

Felipe Monroy
No, la respuesta no es sólo narrativa
En estos días, circulan entre diferentes redes sociales varias “propuestas” partidistas o politizadas que aseguran que lo único que hace falta en México es “un cambio de narrativa política” para favorecer un viraje electoral. Su lectura parece lógica pero incompleta y ligeramente ingenua. Afirman que los líderes políticos, los movimientos y las actitudes sociales sólo se manifiestan a través de dichas narrativas; como si la existencia de las realidades histórico-políticas dependiera de cómo son relatadas; creen, por ejemplo, que la ascensión del lopezobradorismo se reduce a una narrativa y consideran que sólo otra narrativa podría ser su final.
Es cierto que los relatos tienen una potencia transformadora real y que son un motivador actitudinal sin comparación: La publicidad, el mercadeo, la cinemática audiovisual y las nuevas herramientas prácticas de la comunicación política dan cuenta de cómo la asimilación y reconstrucción de historias alcanzan objetivos comerciales, emocionales y actitudinales concretos.
Pero la función de los relatos jamás ha sido lineal y consecuente; es decir, la correlación entre la narrativa y los sucesos histórico-políticos no es causalidad. El éxito de las historias (de la narrativa) con los objetivos que persigue pueden estar correlacionados pero no necesariamente la primera es una causa de la segunda.
Hoy es común encontrar personas, empresas, marcas, organizaciones, instituciones y hasta gobiernos que solicitan estrategias y herramientas de comunicación que logren “la manipulación de valores y estilos de vida gracias a narraciones ejecutadas sobre microsegmentaciones psicográficas de audiencias digitales” y no faltan las agencias que afirman vender esa fórmula. Por supuesto, hay consultorías y empresas con métodos muy potentes y afinados para lograr objetivos cercanos, pero hay algo que ninguna narración puede cambiar: la realidad.
Basta con revisar cómo aún en este avanzado siglo, los movimientos sociales y populares son detonados y alimentados en su indignación por injusticias concretas, por la humillación sistemática contra sus derechos sociales, laborales, educativos, políticos, etcétera. Las movilizaciones en Francia, por ejemplo, no nacieron de narración alguna sino del acto directo y antidemocrático de un poder abusivo que redefinió las cualidades de un derecho social obtenido medio siglo atrás; o los disturbios de Atlanta de enero pasado, aquellos fueron detonados por el asesinato del activista Páez Terán y no como parte de algún ‘storytelling’; la huelga en Israel nació de el intento de reforma judicial de Netanyahu… y la ‘marea rosa’ de la reforma electoral promovida por el gobierno de México.
La realidad, el contexto histórico-económico, es el lugar en el que se comprenden las narrativas. La realidad –dice incluso el papa Francisco– es más importante que la idea. La ‘plenitud de los tiempos’ no es el relato en sí, sino el contexto perfecto en donde el relato nace, crece y se transmite con el sentido performativo y transformador.
Ojalá esto comprendan los ciudadanos y actores políticos, así como los entusiastas de la narrativa (o storytelling para armonizar con el imperialismo lingüístico); porque la aspiración a liderar o dirigir cualquier movimiento o intención electoral no basta con gobernar la narración sino abrazar la compleja realidad para desde allí (sólo entonces) ‘construir narrativas’.
Hay que señalar además que es imperioso cuestionarse si los propios análisis de la realidad no son sino confirmaciones de nuestros sesgos, de nuestros prejuicios o nuestros deseos; de lo contrario, las ‘propuestas narrativas’ que se realicen y se intenten difundir a través de medios y redes sociodigitales serán exclusivamente leídas como malabares retóricos para obtener objetivos políticos inmediatistas y pragmáticos.
Una de las propuestas más alucinantes de estos entusiastas del ‘storytelling’ dice lo siguiente: “La nueva narrativa debe reflejar el país libre, justo, próspero y en paz donde queremos vivir los mexicanos, así como las formas como queremos construirlo”. Una ingenuidad total, ¿acaso la narrativa remedia por sí sola el rezago educativo, la inequidad social, el abuso industrial sobre el medioambiente, la represión estatal, la impunidad sistémica o la corrupción de los que sólo buscan su privilegio? No. La narrativa no se limita a señalar enemigos y a erigir héroes esperando que intercambien sitios por pura creatividad, sino que, desde lo más profundo de la realidad histórica (justo desde los invisibilizados, los descartados, los oprimidos y despreciados), escucha los sentimientos más auténticos y los articula en un relato contra la hegemonía, contra el orden establecido o contra el sistema que se ha impuesto.
Así que no, la narrativa no construye ninguna agenda por sí misma; en el mejor de los escenarios, inserta en las tensiones de la agenda social aquellas lógicas discursivas que incrementan la presencia u ocultan la relevancia de actores, personajes, instituciones o problemas. La narratología no se reduce al aprovechamiento de ciertas herramientas de discurso secuencial al servicio de políticas utilitarias; la ‘narrativa’ no es sólo un grupo de relatos lógicos y emotivos ubicados entre la propaganda y el mercadeo de productos, ideologías, personajes o actitudes. Si la narrativa es un extenso y sedoso tejido de historias, cada fibra es un extracto concreto y arduo de la realidad.
En conclusión, el problema no es que el juego político y comunicativo en esta época sea simplificado a las historias que se pueden crear, transmitir y, sobre todo, creer; lo que se pierde de vista es que no todo depende de la forma o la manipulación con las que se quieren “contar historias” sino de “tocar la carne herida” de esta realidad, de nuestros congéneres y nuestros semejantes.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Contra los excesos de los predicadores digitales

Pasó casi inadvertida (quizá por obvias razones) la reflexión pastoral ofrecida por el Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede en la que se exhorta a los líderes eclesiásticos –obispos, curas y a laicos influyentes– a abandonar estrategias de polarización en las redes sociodigitales mediante la creación o divulgación de discursos propagandísticos reaccionarios, polémicos, incendiarios o prejuiciosos.
El documento en cuestión es una audaz mirada crítica y autocrítica desde la Iglesia católica sobre la nueva vida cotidiana digital, donde las tecnologías actuales de la comunicación están prácticamente asimiladas e internalizadas por la sociedad contemporánea y cuyo uso cotidiano afecta decididamente la realidad que integra y circunda a los pueblos. El documento titulado “Hacia una plena presencia” reflexiona no sólo sobre los recientes cambios en el aspecto comunicativo de las personas y las sociedades, sino las dramáticas alteraciones que ‘el mundo digital’ ha hecho y hará en la política, en la economía y en la misma historia de las propias identidades humanas y las búsquedas de sentido de los hombres y mujeres contemporáneos.
La reflexión no tiene ni carácter legislativo ni mandatorio pero sí es una fuerte orientación a los millones de usuarios de las redes sociales para que tomen conciencia de las implicaciones políticas, socioculturales y hasta antropológicas que supone la integración de los grandes avances tecnológicos (web 5.0, inteligencia artificial, realidad virtual, etcétera) a su comunicación cotidiana.
Sin embargo, sí que llama la atención el tono con el que estas orientaciones se dirigen a los líderes eclesiásticos o católicos ‘influencers’ de las redes sociodigitales para “no caer en las trampas digitales que se esconden en contenidos diseñados expresamente para sembrar el conflicto entre los usuarios provocando indignación o reacciones emocionales… debemos estar atentos a no publicar y compartir contenidos que puedan causar malentendidos, exacerbar la división, incitar al conflicto y ahondar los prejuicios”.
Esta exhortación no es ociosa; es sumamente común encontrar en el océano digital a personajes de instituciones o movimientos religiosos que utilizan toda plataforma digital disponible no sólo para predicar una serie de creencias o convicciones (lo cual es válido) sino para crear o replicar un mero propagandismo ideológico reactivo, radicalizado o fanatizado, disfrazado de preceptos pseudoreligiosos que apelan a emociones primarias, a un integrismo político más que teológico o religioso.
“El problema de la comunicación polémica y superficial –y, por tanto, divisiva, dice el documento–, es especialmente preocupante cuando procede de los líderes de la Iglesia: obispos, pastores y destacados líderes laicos. Éstos no sólo causan división en la comunidad, sino que también autorizan y legitiman a otros a promover un tipo de comunicación similar”, alertan los expertos del dicasterio pontificio para la Comunicación.
Por supuesto, el documento tampoco peca de ingenuidad y advierte que estas actitudes no son exclusivas del mundo religioso: “Los discursos agresivos y negativos se difunden con facilidad y rapidez, y ofrecen un terreno fértil para la violencia, el abuso y la desinformación”, lamenta. Así que, frente a estos fenómenos, sugiere esencialmente a las personas de buena voluntad (de auténtica buena voluntad y no sólo como etiqueta retórica) que no permanezcan callados y los exhorta a “ofrecer otro camino”, otra vía.
Es cierto que una política de silencio frente a este tipo de provocadores digitales, sembradores de odios, de discriminaciones y de superioridades morales parecería tener la intención de no abonar ni a sus egos ni a sus obsesivas agendas; y, sin embargo, la realidad nos confirma que el silencio hace más mal que bien pues, al no proponerse narrativas o comunicaciones que realmente intenten mejorar la interacción entre personas y comunidades –sin menospreciar sus necesidades y diferencias– , los espacios de conflicto se saturan de agresividades identitarias, de retóricas de polarización y lógicas de dominación y autocomplacencia.
En conclusión, la reflexión del Vaticano respecto a estas perniciosas prácticas comunicativas en las redes sociodigitales es sumamente oportuna y no sólo por los riesgos y oportunidades que los avances tecnológicos suponen con su incorporación a la dinámica cotidiana del ser humano contemporáneo; sino porque se torna imprescindible en el actual contexto global de crisis democrática y política –con problemas tanto identitarios como representativos– pues, muchos personajes o grupos políticos han recurrido perversamente en recientes fechas a narrativas integristas pseudoreligiosas para forjar y radicalizar a sus prosélitos; pero también porque ciertos liderazgos religiosos se los permiten o, peor, que usan estas herramientas con idénticos intereses mundanos y prosaicos.
Hay finalmente una expresión que resulta sumamente interesante en el documento que llama a construir comunidad en un mundo fragmentado; se trata de un llamado a participar activamente como ‘micro-influencers’, gente que debe ser consciente de su influencia potencial personal y cercana, y que no se desanime de enfrentar a los grandes vociferadores. Una buena actitud contra aquellos excesos.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Empate, la ficción que anima

El empate jamás ha tenido buena prensa, casi siempre e injustamente se le compara con la derrota. Donald Rumsfeld, belicista, obseso armamentista y estereotipo formal del secretario de defensa de los Estados Unidos, por ejemplo dijo: “Si empatas, quiere decir que no ganaste”. Aún más, hay quienes afirman que “debería existir una explicación matemática que demuestre lo horrible que es el empate”.
Por supuesto, no siempre es así; en ocasiones el empate se torna casi heroico gracias a una buena historia, a una narración tanto épica como moral que revalora las condiciones más que el resultado o las cualidades más que las cifras. Es el caso del ajedrez, un juego cuyas exquisitas reglas en torno a los empates (tablas) hacen que las partidas donde nadie resulta ganador ni perdedor sean auténticas historias para contar y aprender.
Y, sin embargo, hay algo en el empate que parece clamar desde lo más profundo de la psique humana y que exige ganar (incluso a la mala) o perder (de preferencia honorablemente), pero que aborrece esa terrible indefinición. Es como si al lanzar una moneda al aire, ésta cayera de canto y se sostuviera en esa terca vaguedad e indeterminación, desatendiendo y despreciando a todas las apuestas.
Ahora imaginemos que una fuerza misteriosa hiciera desaparecer a esa moneda sin aclararnos el resultado y sin darnos incluso la posibilidad de volver a realizar la apuesta. ¿Habría paz o tranquilidad mental con esa incertidumbre? Es seguro que no. El empate, por decir lo menos, nos incomoda; aunque, si es producto de una buena historia, tiene potencialidad de animarnos.
Esto se ha visto incontables veces, por ejemplo, en las finales de futbol. Ante todo debo advertir que no soy un experto en la materia –ni siquiera soy un buen aficionado– pero sé que al empate en este juego se le otorgan diferentes valoraciones dependiendo de cómo se haya llegado a él.
En primer lugar está el ‘empate soporífero’, el clásico 0-0 que se prolonga casi concienzudamente por los jugadores o los directores técnicos que parecen tener la misión de aburrir y molestar a los espectadores; en ese tedio total, incluso el azar podría tener más tino y empeño que los participantes del juego. Luego viene el ‘empate pactado’, da igual si es a ceros o a doscientos tantos, siempre provoca una indignación supina, la ira del respetable que no soporta ser estafado de tal manera.
Pero todo cambia con el ‘empate épico’, es decir aquel que crea la hazaña de remontar mucho trecho, desde la aparente e ineludible derrota hasta alcanzar el empate: una proeza. Esta situación provoca la misma cantidad de emoción entre quienes remontan y quienes se ven remontados; pero son emociones distintas, una imprime entusiasmo y admiración mientras la otra, vergüenza y agobio.
Y finalmente están el ‘empate técnico’ y el ‘empate metafísico’. El primero siempre tiene que ver con el tiempo. Así, algo puede estar en ‘empate técnico’ en un momento previo a la definición; por ejemplo, las intenciones electorales según las encuestas o un empate en espera de un voto decisivo ya sea de un miembro externo o de uno interno cuyas cualidades de poder son diferenciales específicamente para estos accidentes. Es decir, un empate técnico siempre se resuelve junto a la variable del tiempo y de una toma de decisión.
El ‘empate metafísico’ es, sin embargo, esa extraña sensación de ver o participar de incesantes acontecimientos pero cuyos conflictos quedan en completa irresolución; es decir, como si se pudiera testimoniar una batalla que deja todas las cosas tal y como estaban, de suerte que el espectador tiene la sensación de que algo decisivo estaba por ocurrir, pero que no ocurrió en absoluto.
Hay algo interesante respecto a este empate, su relevancia se encuentra en su singular vacío, en su perturbador equilibrio, en la manera en cómo niega cualquier acto, incluso cualquier pensamiento. Como si en la creación nada fuera creado o en el caos no se desordenara nada o en la destrucción todo permaneciera igual. La mera existencia de este ‘empate metafísico’ en la mente humana es una afrenta a nuestra existencia, como si hubiera caminos sin destinos, eventos sin desenlace, un perpetuo ‘ahora’ o un presente inmóvil.
Huimos del empate pero necesitamos de esa ficción para que los conflictos o las contiendas nos signifiquen algo. Para que la lucha tenga propósito y el esfuerzo, sentido. O como decía M. Luther: plantar un árbol incluso bajo la conciencia de que el mundo se cae a pedazos. Hemos recibido tanto que vale el esfuerzo devolver tanto por cuanto, incluso más, para no quedar empatados.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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