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Felipe Monroy

Separar la leche del agua

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Un antiquísimo relato de la Bharatavarsha asegura que existieron dos clases de cisnes sobre la tierra, una era común y otra casi de cualidades divinas. Diferenciar cada clase era imposible a simple vista pero los sabios descubrieron que, si se servía en una vasija un poco de agua mezclada con leche, el cisne superior podía separar las sustancias para beber la leche y dejar el agua. El cuento concluye con una enseñanza: “La ciencia de las palabras no tiene fin, la vida es corta y los obstáculos son muchos. Es preciso, pues, tomar lo sustancial de las cosas, desechando lo inútil”.

El relato pertenece a un tipo de enseñanza ancestral que popularmente se conoce como de manuales para príncipes y herederos; una educación imprescindible para los hijos de los señores feudales o reyes quienes, a la enfermedad o muerte de sus padres, debían encargarse de la administración, el gobierno, la guerra y la moral de sus familias y sus pueblos. Quizá por eso, la gran mayoría de los materiales formativos de esa época comienza con relatos como el anterior: antes que cualquier aprendizaje concreto es importante saber distinguir y discernir.

Distinguir y discernir son acciones ligeramente distintas pero complementarias, imbricadas en sendos bucles de los sentidos y la conciencia. La primera es una acción analítica y la segunda implica una actitud electiva. Es decir, al discernimiento no le basta la separación de elementos para comprenderlos sino que exige una valoración y elección concurrente de los mismos; pero además, para elegir correctamente es necesario distinguir los valores pertinentes de la elección: lo bueno, de lo malo; lo útil, de lo inútil; lo necesario, de lo accesorio; o lo justo, de lo injusto.

Lejos de esa formación palaciega, específicamente en las parábolas rurales cristianas, se añadió la variable del tiempo como un elemento importante que trabaja también en ese proceso de análisis y elección. De la enseñanza de Jesús sobre el trigo y la cizaña (dos plantas cuya morfología las hace semejantes en su inflorescencia) se reflexiona que éstas deben dejarse crecer juntas, aunque una sea nutritiva y otra potencialmente venenosa, pues sólo después de la siega es fácil separar lo malo de lo bueno, sin dañar a lo bueno en el proceso.

Es decir, mientras que a aquellos cisnes ‘superiores’ les era propio el don de separar y elegir la leche de esa mezcla –indistinguible para nosotros– con el agua; los seres humanos sencillos tenemos de aliado en estas dificultades al tiempo, a la lenta y trabajosa maduración. De allí, la importancia de la paciencia pero, sobre todo, de la esperanza.

Me permití toda esta introducción porque considero que, en nuestra época vertiginosa, utilitaria, inmediatista y llena de ruido hemos olvidado que el buen juicio requiere tanto de procesos cognitivos como de una auténtica apertura al devenir de la historia o, como diría el imbatible lema de la UAM, ser una ‘casa abierta al tiempo’.

Ponga aquí usted el affaire sociopolítico que quiera: la carrera presidencial y el sistema democrático en México, el entuerto de los libros de texto gratuitos, el crecimiento de los exóticos outsiders en la política, las guerras de la geopolítica, la radicalización ideológica de los medios de comunicación, la manipulación y las fake news, la recuperación post pandémica y la crisis económica global, el colapso del equilibrio medioambiental, etcétera. Verá que en cada uno de los asuntos hay uno o varios personajes que aseguran que las respuestas son simples e inmediatas, que la única opción es dura y radical, que es ahora o nunca, que entre el paraíso o el infierno sólo están ellos para mediar.

Estos personajes no sólo se autoerigen como los únicos catalizadores de la historia sino que exigen a sus seguidores a prescindir de todo razonamiento. En la radical certeza de sus convicciones parecen insistir que sólo ellos saben distinguir la realidad y la verdad que la soporta, por ello el discernimiento es ocioso, inútil e innecesario.

Y al contrario de lo que pueden creerse muchos de aquellos genios, ninguno de nosotros es un cisne divinizado capaz de separar la leche del agua por arte de magia, requerimos de ese intenso bucle de discernimiento y distinción sobre los acontecimientos a nuestro alrededor y, sobre todo, necesitamos fortalecer la paciencia y la esperanza para dejar que el tiempo haga madurar lo que en este momento parece caótico o confuso.

Porque además la historia nos ha demostrado varias veces qué ocurre cuando se pierde confianza en el proceso del discernimiento y en el valor del tiempo: comienza la soberbia a quemar y a destruir; lo que no es suyo, lo que no ha valorado, lo que no ha reflexionado ni dejado madurar: ven los cuencos vacíos y se entristecen porque no existen cisnes divinos; queman el campo cuando advierten un brezo de cizaña porque se creen dioses.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

75 años de una guía ética hoy abandonada

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Al final de la Segunda Guerra Mundial, ante las heridas aún abiertas en incontables pueblos y la sombra de incertidumbre sobre cómo se habrían de mediar los conflictos que dejaron pendientes las campañas bélicas, la asamblea general de las Naciones Unidas realizó la histórica sesión plenaria 183 del 10 de diciembre de 1948 en la que se aprobó y se instruyó publicitar globalmente una novedosa Declaración Universal de Derechos del Hombre; un documento que nació con una expectativa mítica sobre la paz necesaria, fundamentada “en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

Hoy, a 75 años años de aquella guía ética, no sólo es evidente que el juego geopolítico abandonó rápida y totalmente estos principios –la Guerra Fría, las invasiones imperialistas y los conflictos del mundo multipolar son prueba vergonzosa e irrefutable de esto–; sino que la cultura política contemporánea y hasta el propio organismo internacional parecen desandar el camino iniciado hace tres cuartos de siglo.

La Declaración tiene treinta artículos y un preámbulo con siete consideraciones pertinentes para comprender la necesidad y la urgencia de velar por la dignidad humana y por los derechos fundamentales inalienables de lo que denomina “familia” humana. El documento sintetiza con claridad meridiana que “los actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” proceden del desconocimiento o menosprecio de los derechos humanos; que sólo con “fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres” se abre camino al progreso social y la mejoría del nivel de vida bajo una más amplia libertad.

Y, sin embargo, la cultura política actual ha relativizado a tal punto el valor de la vida humana y su dignidad que hay proyectos políticos respaldados por las propias Naciones Unidas que limitan la libertad de expresión y de conciencia, que privatizan y comercializan los derechos humanos básicos, que dejan en manos del tecnocapitalismo alienante la naturaleza, la biología y la identidad humana.

Por ejemplo, la Declaración afirma que todo ser humano tiene derecho a la vida, a la seguridad de su persona y al reconocimiento de su personalidad jurídica “en todas partes”, pero actualmente se regatea este derecho argumentando innumerables colisiones de otros intereses de placer y satisfacción socioeconómicos.

El documento también exige que nadie sea sometido ni a esclavitud ni a servidumbre pero, por las crisis económicas, hay políticas públicas que abogan por la limitación de derechos laborales y sindicales; el texto además estipula que nadie debe ser desterrado y se enarbola el derecho a la migración pero las deportaciones y las políticas antiinmigratorias de perfil conservador son populares hasta en grupos que se identifican como humanistas.

En la actualidad, gracias a los titanes de tecnología digital y las políticas intrusivas en nombre de una falsa seguridad nacional se ha normalizado el espionaje y el usufructo de los datos de la vida privada de los individuos; la libertad de pensamiento, conciencia y religión son permanentemente condicionadas a ideologías de ocasión mediante figuras de persecución y control que incluso pretenden constreñir el lenguaje vivo de los pueblos.

Es más, algunos que se autodenominan como ‘libertarios’ desprecian ideológica y prácticamente artículos enteros de esta Declaración Universal como la obligación de los Estados a proveer seguridad social, protección laboral y sindical, asistencia médica básica y especial para madres e infantes, educación gratuita, servicios sociales, etcétera.

Otros, que se autodenominan ‘progresistas’, rechazan principios distintos pero también consagrados en esta Declaración; como el derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que deben recibir sus hijos o aquel que afirma textualmente que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Algunas políticas públicas, además, promueven mecanismos de atención excluyente (especialmente en lo referente a la justicia social) fundadas en la división y clasificación diferencial en lugar de procurar condiciones de justicia que garanticen igual protección de la ley sin distinción ni discriminación.

En la actualidad, la reflexión de la pertinencia y utilidad social de los derechos humanos se basa en un pragmático utilitarismo individual en donde cada persona tiene capacidad para que se le reconozcan y garanticen sus derechos ‘igualmente’ a otra; pero, siempre y cuando no lo sean ni los reciban colectivamente. Es decir, que cada quien tiene condiciones para potencialmente ser reconocida en su dignidad humana mientras los otros no lo sean realmente. Es la parábola de la puerta abierta y las diez personas que ‘en principio’ pueden libremente cruzar el umbral pero que aquella se cierra cuando las primeras tres lo hacen. En la actualidad se aplica la idea de que los derechos humanos deben ser en igualdad para todos, pero como diría Orwell: “algunos son más iguales que otros”.

Es claro que la Declaración Universal nació de la necesidad de imaginar utopías o al menos condiciones para que el miedo, el terror y la miseria no fueran utilizados nuevamente como discursos o recursos políticos. Quizá esa misma motivación sigue siendo pertinente 75 años más tarde.

*Director Siete24.mx @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Desafío de gobierno en la Iglesia Católica

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La Iglesia católica es una institución única en su especie; el liderazgo del sumo pontífice y de los obispos en las regiones más apartadas del planeta han representado el ejercicio de la doctrina, el magisterio y la tradición cristiana en cada época desde hace dos milenios; y la actual no es la excepción. Sin embargo, la relativización de prácticamente todos los principios y valores institucionales para guiar el pensamiento y la acción de las comunidades ha golpeado especialmente a la Iglesia católica de este siglo.

Acudimos a la quinta o quizá sexta oleada en este pontificado que los voceros anti Francisco sincronizan sus dardos contra el obispo de Roma; además de los cardenales que calcularon los tiempos mediáticos para cuestionar la validez histórico-dogmática de un nuevo modelo de escucha y diálogo al interior de la Iglesia, una serie de artículos publicados en medios más bien críticos del jesuita latinoamericano (como el texto del filósofo Lamont publicado a finales de octubre pasado bajo el título: “El Papa Francisco como hereje público: la evidencia no deja dudas”) recrudecen los ataques que buscan tener un lugar en la conversación erudita sembrando la idea de que Bergoglio habría cometido herejías a través de algunos discursos, respuestas o documentos.

El otrora cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ha mantenido un intenso activismo contra las decisiones pontificias: criticó la realización del Sínodo de la Sinodalidad reduciéndolo a ‘palabrería’, ha definido a los colaboradores de Bergoglio como ‘propagandistas’ y hasta ha afirmado condescendientemente que a pesar de que Francisco “ha difundido repetidas herejías, él no ha caído en ninguna herejía formal que le impida continuar en el cargo”.

Francisco tuvo paciencia; pero –mientras más avanzan sus limitaciones físicas propias de la vejez y enfermedad; y se encienden los motores de la sucesión pontificia– ha quedado claro que mantener y hasta auspiciar el veneno de quienes le han cuestionado todo desde el inicio, ya no será tolerable. Las medidas que el Vaticano ha tomado recientemente contra sus más aguerridos opositores ejemplifican esta nueva etapa. Francisco ha recordado al mundo católico el peso de la mano pontificia contra dos norteamericanos: la investigación y posterior destitución del obispo texano Strickland; así como la revocación de los privilegios romanos al cardenal Raymond Burke.

Es raro que el pontífice tome con dureza las riendas, pero la historia enseña que –al menos en materia jurisdiccional– en algún momento del pontificado se hace eficaz esa frase de san Bernardo de Claraval: “Convengamos en que, según el derecho eclesiástico, el Papa tiene todo el poder cuando lo exige la necesidad”. Hay que mencionar, que Francisco no es el único y no será el último en tomar esa potestad “cuando la necesidad o una notoria utilidad lo requiere”.

Desde el caótico primer Concilio Vaticano se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa; de manera burda, la idea de reconocer en el pontífice tal poder supremo parece simple y pragmática, casi política, para garantizar autoridad, mando y obediencia de un episcopado ya sumamente diverso, nativo, plural y seducido por el racionalismo de mediados del siglo XIX. Sin embargo, la doctrina sobre la infalibilidad papal no podía provenir de las inquietudes coyunturales sino de su dimensión mística en la historia de la salvación.

Recojo la reflexión del sacerdote jesuita Rafael Faría, allá en 1945: “Si el Papa enseñara el error, el infierno –esto es, el demonio, espíritu de error y mentira– prevalecería sobre la Iglesia, lo que va contra la promesa de Cristo… Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y lo encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarlos en la fe, si él mismo los induce al error?… Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer; pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. Resulta claramente que Jesucristo hizo infalible al Jefe supremo de su Iglesia”.

Aún antes, en un documento catequético español de 1821 se advertía que el pontífice enfrentaría con regularidad a “ocultos e hipócritas enemigos” que “sin correr el velo misterioso con que se cubren, no pueden negar abiertamente la autoridad del Papa; protestan que no quieren en nada perjudicarla y que sólo intentan distinguir sus verdaderos derechos de las falsas pretensiones”. Esta catequesis (publicada para reconvenir al episcopado español de riesgos de autosuficiencia en la confirmación episcopal) advertía que la unidad de la Iglesia se pone en riesgo cada vez que surgen ministros eruditos que dicen estar “dispuestos a reconocer la autoridad papal con tal de que ‘no se oprima la sana doctrina’”.

Esto último, reflexionan los autores, permite decir que la doctrina efectivamente está oprimida y, por tanto, que se justifica la autorización de rehusar la obediencia al Sumo Pontífice. Para los detractores, los planteamientos del pontífice son sólo “invenciones humanas” y que, por el contrario, sólo ellos son auténticos custodios de la pureza e integridad de la doctrina.

En todo caso, que el Papa recurra a estas medidas también revela que otros recursos se han agotado; que el entusiasmo por escucharlo, seguirlo o respaldarlo no es tan sólido como hace diez años. Que escasea la creatividad tanto teológica como pastoral para neutralizar a los opositores al pontífice. Y ese es otro problema porque, se advierte en varias regiones del mundo –por lo menos en México–, los obispos locales han abandonado la producción de discurso o de gestos que confirmen la unidad: casi no escriben cartas pastorales ni personales ni conjuntas, casi no participan en los medios de comunicación formales, sus procesos son más programáticos que paradigmáticos y hay una obsesión con las estructuras pero un descuido en el lenguaje. Y ahí es donde se pierde o se gana un gobierno.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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