalmente, y a propósito del ‘Tata’ Vasco, el egregio primer obispo de Michoacán que aguarda el proceso de su beatificación a 460 años de su muerte. En 2020, el cardenal Suárez Inda recibió del papa Francisco una misiva que, entre otras cosas le aseguraba: “Trataré de acelerar la causa de Vasco de Quiroga”; y es probable que en este año, en el contexto del Jubileo, el Papa reciba del arzobispo Garfias su testimonio personal sobre el drama de su salud y su recuperación encomendada tanto a la patrona moreliana, la Virgen de la Salud, y al venerable Tata Vasco de Quiroga.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Ecos de Teuchitlán: actitudes contra la ignominia
La realización de la jornada de luto y oración por los desaparecidos y las víctimas de la violencia en México ha sido, más que un acto político, un signo contundente de compasión y solidaridad que realmente era necesario por los niveles de indignación, consternación e inquietud que ha dejado la estela de hechos en Teuchitlán.
Aún es temprano para saber con certeza científica todo lo que se ha vivido detrás de los muros del rancho Izaguirre y que fue bautizado por los medios de comunicación como “campo de extermino y adiestramiento” o “escuela criminal”; pero más allá de las simplificaciones, es evidente que su mera existencia debe sacudir la conciencia de toda la sociedad.
Por eso preocupa la bajeza con la que el poder político relativiza la conversación sobre los perfiles de crueldad que se han interiorizado en la sociedad; y también extraña la singular instrumentación del horror para, desde cierta peana de pureza, señalar a todos los que están mal excepto sí mismos.
En este contexto, que refleja autopreservación más que implicación, ha sido una bocanada de aire fresco la manifestación plural y extensa de la sociedad en 23 ciudades de la República; y muy especialmente, el mensaje que desde la Catedral Metropolitana de México -el recinto religioso de mayor valor histórico y cultural del país- ofreció el obispo Francisco Javier Acero Pérez, religioso vallisoletano que ha tomado carta de naturalidad mexicana por su involucramiento sin ambages con realidades terriblemente dolorosas del país.
Su mensaje comenzó reconociendo las propias carencias, ausencias y debilidades de los pastores y líderes religiosos; el gesto no ha sido menor: salir de las propias certezas y autovaloraciones es esencial para definir la auténtica posición del compromiso social.
Su cercanía y acompañamiento a las madres buscadoras auxilia al obispo Acero a eludir la posición inmaculada, abajarse al sufrimiento real y reconocer nuestra propia cuota de dolor y vergüenza en el drama que esta crisis de humanismo nos abruma. Sólo desde esa posición tiene sentido la interpelación a las autoridades y al poder político; sólo desde el reconocimiento de que no hemos hecho lo suficiente para construir la paz y la reconciliación en el país, la indignación se posiciona junto a las víctimas y a los heridos.
El obispo Acero puso en palabras el sentido real de la sinodalidad: ‘caminar juntos’ no es un eslogan ni un buen deseo; es la conversión a una actitud que por omisión o comodidad decidimos abandonar. Distraídos más por los juegos de influencia política olvidamos que el sufrimiento no tiene casaca ni color; que, como sucedió a Job, su triunfo sobre el enemigo, no desapareció el dolor de los seres amados que sí perdió para siempre.
La Iglesia católica en México suele resguardarse bajo dos certezas evidentes: la masiva y mayoritaria presencia de fieles en casi cada rincón del país -lo que faculta a los pastores hablar ante otras instancias con respaldo y representación-; y el sustrato cultural cristiano en la vida cotidiana del pueblo, que aún ofrece algo de sentido a las dinámicas sociales. Son estas dos certezas las que imposibilitan a los miembros de esta comunidad -pastores y feligreses por igual- a sustraerse de la grotesca realidad; son la razón por la que no pueden limitarse a señalar sin señalarse.
Y finalmente, hay algo que también debemos asumir los periodistas, opinadores y demás referentes mediáticos ante este drama que solamente a un desalmado podría no causarle pasmo y conversión: la normalización del insulto fácil y del lenguaje violentador.
No se trata de prohibirlo ni de pactar con el poder para intercambiarlo por eufemismos; sino de recuperar el sentido objetivo de agravio y afrenta que tienen el insulto y las palabras vehementes. Es inverosímil el endiosamiento y fascinación infantil por los influencers y pseudo periodistas cuyo único servicio y talento es hacer mofa mediante el insulto retorcido, haciendo del escarnio su modo de vida.
El abuso de insultos e imprecaciones, el lenguaje abusivo que confunde la crítica con el desprecio o el cuestionamiento con agresividad, así como la mal disfrazada superioridad moral y técnica que siempre sabe qué es lo que deben hacer los demás, son fermento de actitudes sociales que, una vez normalizadas, convierten toda interacción humana en un duelo de egos, individualismos, autorreferencialidades y vanas jactancias. Toda labor para transformar las realidades de terror, exige otros referentes y otras actitudes para comunicar.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Internet de las cosas, IA y dinámicas familiares
Ciudad de México.- Cuesta creer que un robot-aspiradora pueda ser el responsable de la salud en las dinámicas familiares pero The Futurist, la prestigiosa revista sobre avances tecnológicos, planteó una inquietud real sobre la convivencia de nuestras familias con los asistentes virtuales, juguetes interactivos y herramientas conectadas a Internet.
Los editores plantean un escenario con las famosas aspiradoras automáticas que a través de cámaras, sensores y conexión a la red recorren el piso de los hogares para levantar el polvo: el robot no sólo pasea inocente, sino que hace un escaneo completo de la estancia o pieza del hogar recopilando datos sobre los metros cuadrados de superficie, el tipo de suelo y la distribución del mobiliario, eso genera indicadores que suele relacionar al poder adquisitivo.
Estos dispositivos también tienen capacidad para recoger ‘data’ sobre la ubicación geoespacial, la cantidad de habitantes de ese hogar, sus dinámicas cotidianas e incluso, a través de las imágenes, saber la condición de algún aspecto de la casa que requiera intervención, reparación o sustitución.
Pero además, si los dispositivos tienen interfases de interacción con usuarios (como los asistentes virtuales) la información compilada también ayuda a crear perfiles psicográficos de núcleos sociales enteros; y toda esa información, como se sabe, suele ser traficada con diversos comercios virtuales, compañías de infoentretenimiento o herramientas políticas que no solo quieren ‘vender’ productos o ideas sino ‘modificar’ comportamientos, actitudes y expresiones de personas, familias y comunidades.
Así –auguran con humor los editores– de pronto la aspiradora robot es la responsable de conflictos intrafamiliares por compras o deudas no dialogadas; por airadas discusiones entre sus miembros debido a polarizaciones ideológicas o políticas; o incluso por la introducción de nuevas costumbres o el cuestionamiento de viejas tradiciones.
De ahí la pregunta: ¿Cómo se afectan las dinámicas familiares en esos hogares donde los asistentes virtuales programan la cena; los juguetes interactivos escuchan y educan a los niños; y los algoritmos deciden qué noticias y qué entretenimiento se debe consumir?
A merced de la ‘big data’
Entre otros avances tecnológicos, la Internet de las Cosas y la Inteligencia Artificial han redefinido la convivencia social, pero también plantean riesgos estructurales en las familias y las personas: Desde la comercialización de datos íntimos –pues los hogares ya no constituyen la frontera de la privacidad– hasta la fragmentación cultural que no sólo pulveriza las identidades colectivas sino especialmente las individuales.
Los nuevos hábitos familiares en el contexto tecno-mediático se contraponen a las relaciones y valores familiares tradicionales a través de cambios en los modos de consumo y la exposición a mensajes ideológicos.
Por ejemplo, los dispositivos conectados (termostatos inteligentes, cámaras para bebés, altavoces con IA) recopilan datos sensibles de manera permanente. En 2022, Amazon admitió que su dispositivo Alexa guarda conversaciones incluso cuando no se activa con los comandos. El riesgo es que esos datos son comercializados con grandes empresas informativas; así es como Google o Meta usa esos patrones de consumo familiar para vender anuncios personalizados; o aún más: aprovecha el análisis psicográfico de las personas para mutar sus sentimientos hacia algunos temas o manipularlos.
Pero eso no es todo, según Kaspersky, una de las más avanzadas compañías de seguridad digital, el 67% de los ataques de secuestro de datos sucede en hogares con múltiples dispositivos. Es decir, la ciberdelincuencia no se limita a los grandes operadores de datos sino a hackers que pueden poner en riesgo la estabilidad en el hogar. Como menciona Carissa Véliz en ‘Privacidad es poder’: “Una familia promedio comparte más datos con corporaciones que con su propio psicólogo”.
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Efecto burbuja.
Los especialistas advierten que el infoentretenimiento en las familias se ha convertido en burbujas individuales y autocomplaciente; las plataformas que buscan la atención de sus usuarios como TikTok, YouTube o Netflix emplean algoritmos que priorizan contenidos adictivos. Pero no eso no es todo, estos contenidos promueven en su mayoría desinformación (según un estudio de PeW, el 58% de adolescentes creen en teorías conspirativas vistas en redes) y aislamiento cultural.
Es notable cómo cada vez menos hogares consumen contenido en familia y cada miembro aislado se reafirma en su identidad individual más por sus intereses personales que por la conciencia de pertenecer a una familia.
Este ‘efecto burbuja’ reduce el diálogo intergeneracional y pone en conflicto valores éticos o morales entre padres e hijos; de hecho, bajo estas nuevas dinámicas, la familia cada vez es menos relevante en la transmisión de principios, valores e identidad. Según el INEGI, el 40% los niños mexicanos prefieren youtubers españoles; y los más recientes estudios revelan que los algoritmos de las IA homogenizan criterios, valores y narrativas. Así como los modelos estatistas y nacionalistas buscaron enterrar las lenguas indígenas y las tradiciones ancestrales; hoy el riesgo es que los lenguajes y las tradiciones familiares no representadas en los algoritmos (en manos de los poderes económicos) también estén en riesgo de desaparecer.
¿Qué hacer?
Evidentemente nada se logra deteniendo el camino de las tecnologías, pero sí se puede controlar el impacto que estas herramientas y dispositivos pueden llegar a tener en las relaciones familiares.
Las familias requieren redescubrir los valores de compartir la mesa y no sólo la clave del Internet; recordar la importancia de los roles familiares complementarios para participar en objetivos comunes; y auxiliar a niños, adolescentes, jóvenes y adultos a mejorar sus habilidades sociales básicas y habilidades tecnológicas.
En lo que respecta a las compañías que usufructúan el pirataje de datos compilados por la Inteligencia Artificial y la Internet de las Cosas, se requieren leyes y mecanismos de control para exigir transparencia en la recopilación de datos y protección de datos personales sensibles. Finalmente, las familias deben contar con espacios abiertos de formación tecnológica desde el pensamiento crítico para detectar y evitar los abusos.
Lo importante es integrar correctamente la tecnología a las dinámicas familiares porque su uso acrítico amenaza directamente a la estabilidad familiar. Si, como apuntó Byung-Chul Han, “la hiperconexión nos aísla y la saturación de datos, nos empobrece”, el desafío de las familias es construir hogares donde estas herramientas no esclavicen ni enajenen, y donde la tradición no tema a la innovación.
Felipe Monroy
Teuchitlán, más allá del polvo y la sangre
Ciudad de México.- Uno de los episodios más oscuros de la humanidad sucedió en la ciudad persa de Kermán; según los relatos, la ciudad era gobernada por la dinastía Zand cuando fue sitiada por Aga Mohammed Khan, un rebelde castrado que impuso su ley mediante la crueldad. El pueblo protegió sus propios hogares ante el asedio y esa acción fue suficiente para que Khan, al vencer, aplicase una reprimenda ejemplar: sacar ambos ojos de todos los varones.
El relato asegura que los soldados dejaron ciegos a más de 20 mil hombres hasta que se cansaron de cumplir con la tarea; algunos cientos más quedaron tuertos sólo por el agotamiento de sus opresores y vagaron por el desierto contando la historia.
Otro episodio igualmente oscuro tiene que ver con los campos de concentración del siglo pasado por los crímenes contra cientos de miles de personas, y donde el horror adquirió otro componente que el sobreviviente Filip Müller relata en ‘Tres años en las cámaras de gas’. Al mismo tiempo que los guardianes daban muerte con tanta facilidad a los prisioneros, así impedían por todos los medios los suicidios.
Müller cuenta que ingresó voluntariamente a una cámara de gas para encontrar la muerte pero los guardias lo retiraron brutalmente diciendo: “¡Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir!”
Cuesta trabajo reconocer que los mismos elementos de aquellas atrocidades están presentes en nuestra tierra y en este siglo; no sólo porque conmociona el evidente irrespeto a la vida humana, sino que la crueldad estructural y sistemática de sus actos parecen constituir los nuevos sentidos de una anti-sociedad que padece una enfermedad autofágica. Frente a cada imagen y explicación de lo que sucedió en el rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, parece que estamos inermes al borde de un abismo; uno donde la humanidad ha perdido todo lo que realmente ama y valora.
Cada cadáver, cada remanente y vestigio de las vidas que se perdieron una realidad destructora, áspera, inflamable y corrosiva nos interpelan y nos dejan sin aire respirable, asfixiados en el alma, luchando por un poco de respiro.
Nuestra primera reacción –con el pasmo de nuestra vulnerabilidad– ha sido sentir una profunda consternación por uno más de los horrores que se enlistan y se suceden con cierta regularidad en nuestra patria; pero rápidamente mudamos de actitud y, desde la peana de nuestra inocencia, comenzamos con los señalamientos, las acusaciones y la politización de nuestras certezas que adornamos con ínfulas de integridad.
Sin embargo, en este contexto, resultan ociosos e inservibles los llamados, las exhortaciones o las lamentaciones; porque más que acciones, se requieren conversiones. En esta profunda ignominia hay algo más importante que la consecución de obras o actos, está de por medio el alma de un pueblo, de lo que somos y cómo hemos llegado a ello. Las respuestas no pueden ser inmediatistas u operativas, ni pueden refugiarse del lado del dedo que señala; se requiere una autocrítica que escueza en lo hondo del corazón.
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Por ejemplo, los medios repiten el concepto pero no ahondan en el absurdo que implica: llaman ‘campo de exterminio y adiestramiento’ al tenebroso rancho sin reparar en la contradicción que subyace.
Si “la enseñanza de la supervivencia es la ejecución de la muerte”, ¿bastará con desmontar estos sitios y erradicar a sus operarios? ¿O se estaría perpetuando su perverso apostolado?
En ese mundo trastocado, pedir un ‘trabajo bien hecho’ parece exigir lo mismo que se le pidió a los soldados del Aga Khan: suficiente desprecio humano para aniquilar sin cansancio, sujetos a la obediencia ciega y al efectismo pragmático. Y también parece necesitar de la misma clase de disociación y desdoblamiento que asimilaron los guardias y funcionarios de los campos de Auschwitz o Treblinka: un orgullo por su trabajo, incluso si este consistía en aniquilar a otros seres humanos.
Es por ello, que apuntar con horror hacia estos sitios eludiendo la vergüenza propia, indicando a otros ‘lo que deberían hacer’ y devolviendo al Estado los poderes del Leviatán para imponer su régimen, no remedia ni el desprecio ni el orgullo que alimentan esas máquinas de destrucción. Por el contrario, la respuesta está tanto en los tuertos del desierto persa como en Müller y los sobrevivientes de los campos: en el relato. En la asimilación del drama, en que cada historia es un espejo en el que las personas deben encontrar un camino de salvación, de dignidad humana, de empatía y misericordia.
Los relatos de Kermán y los campos de concentración nos confrontan e interpelan: ¿Qué hacemos nosotros distinto a esos otros seres humanos?¿Qué hay en nosotros de especial? Evidentemente no puede ser ni la laboriosidad ni el compromiso con las tareas, pero sí el orden con nuestra conciencia. Ya lo dijo George Orwell: “Lo primero que queremos de un muro es que sea firme; si está sólido y derecho es un buen muro… y, sin embargo, incluso el mejor muro del mundo debe ser destruido si rodea un campo de concentración”.
Ante la innombrable brutalidad de los ‘campos de exterminio y adiestramiento’, de las fosas clandestinas y el drama de los desaparecidos, la dignidad nos exige coherencia entre la conciencia y las obras. Ojalá las instancias cuyo servicio es acompañar el espíritu y el alma del pueblo y de las familias mexicanas no se distraigan en recomendaciones técnicas al Estado, porque tienen en sus manos la misión y el auxilio de la conversión de las conciencias y la salvación de las almas. En esto reside su más noble colaboración.
Felipe Monroy
Familia: ‘arquitecta de resiliencia’ en tiempos de incertidumbre
¿Cómo debe ser el rol de la familia para enfrentar la incertidumbre contemporánea?
El signo más relevante del siglo XXI es, sin duda alguna, la incertidumbre. Esta época está marcada por migraciones, crisis globales, conflictos geopolíticos y transformaciones culturales realmente aceleradas, las familias enfrentan desafíos sin precedentes. Una de las principales inquietudes de los padres de familia es saber a qué adaptarse y cómo hacerlo para, con sus hijos, navegar en una sociedad cada vez más compleja. Al respecto, un estudio reciente de la Universidad Católica Portuguesa, liderado por el psicólogo Carlos Barros, revela que la respuesta está en la resiliencia intergeneracional y la empatía cultivada desde el hogar.
Incertidumbre: ¿Amenaza u oportunidad?
El psicólogo Barros retoma el concepto de “evitación de la incertidumbre” que fue popularizado por el antropólogo Geert Hofstede; el cual explica por qué algunas sociedades se paralizan ante lo desconocido, mientras otras lo abrazan.
Según el estudio, las familias en culturas con baja ‘evitación de la incertidumbre’ crían hijos más curiosos, con roles de identidad y participación más flexibles y una menor tolerancia a las reglas rígidas. En cambio, en sociedades con alta ‘evitación’, prevalece el miedo a lo diferente y la necesidad de mayor control.
En el primer tipo familiar, claramente hay mayor adaptabilidad a los cambios y búsqueda de soluciones creativas y cooperativas frente a nuevos desafíos; sin embargo, también se diluyen cualidades importantes para el núcleo familiar como el compromiso, el sacrificio, la presencia y la identidad complementaria para sostener un refugio que resiste ante las crisis.
En el segundo tipo familiar, por el contrario, muchos desafíos no experimentados en el pasado quedan sin atención, ocultos o invisibilizados; sin bien, la solidez de las convicciones, los roles y los compromisos de la familia son un auténtico refugio y certeza para los individuos que luchan contra un mundo cambiante, la poca adaptabilidad (evitar la incertidumbre) incrementa las condiciones y cualidades del miedo que termina alejándose de la realidad externa.
Resiliencia como proceso dinámico
Entonces, ¿Cómo debe ser el rol de la familia para enfrentar la incertidumbre contemporánea? Para el autor del estudio, las familias que interiorizan una dinámica de resiliencia tanto en la seguridad como en la esperanza saldrán adelante con mejores herramientas, capacidades y, sobre todo, con la valoración positiva tanto de sus raíces como de la prospectiva de su identidad.
La resiliencia no es solo “aguantar” las crisis, los desastres o las recurrentes adversidades como un muro sólido pero erosionado por la falta de vitalidad renovada; y tampoco significa solo “fluir” en los vaivenes del tiempo, sin cimientos y sin sentido de corresponsabilidad, con identidades volátiles y confusas. La resiliencia es un proceso dinámico que en la familia está nutrido tanto de sus más profundas tradiciones culturales como de las más creativas herramientas de adaptabilidad.
Barros pone el ejemplo con las experiencias de las familias migrantes y concluye que estas, al vivir en condiciones extremas de adversidad, transmiten estrategias de adaptación a sus hijos que involucran desde conservar las tradiciones de su identidad (lengua, costumbres, valores, hábitos, religión) hasta promover nuevas habilidades necesarias (aprender nuevos idiomas, reconocer valores culturales distintos e interactuar con libertad reconociendo la identidad propia y la dignidad de los demás)”. Esta respuesta de la familia a la resiliencia “crea un colchón emocional frente al estrés” que viven tanto los individuos como el colectivo familiar en un contexto de incertidumbre.
Por si fuera poco, la resiliencia es una cualidad de identidad y adaptabilidad que se transmite claramente entre generaciones; son los más pequeños quienes recogen de las experiencias de adversidad superadas mejores habilidades para negociar con cautela y esperanza su propio futuro familiar.
Empatía, empatía, empatía
Finalmente, el estudio enfatiza la importancia de educar en la empatía en tiempos de incertidumbre. Barros asegura que la empatía no es innata sino que se desarrolla esencialmente en la familia; y por ello, son pertinentes los espacios que proveen herramientas para su puesta en práctica en el seno familiar a través de talleres, terapias, sesiones, encuentros y demás estrategias solidarias o subsidiarias.
Así, si los padres escuchan activamente a sus hijos y validan sus emociones participan de la formación de una tolerancia social realista; y al mismo tiempo, si se mantienen las certezas profundas de la misión paternal y familiar, se provee confianza y un sitio seguro para que sus miembros se desarrollen en bienestar. La empatía, por tanto, es semilla de una sociedad más justa.
En conclusión, los intensos cambios socioculturales continuarán durante mucho tiempo antes de que una nueva etapa de seguridad vuelva a aparecer en el horizonte civilizatorio, mientras tanto, las familias son las auténticas “arquitectas de resiliencia” que requieren, además de herramientas y habilidades hacia adentro, de políticas públicas en la sociedad compartida para auxiliarse en esta responsabilidad y labor hacia el futuro.
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