Felipe Monroy
Catolicismo de izquierda en el marco electoral
Ciudad de México.— De una manera simplista y errónea se suele relacionar la identidad católica de los ciudadanos exclusivamente con orientaciones políticas de ‘derecha’ o directamente conservadoras; sin embargo, no son pocos los estudios y análisis que exploran las conexiones dialógicas entre diferentes expresiones del catolicismo contemporáneo con perspectivas propias de los movimientos sociales identificados con la ‘izquierda’ y el progresismo; como el antibelicismo, el antiautoritarismo, el ecologismo, la lucha por los derechos humanos y civiles, la equidad o la justicia social.
Tradicionalmente, la búsqueda del voto por identidades religiosas ha sido una constante evidente en procesos electorales masivos y complejos como los de Estados Unidos o Brasil; lo cual ha llevado a los partidos en pugna a buscar seducir a los votantes de ciertas expresiones religiosas a través de convergencias con sus plataformas políticas.
Amandine Barb, por ejemplo, evidencia en su estudio ‘Patrones católicos en la izquierda norteamericana’ cómo desde hace veinte años el partido Demócrata junto a fieles y miembros de diferentes movimientos sociales de la Iglesia católica han intentado construir una coalición electoral de liberales religiosos; mientras que el partido Republicano ha apostado a las certezas de la doctrina y disciplina moral de la institución católica, así como a las dinámicas estructurales de la Iglesia, para justificar sus posturas ideológicas político-económicas y poner en operación sus propuestas de política pública.
Este modelo parece replicarse idénticamente en otras latitudes de realidades bipartidistas o donde las opciones políticas se repliegan a polos ideológicos mutuamente excluyentes. Y, sin embargo, bien vale hacer mención de un fenómeno emergente en el cual ciertos personajes exóticos de la política ascienden a la conversación y opinión pública mediante radicales expresiones políticas casi siempre sustentadas en principios místicos o pararreligiosos; y cuya estrategia central se basa en una fuerte propaganda disruptiva que intenta poner al votante de identidad religiosa en la imposibilidad electiva.
Esta última estrategia se reduce al uso de falsos silogismos que buscan obligar al electorado creyente a apoyar cualquier radicalidad emergente mediante la siguiente fórmula argumental: “Primera premisa: Vivimos en una democracia y por lo tanto debes participar con tu voto. Segunda premisa: Estás imposibilitado moralmente a dar tu voto a plataformas políticas que no comulguen con tu fe. Conclusión: Por tanto, debes votar por mí”. Este tipo de argumentación falaz no sólo busca condicionar el voto del destinatario sino limitar la riqueza de la vasta participación democrática de los ciudadanos creyentes a un reduccionismo total, a la fetichización democrática reducida a la papeleta y a la urna electoral.
Esto sucede en varias naciones de corte democrático y por supuesto en México; aunque la particularidad cultural e histórica de nuestra nación imprime modulaciones importantes a las estrategias políticas mencionadas arriba. La historia política mexicana y los márgenes de identidad y pertenencia religiosa pasan por el duro republicanismo antirreligioso de finales del siglo XIX, por la persecución constitucional del catolicismo a inicios del siglo XX y la larga simulación de conveniencias entre las jerarquías posrevolucionarias y católicas durante todo el siglo pasado. El desarrollo democrático y participativo de la ciudadanía en este siglo, por tanto, suele presentarse disociado y hasta esquizofrénico (palabras de Benedicto XVI en México) entre los valores de la moral pública y los de la moral privada.
Bajo estas condiciones, también los movimientos asociados con las ‘izquierdas’ han intentado hacer alianzas ideológicas y operativas con las complejas identidades religiosas católicas en el país; pero no a través de instituciones, dogmas o disciplinas sino de principios, valores y tradiciones que iluminan las contradicciones y tensiones políticas, sociales o económicas actuales para ofrecer medios de integración y participación a favor del bien común.
Así, en lugar de abogar por la “pacificación” del país, acción que denota rasgos de control y autoritarismo (‘alguien’ pacifica a ‘otro’ mediante una autoridad legitimada y unidireccional); se opta por la idea de “construcción de paz” o del “tejido artesanal de la paz” donde los principios jerárquicos quedan desplazados por la cooperación, la participación y la imbricación de todos los agentes sociales posibles (un ladrillo o un hilo son indistinguibles de otros en las estructuras que ‘cubren’ o ‘protegen’ un bien superior).
El catolicismo de izquierda (una categoría tan absurda como el catolicismo de derecha) aparentemente estaría más implicado en atender las contradicciones existentes en la sociedad que pueden surgir por conflictos entre los poderosos y los oprimidos, por los privilegiados y los descartados; y ofrecer, desde la doctrina social de la Iglesia, medios y mecanismos orientados a la justicia social, la solidaridad, la subsidiariedad, la búsqueda del bien común y la promoción de la dignidad humana. Y, por tanto, pretenderá respuestas no verticales sino horizontales a polémicas tan complejas como el aborto, la pena de muerte, las uniones afectivas de personas del mismo sexo, el clasismo, la ideología de género y otros cambios demográficos contrastantes.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Dejanos un comentario:
Felipe Monroy
La fiesta de la palabra y el riesgo de la incultura
Resulta difícil creer que tenemos una crisis educativa y cultural profunda cuando contemplamos la más grande fiesta de las letras en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; hacia donde se mire, se encuentran todo tipo de publicaciones en un recinto apoteósico y rebosante: editoriales, autores, editores, libreros y, sobre todo, lectores que conviven en una intensa semana de consumo bibliófilo.
Y, sin embargo, bajo esa emoción y los oropeles de “la fiesta de la palabra” crece el riesgo de una incultura generalizada, del relativismo ontológico y de la pedantería frívola de ciertos influenciadores que consideran que la refundación de la civilización humana comienza en su micro-videos y sus consejos de vida. Entre tantas palabras, tantas ideas, muchas actuales y las inmarcesibles, la FIL quizá es uno de los sitios donde debe ser más sencillo encontrar la esquiva humildad ante la vastedad de oferta de pensamiento; pero los eventos vergonzantes cunden: rechiflas por animadversiones pasionales, polémicas por endiosamiento de farsantes y embaucadores, actos politiqueros rancios y verborrea de egolatría sin freno.
El abucheo de algunos personajes políticos no debe ser signo de preocupación, por el contrario, podría ser un efecto de la politización gremial, de nuevas comunidades informadas a través de otros recursos mediáticos y, por tanto, de una sana democracia que valora las tensiones de los conflictos. Pero la inquina automática por filiaciones partidistas se ha convertido en un espectáculo pobre de ideas y de reiterados insultos mediocres.
Aún así, eso no sería del todo grave (ya que la política utiliza juegos muy variados para conseguir sus objetivos) si no fuese porque, bajo este estilo de ‘participación’ se hace crecer la idea de que “los enemigos” se personifican para combatir problemas que les trascienden.
Esto último no es sencillo de asimilar porque siempre será más fácil identificar al ‘malvado’ que categorizar la naturaleza del mal en los actos propios y ajenos; es decir: atribuir al diablo la obra del mal sin hacer una reflexión de la moralidad de nuestro obrar.
El segundo fenómeno de preocupación es la exaltación de farsantes. A lo largo de la historia siempre ha habido ciertos personajes que, sin arriesgar nada, manipulan sistemas y modelos para su usufructo personal; pero no es eso de lo que hablamos, ni siquiera es una preocupación la exponencial proliferación de farsantes y mercachifles que hacen de la educación un negocio y el conocimiento, una mercancía. Lo que realmente inquieta es cómo la ‘industria mercadológica’ ha logrado eliminar las fronteras entre lo útil, lo necesario, lo fútil y los desperdicios.
Ese inmenso mar de libros, de voces, de ideas y de historias de pronto se convierte en un limitado paisaje donde la certeza es más importante que la búsqueda, donde la cerrazón se torna más eficiente que la apertura y el individualismo se torna más grande que la universalidad. Hay signos claros de una crisis cultural donde, paradójicamente, la democratización del conocimiento genera mucho más ruido que discernimiento, más desprecio que encuentro, más agresividad que comprensión y más autorreferencialidad que ilusión por soñar y descubrir linderos nuevos del pensamiento.
Ya lo había advertido el sociólogo Zygmunt Bauman bajo sus conceptos de la “modernidad líquida” que confirman que la abundante información no garantiza una sociedad más educada, sino más fragmentada y superficial. Lo podemos constatar en los modélicos personajes de las redes sociales, los llamados ‘influencers’, que construyen narrativas no sólo efímeras que reemplazan el conocimiento profundo por el entretenimiento instantáneo, sino dinámicas perversas de ‘naturalizar’ la mercantilización de la vida cotidiana. La investigadora danesa Mette Hochmuth ha documentado cómo estos nuevos mediadores culturales generan comunidades basadas en la adhesión emocional pero que aportan poco –si acaso– en el análisis crítico.
Por ello, es fundamental recuperar la horizontalidad del conocimiento y el sentido educador transversal de la actividad humana (desde la familia hasta el espacio comunitario más inimaginable), donde la humildad intelectual sea el principal valor. Debemos transformar los espacios culturales en verdaderos laboratorios de pensamiento crítico, donde el diálogo supere la confrontación y la comprensión prevalezca sobre la simple acumulación de información.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El silencioso poder de la educación
Debemos aceptar y asumir que vivimos en un mundo fragmentado (casi pulverizado) por la posverdad y el relativismo; estos dos fenómenos parecen no tener capacidad de “crear cultura” sino que, por el contrario, desarticulan y disuelven los andamiajes culturales y las convenciones que dan sentido a la sociedad humana.
A pesar de ello, afortunadamente existe un trabajo fundamental que a menudo permanece invisible pero que construye los cimientos más sólidos de una sociedad: la labor educativa y cultural. Y constituyen una labor propiamente dicha porque son actos concretos, son servicios, trabajos y actos específicos que se ejercen personal y comunitariamente, porque ‘educación y cultura’ no son condiciones humanas o categorías de definición sino acciones que se expresan de formas creativas y diversas, pero acciones.
Bajo esta convicción ha trabajado durante varios años la Dimensión de Educación y Cultura del Episcopado Mexicano: la transformación social y la conversión personal no dependen de las ideas grandilocuentes sino de los más humildes servicios: de la labor sencilla pero productiva; del encuentro y el diálogo, pero encarnados; con el compromiso que no sólo se expresa sino que tiende manos.
La Dimensión de Educación y Cultura, hoy comandada por el arzobispo emérito Alfonso Cortés por la renovación de confianza que los obispos le han dado, representa más que una simple estructura organizativa; es un ecosistema de esperanza y construcción colectiva. Durante 12 años –y bajo liderazgos que han sido reconocidos dentro y fuera del país como los cardenales Alberto Suárez Inda y Felipe Arizmendi Esquivel; así como el obispo Enrique Díaz– ha logrado desplegar una estrategia sistemática y profunda que trasciende lo meramente institucional, conectando fe, cultura y desarrollo social.
Sus esfuerzos se articulan en múltiples frentes: diálogos, encuentros, talleres y publicaciones que buscan regenerar el tejido social desde sus raíces más profundas. El documento “Educar para una Nueva Sociedad” simboliza esta visión: no se trata sólo de transmitir conocimientos, sino de formar ciudadanos conscientes, críticos y comprometidos.
La colaboración ha sido su principal estrategia. No se ha limitado a espacios eclesiales, sino que ha tendido puentes con organizaciones diversas: académicas, empresariales y sociales. Nombres como CNEP, Mexicanos Primero, Fundación Slim o Coparmex revelan una aproximación integral e interdisciplinaria.
El papa Francisco, en múltiples ocasiones, ha enfatizado la importancia de una educación que no sea meramente instructiva, sino transformadora. En su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, el pontífice señaló que la educación debe ser un “processo di umanizzazione” (proceso de humanización) lo que precisamente ha buscado este organismo de servicio.
A lo largo de estos años, el trabajo de la Dimensión ha atendido la geográficamente diversa República mexicana y ha demostrado una comprensión profunda de la realidad nacional en toda su complejidad. No se trata de un proyecto homogéneo (porque las respuestas únicas responden a cierta cerrazón de criterios), sino de respuestas contextualizadas y sensibles a los grandes desafíos socioculturales y antropológicos que el siglo XXI en cada espacio de convivencia y necesidad humana.
Durante estos años, la prudencia y el trabajo en equipo han sido sellos distintivos en el trabajo pastoral en educación y cultura. Frente a la tentación de confrontar al mundo desde la autorreferencialidad y la dureza de espíritu, se ha ofrecido diálogo y apertura; frente al protagonismo mediático, han optado por una construcción silenciosa y efectiva. Es que la educación y la cultura no son instrumentos ni herramientas al servicio de las ideologías; son el reflejo de los actos humanos más nobles para entender y explicar el mundo. A diferencia del utilitarismo político, que manipula los procesos culturales y educativos de una sociedad para asegurarse un poder y un conflicto; el trabajo de los liderazgos educativos eclesiales han apostado por el verdadero sentido de esos oficios: equilibrio, diálogo y reconciliación.
En tiempos de fragmentación, donde el lenguaje belicista y la autorreferencialidad amenazan con destruir el tejido social, el trabajo educativo y cultural se erige como un bastión de esperanza. Su labor no es una abstracción teórica, sino una práctica concreta de transformación social. Por ello, los proyectos que desde hace una década promueve la Dimensión Episcopal de Educación y Cultura están orientados a acrecentar la memoria y el servicio de ambos procesos humanizadores y desterrar toda idea de considerarlos como privilegios, derechos diferenciales al alcance de los bienes precedentes.
Educar es un acto de amor social, un compromiso ético con la dignidad humana, una apuesta por formar ciudadanos capaces de construir comunidades más justas, inclusivas y fraternales; la cultura es ese trabajo silencioso pero profundamente significativo que nos recuerda que la verdadera revolución no ocurre con gritos o confrontaciones, sino mediante el paciente cultivo de la inteligencia, la sensibilidad y el compromiso social.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Masonería y catolicismo, nuevamente en la encrucijada
En estos días retornó la polémica político-religiosa respecto a la participación de un prominente político mexicano como referente de ‘liderazgo católico’ en el país cuando se cuenta con prueba razonable de su reciente adhesión e incorporación a una logia masónica. El debate resurge respecto a la larga batalla –intelectual, moral y ritualista– que ha existido entre la vida cristiana y la masonería desde hace tres siglos por lo menos.
Como escribió Jenifer Nava hace unos meses sobre la ceremonia de grado máximo masón del político en cuestión (quien también afirma tener una profunda devoción católica popular): “Gracias a que la masonería no está peleada con la religión, sus miembros pueden conservar sus creencias”. Para las logias masónicas no hay conflicto de incorporar a un católico a su sistema de signos, instrumentos y estrategias; pero en la Iglesia católica sucede todo lo contrario.
Lo dice así la Declaración sobre la Masonería firmada por Ratzinger (y autorizada por Juan Pablo II) en 1983: “La afiliación [a la masonería] sigue prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión”. Radical sentencia.
El 24 de marzo de 1985, L’Osservatore Romano publicó unas ‘reflexiones’ de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (En ese entonces comandada por el cardenal Joseph Ratzinger) con el que se explicaba a detalle lo resuelto por la Santa Sede respecto a las asociaciones masónicas un par de años antes.
Lo primero, se plantea que la Iglesia considera negativa a la masonería tanto por las acciones que los masones han hecho contra la Iglesia como por los fundamentos doctrinales que les distinguen. El papa León XIII sentenció que “masonería y cristianismo son esencialmente irreconciliables hasta el punto de que inscribirse en una significa separarse del otro”, escribió en la carta Custodi del 8 de diciembre de 1892. Desde entonces, dicha doctrina no ha cambiado.
El conflicto entre la Iglesia católica y la masonería se agudizó en los albores del siglo pasado (cuando se intensificaron las logias anticatólicas); el fenómeno cundía en Europa pero también en el resto del mundo. El papa Pío XII en su carta Ad Ecclesiam Christi de 1955 habla sobre las necesidades de América Latina compara a la masonería con una “pérfida insidia de los enemigos” y la coloca junto a la superstición y el espiritismo; al mismo tiempo, procedentes de episcopados lejanos, proliferan las denuncias de que la masonería trabaja como una sociedad secreta y esotérica que “reina sin ser molestada en los vértices del Estado” pero “opera con simbología de la rosacruz, la magia o la brujería”.
Estos conflictos pasaron a un segundo término durante los conflictos bélicos globales pero resurgieron en complejidad durante la Guerra Fría causando mucha confusión entre fieles y obispos católicos. De hecho, entre 1974 y 1981 se llegó a considerar que la excomunión a católicos partícipes de ritos masónicos sólo aplicaba a aquellos inscritos en logias “que realmente maquinan contra la Iglesia”. Ante la confusión, primero el cardenal Šeper y después Ratzinger zanjaron toda duda.
Ratzinger reconocía que no todas las logias masónicas toman actitudes de hostilidad contra la Iglesia y que parecía incluso admirable el principio masón de “no imponer a nadie” una posición filosófica o religiosa vinculante “porque más bien [la masonería] trata de reunir juntos, por encima de las religiones y visiones del mundo, a hombres de buena voluntad sobre la base de valores humanistas”; sin embargo, decía que tras los muros de esta organización “la comunidad de los ‘albañiles libres’ y sus obligaciones morales se presentan como un sistema progresivo de símbolos de carácter sumamente comprometido. La rígida disciplina del arcano que lo domina refuerza aún más el peso de la interacción de signos e ideas. Este clima de secreto comporta, además, para los afiliados, el riesgo de llegar a ser instrumentos de estrategias que les son desconocidas”.
Es decir, no descarta que –desde la ingenuidad– ciertos católicos ‘con buena voluntad’ deseen participar de los símbolos y ritos masónicos pero afirma que, “el valor relativizador” y la “fuerza relativizadora” de la comunidad moral-ritual masónica tiene “capacidad de transformar la estructura misma del acto de fe cristiano”.
Porque en un mundo donde todo es relativizado, los ritos se reducen a escenificaciones y los símbolos a disfraces; y el sentido de ambos se limita al pragmatismo más inmediato.
Pero no es todo, de hecho, para el catolicismo, la masonería promueve un sistema de pensamiento que debe ser ‘combatido’. Así lo demuestra la canonización y beatificación de numerosos creyentes que han obrado contra la masonería. La Iglesia católica reconoce como virtudes heroicas los actos de los fieles que “contrarrestan la masonería” como dicen las hagiografías oficiales de los santos David Uribe (sacerdote mártir mexicano); Enrique de Ossó (sacerdote fundador español) y las beatas Josefina Nicoli (monja italiana y; Rita Amada de Jesús (religiosa portuguesa).
Una doctrina que permanece en nuestros días. El actual prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal argentino ‘Tucho’ Fernández, dando respuesta a una inquietud del obispo Julito Cortés de Filipinas reafirma la doctrina de la Iglesia respecto a la incompatibilidad entre el cristianismo y la masonería pero añade que “en el plano pastoral” se recomienda a los obispos que desarrollen un catecismo popular en todas las parroquias con las que recuerden al pueblo la inconciabilidad entre la fe católica y la pertenencia a las asociaciones masónicas. Incluso se recomienda que los obispos del país hagan una declaración pública sobre esta materia.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Frente a la guerra
Uno de los problemas de la guerra, particularmente cuando ésta va construyéndose lentamente, es la actitud temprana que se toma ante el conflicto. No importa la distancia física a la que nos encontremos de las acciones bélicas, los mecanismos propagandísticos utilizan todo tipo de recursos para que individuos y poblaciones “tomen partido” por alguno de los bandos en colisión aduciendo una falsa comprensión de geopolíticas teatralizadas.
Es claro que las voces bélicas son más altas, más fuertes y más veloces para cruzar el orbe; y las voces de paz son lentas, profundas, casi incomprendidas por su minoridad actitudinal y, por supuesto, acalladas entre el enardecimiento creado por los amos de la guerra.
La historia nos recuerda lo sencillo que es hacer caer en maniqueísmos mediáticos y de propaganda a ciudadanos concretos y a pueblos enteros. Dividir a particulares porciones humanas que viven un conflicto entre “buenos” y “malos” no sólo es una actitud perniciosa, es un juego que pierde toda gracia cuando las economías suman exponencialmente a sus ecuaciones soldados, armas y féretros.
Las dos guerras mundiales del siglo pasado nos dejaron un sinnúmero de enseñanzas, pero quizá dos tatuadas a fuego que han perdido claridad en estos años: la consecución natural de un conflicto intrincado y poliédrico derivado de un sistema imperial-colonialista; y que la maquinaria belicista se alimenta a sí misma hasta el límite del miedo total. Al final de ambos conflictos, frente a la triada “ganancia, dominación y armas” surgió su contraparte política “regulación, diplomacia y desarme” como una ficción útil durante los años de posguerra; sin embargo, lo realmente útil e importante, sucedería en 1948 cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada como fundamento para las sociedades en relativa paz.
Quizá aún es temprano para debatir si nos acercamos a una guerra global o si ya vivimos una tercera guerra mundial fragmentaria; pero es un hecho que los actos bélicos se han inflamado con las crueldades del pasado: actitudes de superioridad racial o nacionalismos exaltados, la financiación de una ‘creativa’ industria bélica y la radicalización de las certezas ideológicas que cuestionan los fundamentos de los derechos humanos o los ridiculizan al complejizarlos con deseos y ambiciones egoístas, absurdas e inasibles.
¿Qué actitud entonces se puede tomar frente a estos escenarios? Lo primero sería recordar que la neutralidad no es indiferencia. Aunque no se tome partido –o incluso cuando uno mismo llega a ser víctima de los actos belicistas– hay que poner en el centro cada vida humana. Algo así le escribió el papa Benedicto XV al arzobispo de Colonia en noviembre de 1914 cuando la guerra tomaba marcha de crueldad: “Le instamos encarecidamente a que ayude según las obligaciones de la caridad, a todos los prisioneros sin distinción de religión, nacionalidad y rango, y en particular a los enfermos o los heridos”.
En ese mismo invierno, primero de la ‘Gran Guerra’, se hicieron preces públicas pidiendo una sola cosa: “que los gobernantes se comporten con benevolente clemencia […] respetando el derecho de gentes y la voz del sentimiento humanitario […] que se decidan a olvidar voluntariamente toda rivalidad y toda injuria recíproca”.
Nuevamente, frente a los primeros estertores de un nuevo conflicto, el papa Pío XI, en marzo de 1937 alertó que los “derechos de las naciones” sólo pueden tener un sentido justo si se comprendiera que lo moralmente ilícito no puede ser jamás auténticamente bueno para el pueblo. El pontífice alertó sobre el problema de confundir “intereses” con “derechos” y afirmó que tal actitud, en el plano internacional, conduce a un “eterno estado de guerra entre las naciones”.
En esa misma carta de 1937, Pío XI sintetiza lo que después de los horrores de la guerra se aceptaría sin recelo: “el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana”.
¿Por qué es imprescindible recobrar el sentido de esos derechos fundamentales, intrínsecos, irrenunciables e infinitos compartidos por todas las personas en la antesala o en los primeros signos graves de los conflictos bélicos? Porque sólo así se evidencia la matanza inútil de la guerra, se desvelan los artificios y los argumentos falaces de los operarios de los conflictos o, como dijera Benedicto XVI: “Si recordamos que todos los hombres pertenecen a una misma y única familia, la exaltación exacerbada de las propias diferencias contrastaría con esa verdad de fondo. Debemos recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para valorar mejor las diferencias históricas y culturales […] estas simples verdades hacen posible la paz”.
Sólo después de estas reflexiones resulta ingenuo y hasta chocante plantearse cuál es el lado del conflicto por el cual debemos optar; porque si nuestro bando es la humanidad, la respuesta es simple, aunque no sencilla.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe