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Columna Invitada

Reconciliación nacional

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Por Antonio Maza Pereda

Casi por entrar a los debates preelectorales frente a las elecciones del 2024, resulta interesante definir: ¿cuál es el gran tema? Porque se tratan muchos asuntos: la economía y su control por el gobierno, la violencia, la paz, democracia, gobernabilidad y muchos más. Pero, hasta donde me doy cuenta, nadie menciona el tema de la reconciliación nacional.

Probablemente, para que se mencionara ese asunto, algunos deberían de reconocer: ¿qué nos hace falta? La verdad es que todas las tendencias políticas, en mayor o menor medida, han contribuido a una gran polarización que divide a los mexicanos no solo en cuanto a los temas, sino en una auténtica siembra de odio. Y no es que uno espere que la reconciliación sea lo mismo que la unidad. De hecho, no lo es. La reconciliación tampoco es necesariamente la Paz. Porque un país puede tener una paz impuesta, cómo se da en el caso de las dictaduras, perfectas o imperfectas.

La reconciliación no se puede imponer. Esta se logra sobre todo por convencimiento, a nivel de los ciudadanos. Podría darse al nivel de los partidos, pero no es fácil lograrlo: muchas veces los propios partidos tienen profundas divisiones internas y aunque se presentan al público como un grupo con gran armonía, es muy frecuente que se requieran, para cada elección, importantes “operaciones cicatriz”, tratando de sanar las heridas internas.

Deberíamos de empezar por reconocer que todos hemos fallado. Los partidos y sus dirigentes han encontrado mucho más fácil el ataque que el convencimiento. Y como les cuesta mucho trabajo encontrar argumentos sólidos para sustentar sus afirmaciones, es mucho más fácil atacar a sus contrincantes. Hay una regla no escrita en los debates, que dice que el que empieza a insultar es porque se le acabaron los argumentos. Y esto es exactamente lo que nos está pasando.

Pero la ciudadanía también tiene parte de la culpa de este clima de crispación. Al no estar bien enterados de los temas y de la administración pública, también caemos en insultar, cuando se nos acaba la posibilidad de convencer. Porque muchas veces ni siquiera se intenta el convencimiento: lo que se busca es acallar a quien opina distinto y dejarlo silencioso. Un contrincante que sabe argumentar nos resulta extraordinariamente molesto. Y los organismos intermedios, los que están entre el Estado y el ciudadano, no han tenido mejor desempeño.

El punto fundamental para que se empiece a dar una reconciliación, es reconocer nuestras culpas. Como dicen los juristas, nuestras fallas culposas: aquellas que no han sido premeditadas, pero que ocurren por descuido, ignorancia o imprudencia.

Se propone, como parte de este proceso de reconciliación, la creación de comisiones de la verdad. Estas, que han sido establecidas en diversos países, no tienen una trayectoria verdaderamente exitosa. En parte porque, generalmente, se han dado después del triunfo de alguna fuerza política y se ha excluido a quienes opinan diferente. Estrictamente, se les podría llamar comisiones de la vergüenza, porque su propósito es exponer todas las fallas de los derrotados, de tal manera que queden tan apenados que no vuelvan a intentar levantarse y luchar por sus ideas.

Es cierto que sí hay quienes intentan una reconciliación nacional. Desgraciadamente, nos dan gran abundancia de diagnósticos y una gran escasez de propuestas. Y muchas veces dichos planteamientos terminan siendo ideas ciertas, pero poco prácticas, que tardarían mucho tiempo en dar resultados. Por poner un ejemplo, mejorar la educación cívica. Algo ciertamente fundamental, pero es muy difícil esperar resultados en un horizonte menor al de varias décadas.

Para bien o para mal, la solución está en manos de los “sin poder”. Asumir nuestro papel de ciudadanos mandantes, exigiéndole a los mandatarios en todos los niveles que dejen de provocar la división. Necesitamos un plan, pero también debemos estar conscientes de que todo plan para la reconciliación tendrá una larga etapa de acciones provisionales, sujetas a una revisión frecuente y con ajustes permanentes.

También requiere algunos aspectos que, más que de acción, son de actitud. Necesitamos reducir la culpabilización y reconocer hay muy pocos casos donde existe maldad pura. Hay que despersonalizar el diagnóstico, Encontrar las fallas sin buscar necesariamente culpables. Desideologizar el proceso de búsqueda de la Paz. Por supuesto, evitar rencores, venganzas personales o de grupo y otros temas similares.

Y no falta quien propone una amplia amnistía, una especie de “borrón y cuenta nueva”. Un tema sumamente interesante, pero que habrá que tratar en otra ocasión.

La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx



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Columna Invitada

Muerte digna sin dolor

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Por Ivette Laviada

Es lastimoso tener que reconocer que vivimos en una sociedad en decadencia y esto se intensifica cuando vemos legisladores más preocupados por el exterminio de la población que por velar por el ejercicio verdadero de los derechos humanos y el goce de los mismos.

Al parecer no les preocupa mucho cómo garantizar la salud de los mexicanos, cómo hacer para que vivan y puedan disfrutar de los privilegios que una vida sana conlleva, entendemos que es caro, pero las cosas que valen la pena cuestan y para ello no tenemos presupuesto suficiente; pero, ¿Qué tal para ayudar a facilitar la muerte de nuestros compatriotas? En Morena, una y otra vez han insistido en tratar de llamar derecho a terminar con la vida inocente del bebé concebido, el aborto es y sigue siendo un delito en el país. Ahora van por la eutanasia, y a las pretensiones de los morenistas se han sumado unos pocos de otros partidos.

La iniciativa de “muerte digna sin dolor” es completamente contraria a los derechos humanos; en México la eutanasia y el suicidio asistido están expresamente prohibidos en el Art. 166 de la Ley General de Salud y en el Art. 312 del Código Penal Federal (CPF).

El disfraz que le quieren poner a la eutanasia activa, considerándola como un acto de piedad a solicitud del enfermo para evitarle sufrimiento ante una enfermedad terminal, tiene muchas aristas que hay que considerar.

No es lo mismo regular la voluntad anticipada, cómo ya se hace en varios estados -Yucatán tiene una de las mejores en este ámbito- en la cual un enfermo terminal puede en el ejercicio de su libertad disponer qué medios, terapias o procedimientos quiere o no recibir durante el proceso de su enfermedad a solicitar que el personal médico o incluso un familiar le procure la muerte para “aligerar su dolor”, ya que como lo establece el CPF comete homicidio quien le procure la muerte a otro.

En esta iniciativa se invoca como máxima el libre desarrollo de la personalidad y la dignidad de la persona, pero sesgan lo que entienden por uno y otra, tratando de justificar que es algo bueno que alguien quiera morir para dejar de sufrir, y no se trata de contravenir la libertad de una persona con derecho a elegir qué quiere para su vida, aquí lo que está en juego es que se requiera de un agente externo con permiso para matar y que esto sea legal.

Invocan también el que otros países considerados avanzados ya cuentan con estas leyes, por cierto tan sólo son 7 en Europa y 1 en América, y para nadie es desconocido el invierno demográfico que vive ese continente, y con estas leyes favorecen su extinción, eso sí, tendrán un ahorro considerable ya que mantener enfermedades catastróficas, terminales, etc. le cuestan mucho al estado.

Favorecer la eutanasia nos haría una sociedad utilitarista, condenan a médicos en hospitales públicos a no ser objetores de conciencia si quieren mantener el empleo, se habla de un pequeño comité para aprobar el ejercicio de la eutanasia para un paciente y para nada del decreto de diciembre de 2011 que obliga a los hospitales a contar con Comités Hospitalarios de Bioética, que prestan un invaluable servicio como instancia de análisis, discusión y apoyo en la toma de decisiones respecto a los dilemas éticos que surgen en la práctiva clínica y la atención médica.

A los legisladores les pedimos que mejor se ocupen en cómo garantizar la salud tan cacareada “como en Dinamarca”, que dicho sea de paso allí la eutanasia no es permitida.

La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx

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Columna Invitada

Crédulos e incrédulos

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Por Antonio Maza Pereda

Un serio problema político, y también social, es que muchos de nosotros ya no creemos en nadie. Bueno, esto no es del todo cierto. La mayoría de nosotros tenemos bastante bien seleccionados a quienes creemos y a quienes no creemos. Es muy raro conocer a alguien que sea absolutamente crédulo o totalmente incrédulo.

La mayoría de nosotros creemos cualquier cosa que nos diga un cierto grupo de personas, mientras que a otro grupo diferente, no le creemos absolutamente nada de lo que dice. Y tal vez haya una pequeña cantidad de prójimos a lo que les podemos creer alguna parte de lo que dicen y otra parte no. Por poner algún ejemplo muy actual: una buena parte de los votantes se creen cualquier cosa que digan los miembros de la 4T. Mientras que hay otros que no les creen absolutamente nada: si nos dicen que mañana el sol va a salir, casi seguro lo pondrán en duda. Y, por supuesto, también ocurre qué hay quienes no creen absolutamente nada a los neoliberales, a los que últimamente les han dado en decirles conservadores, mientras que hay los que les creen totalmente cualquier cosa.

Esta manera de razonar (es un decir), es la que algunos le llaman la falacia del argumento ad hominem: cuando aceptamos algún razonamiento, tomando en cuenta quién nos los dice, sin analizar a detalle la argumentación. Y, desgraciadamente, esto está ocurriendo con muchísima frecuencia.

Este fenómeno tiene muchas variantes: los que creen cualquier cosa, porque la dijo el señor presidente. O quienes creen cualquier argumento que proceda de algún comunicador famoso. Hace algunas décadas, un excelente comunicador llamado Jacobo Zabludovsky, gozaba de una gran credibilidad. Cuando había alguna discusión, el argumento de peso era: lo dijo Zabludovsky. Y ahí mismo acababa la discusión.

No faltan algunos que tienen un criterio, que ellos consideran infalible, para saber cuándo alguna argumentación es verdadera: la realidad-dicen- es aquella que coincide con sus pensamientos. Si alguien les dice algo diferente de lo que ellos piensan, ni siquiera se molestan en revisarlo: lo consideran erróneo por necesidad. Cuando lo que les dicen coincide con lo que ellos ya creen, lo consideran una verdad incontrovertible. Como decía un personaje de una caricatura que vi recientemente: “¿Cómo me pueden decir que eso es una mentira, si es lo mismo que yo estoy pensando?”.

Ahora que estamos por entrar en una de las campañas políticas más complejas en los últimos años, nos enfrentaremos con el método para lograr convencernos, a través de la repetición de frases sonoras, eslóganes y lemas bien pensados, más una gran cantidad de ataques personales. Y también de apoyos personales y soportes de influencers. Pero una gran escasez de lógica, de argumentación, de conceptos con validez demostrada.

Esta combinación de mercadotecnia política, con la mezcla de credulidad e incredulidad qué predomina, tiene por resultado que solamente se puede convencer a los que ya están convencidos. Más la actitud, de que no queremos o, peor aún, no sabemos argumentar. En nuestro sistema educativo, por desgracia, tenemos una gran deficiencia en la educación cívica, sobre todo en los aspectos de tipo político y social. Estamos lastimosamente desarmados frente a falacias de todo tipo. Y esto no se resuelve en poco más de medio año qué nos queda antes de tomar una de las decisiones más importantes que pueden tomar los votantes mexicanos.

Según lo que dice una de las escuelas más prestigiadas en aspectos empresariales, a la mayoría de los hombres y mujeres modernos, y en particular a los tomadores de decisiones, no les interesa que los formen: lo que desean es que los informen. Y puede ser que esta escuela tenga razón. Lo que nos ofrecen la mayoría de los medios, y en particular las páginas de política, es una enorme dosis de información con poco análisis, escaso criterio para validar los hechos que se nos presentan y sobre todo sus consecuencias de corto y largo plazo. Y esa combinación tiene una alta probabilidad de error.

La solución, por supuesto, sería enseñar al electorado a ubicar las diferentes falacias, aprender a distinguirlas de los razonamientos sanos y poder tomar decisiones en consecuencia. Lo cual no es fácil de llevar a cabo en las pocas semanas que nos quedan antes de las elecciones federales del 2024.

No cabe duda de que a muchos nos da temor analizar las situaciones que enfrenta el país. Temor a que nos ataquen, temor a equivocarnos y a quedar mal. Y es cierto que hay algunos que ni siquiera quieren hacer el esfuerzo: existe un grave caso de flojera para analizar. Y también es cierto que, en muchos casos, algunos quisieran hacer ese esfuerzo, pero carecen de método.

En nuestro medio existen algunos, muy pocos, cursos de análisis político. La mayoría de ellos con un enfoque totalmente descriptivo: explicando las distintas fuerzas políticas, sus plataformas públicas, sus capacidades y su historial. Pero difícilmente se incluye en esos cursos herramientas de pensamiento crítico, de análisis, de síntesis y sobre todo el entendimiento a fondo de los diferentes tipos de falacias y cómo se aplican en las distintas fuerzas políticas.

Hay una gran necesidad. ¿Estaremos los ciudadanos sin partido, el votante de a pie, el no alineado, en la capacidad de dar a conocer visiones diferentes de lo político y social, de aquellas que nos están preparando los magos de la mercadotecnia política?

La opinión emitida en este artículo es responsabilidad del autor y no necesariamente refleja la postura de Siete24.mx

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