Felipe Monroy
Cambio de actitud, eco de la primera aduana sinodal
Ha concluido la primera de las dos sesiones del complejo Sínodo sobre la Sinodalidad convocado por el papa Francisco. Del 4 al 28 de octubre, obispos, religiosas, sacerdotes, hombres y mujeres laicas reunidos en el Vaticano participaron colegialmente para abordar un aspecto de la actuación de la Iglesia católica que el pontífice considera imprescindible reforzar para la era actual: el saber caminar juntos.
Como se sabe, a diferencia de un ‘concilio’ –donde los obispos discuten asuntos de fe, moral y disciplina– los ‘sínodos’ en la Iglesia católica son básicamente asambleas temáticas globales convocadas por el Papa y en las que se buscan soluciones pastorales de validez universal a problemas específicos y emergentes. Es decir: un sínodo no cambia a la Iglesia; pero sí cambia la mirada, la actitud y la operatividad con las cuales la Iglesia busca cumplir sus fines –la salvación de la humanidad y la comunicación de los bienes espirituales– en un mundo siempre cambiante: “en un mundo desgarrado y dividido” como aparece en la introducción del informe del sínodo votado por la asamblea hace unos días.
Este Sínodo ha apostado por varias novedades. La primera: Una participación más horizontal de los fieles creyentes tanto en la fase de consulta como en la propia discusión y votación en la asamblea. La segunda: La realización de la asamblea no sólo desde la comodidad de un salón de plenos sino en la brillante y dolorosa realidad donde gozan y padecen auténticamente las personas. Y la tercera: Bajo un moderno modelo de comunicación y transparencia en el que la asamblea podía seguirse momento a momento sin la mediación o la imposición de sigilos –muchas veces bien intencionados pero limitantes– de ‘los grupos fuertes’ dentro del Vaticano.
Contrario a lo que alertaron algunas voces insidiosas sobre el error de involucrar a más mujeres y al laicado en la participación deliberativa del sínodo, el mero ejercicio de diálogo sin imposiciones jerárquicas espaciales (los trabajos se realizaron literalmente sobre mesas redondas) sirvió para que la catolicidad contemporánea aceptara que “no es fácil escuchar ideas diferentes, sin ceder inmediatamente a la tentación de replicar; [tampoco] ofrecer la propia contribución como un don para los demás y no como una certeza absoluta”. Pero, además, la votación de los parágrafos de la síntesis de la primera sesión evidenció que todos los asistentes mostraron una convergencia muy alta en el discernimiento sobre la actitud y las estructuras necesarias en la Iglesia para responder al drama humano actual.
En síntesis, los 344 padres y madres sinodales coincidieron en apuntar que, como nunca antes, se requiere que los creyentes católicos hagan camino junto a la humanidad en búsqueda de reconciliación, esperanza, justicia y paz; y que, en medio de la cultura de descarte y de las ideologías deconstructivas posmodernas, los pastores, ministros y fieles comprendan su responsabilidad con los últimos, los descartados, los pobres, las víctimas de la violencia y de los efectos del cambio climático.
Incluso los puntos de debate más polémicos como la discusión sobre la inclusión ministerial de las mujeres en la Iglesia a través del diaconado, el asunto sobre los sacerdotes secularizados (que han dejado el ministerio), el celibato presbiteral y un complejo tema sobre cómo abordar la poligamia en ciertas Iglesias particulares fueron atendidos sin escándalo ni apasionamientos dogmáticos, sino mediante la apertura a la reflexión, al estudio y al discernimiento. Es decir, sin imponer ninguna visión ni estilo de manera absolutista.
Así que no, el sínodo nada ha cambiado ni del dogma ni de la disciplina eclesiástica de la Iglesia católica. Nunca ha sido ese su interés; sin embargo, de la mano con un modelo de participación e integración de la pluralidad de voces de los creyentes, sí se evidenciaron reclamos importantes y recomendaciones a cambios actitudinales muy específicos en el seno eclesiástico.
Uno de estos, fue el asunto del machismo, mencionado así en el documento de síntesis: “Muchas mujeres expresaron su profunda gratitud por la labor de sacerdotes y obispos, pero también hablaron de una Iglesia que duele. El clericalismo, el machismo y el uso inadecuado de la autoridad siguen marcando el rostro de la Iglesia y dañando la comunión […] Cuando en la Iglesia se violan la dignidad y la justicia en las relaciones entre hombres y mujeres, se debilita la credibilidad del anuncio que dirigimos al mundo. El proceso sinodal muestra que es necesaria una renovación de las relaciones y cambios estructurales”.
Este documento integra también voces eclesiales largamente desatendidas: “Se abordan y resuelven los casos de discriminación laboral y de desigualdad de remuneración en el seno de la Iglesia, en particular con respecto a las mujeres consagradas, consideradas con demasiada frecuencia mano de obra barata”; pero también preocupaciones honestas de los obispos que, con frecuencia, son difíciles de reconocer: “Algunos obispos expresan su malestar cuando se les pide que intervengan en cuestiones de fe y moral sobre las que no hay pleno acuerdo en el episcopado”.
En conclusión, la Iglesia católica ha cruzado esta primera aduana del proceso sinodal comenzado en 2021 y que en octubre del 2024 vivirá su segunda sesión. Al final, como parte del proceso, las reflexiones y orientaciones que, desde la potestad pontificia, sean valoradas como necesarias para el siglo que vivimos, serán expresadas en un documento final.
En todo caso, es evidente que este proceso ya ha dado frutos para que, en todas las diócesis y conferencias episcopales se implementen mejores métodos para involucrar a todos los bautizados en una mejor comprensión y práctica del mensaje evangélico, inculturado, actual y cercano; comenzando quizá con aquellos sectores a los que la sola palabra ‘cambio’ les aterroriza. Es comprensible.
El mundo continúa en una vertiginosa aceleración de cambios que redefinen a la sociedad entera; la pulverización ideológica ha vuelto anacrónica la distinción entre ‘buenos y malos’, pero no así entre ‘el mal y el bien’. Sin meterse en esas honduras, el documento síntesis confirma la auténtica brújula moral de la Iglesia en el siglo que marcha: “Los cristianos tienen el deber de comprometerse a participar activamente en la construcción del bien común y en la defensa de la dignidad de la vida, inspirándose en la doctrina social de la Iglesia y actuando de diversas formas”. Unidad en diversidad, como siempre.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
La otra campaña: una batalla contra el ‘yo’
Existe la confusión generalizada de que una campaña electoral debe centrarse completamente en la persona a elegir. Sin duda, hacer conocer, mostrar y publicitar al personaje político contendiente es una obligación de la comunicación política de campaña: Es necesario dar a conocer la historia de origen de los candidatos, sus perfiles y sus discursos; es trabajo de sus colaboradores hacer que el respetable vincule su voz a su rostro y ambos a una idea, dos, máximo. Pero eso no es lo único.
La estrategia también debe hacer reconocer que ‘todo lo que no soy yo’ es ‘lo otro’, lo opuesto. Las campañas se construyen en discursos que configuran lo propio y lo ajeno, los aliados y los enemigos, los partidarios y los opositores. En el mundo contemporáneo es algo ingenuo acudir a un proceso electoral convencidos de que la nuestra es sólo una opción entre otras participando en un juego justo; en realidad, es importante convencerse y persuadir a todos cuántos se pueda de que ‘todo lo demás’ es un error. Como diría el ilustrador de sátira política, Ramón: “O yo o el caos”.
Es por eso que, naturalmente, las auténticas propuestas de política pública, filosofía política o praxis administrativa quedan seriamente relegadas en una estrategia de campaña electoral. Todos los contendientes pueden coincidir en políticas públicas concretas y hasta compartir principios y valores políticos específicos; todas las opciones electorales además pueden padecer las mismas críticas a sus respectivas gestiones, experiencias o a la falta de ellas. Pero sus campañas se esforzarán en describir que los personajes habitan las antípodas políticas, que el triunfo de uno no sólo es el fracaso del contrincante sino su condena. A eso le llamamos dicotomización del juego político, un fenómeno propio de la polarización política.
Esto ya lo advertía hace 100 años Harold Lasswell: “Cuando contemplamos los signos sobrevivientes de las antiguas batallas –sus inscripciones– puede que no sea posible leerlos”. Es decir, cuando retornamos a las viejas campañas políticas que llevaron al poder a políticos que ya olvidamos (o deseamos olvidar), muchas veces no es sencillo recordar cómo nos vendieron la idea de que dichos personajes eran únicos y eran necesarios. La propaganda dentro de las campañas políticas es tan efímera como sus objetivos; cuando se alcanzan o se pierden, parece ya no haber necesidad de regresar a ellos. Personalmente, me gusta creer que esta regla vive en la excepción de la terquedad que da sentido a los ideales, que permanecen tanto en el triunfo como en la derrota.
Laswell afirma que, los restos en las viejas batallas (escudos, lanzas y otros artefactos rotos) sólo evidencian quién se percibía a sí mismo como mortalmente opuesto a quién. Así de simple: sin ideales, sin historias, sin razonamientos ni valores. Sólo los restos de un conflicto excluyente. Sin embargo, me gusta pensar que la ciudadanía de esta época tiene capacidad de jugar el juego de la propaganda política sin entregar su sangre en batallas cíclicas, simbólicas, abiertas a revisión y a la revancha legítima.
Las estrategias de comunicación política electoral siguen construidas en prácticas dicotómicas y polarizantes, que reducen toda conversación a ‘nosotros’ contra ‘ellos’, edificadas desde la dependencia en las certezas y los prejuicios de ‘observaciones internas’. Pero los ciudadanos no estamos obligados (como sí lo estaban los súbditos en reinos enfrentados) a reducir nuestra acción política a criterios de supervivencia y amenaza, somos capaces de descubrir y asimilar sus particulares sesgos con los que entendemos el mundo y la política, hay posibilidad de evaluar hipótesis sobre narrativas que provengan desde afuera del filtro-burbuja en donde nos sentimos cómodos.
La otra campaña política, la que corresponde a cada ciudadano que honestamente busca despresurizar y despolarizar la conversación social, comienza por aprender a cohabitar pacíficamente con lo irresoluble del entorno y de nosotros mismos. Con lo que permanece: con los ideales aunque no se alcancen, con lo necesario aunque provenga de otro lado; y con lo justo, aunque implique un poco de nuestro sacrificio.
*Director Siete24.mx @monroyfelipe
Felipe Monroy
IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa
Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.
En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.
Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.
La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.
Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.
La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.
La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.
Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.
Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.
La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.
Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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