

Felipe Monroy
El problema de los tres cuerpos, la ciencia y Dios
En vísperas de la Semana Santa, fue estrenada en la famosa plataforma de streaming la serie ‘El problema de los tres cuerpos’, una nueva adaptación a la televisión de la novela de ciencia ficción del mismo nombre escrita por Liu Cixin en 2006. La historia es compleja y está construida sobre todavía más difíciles teoremas de la astrofísica; sin embargo, tanto la novela como la serie televisada toman como uno de sus marcos referentes lo acontecido durante la Revolución Cultural china cuando los grupos paramilitares de estudiantes denominados Guardia Roja sometían o eliminaban cualquier pensamiento fuera de su doctrina científica y política.
La escena es cruda pero inteligente porque evidencia algo contraintuitivo: el pensamiento científico no sólo ha sido perseguido por dogmas religiosos o ideológicos sino principalmente por dogmas de cierta ciencia “consumada” que se consideran pilares de la realidad absoluta. De hecho, tanto en la novela como en la serie se repite como un absoluto la imposibilidad de tener pensamiento científico y, al mismo tiempo, ser creyente. En un momento, uno le pregunta a otro: “¿Crees en Dios?” y el aludido sólo responde: “Soy científico”. En su respuesta está implícita la negativa: no se puede ser científico y ser creyente; pero ¿debería ser así de simple? ¿Quién lo ha sentenciado así y por qué?
Durante muchos siglos, los avances tecnológicos y científicos fueron aparentemente revelando una distancia insalvable entre lo natural y lo teológico. La ciencia, toda la ciencia (la natural, la social, la biológica y hasta la humanística), y su tecnología con todos sus prodigios podían avanzar sin necesitar la idea de lo divino o de lo trascendente; es más, estos pensamientos espirituales, casi siempre dominados bajo narrativas religiosas específicas, eran los principales obstáculos para el desarrollo del pensamiento. ¿Quién no ha escuchado, por ejemplo, que la Edad Media cristiana ‘detuvo’ el desarrollo científico de la civilización occidental durante siglos, sin reparar en que tanto la reproducción del conocimiento como su instrucción en universidades se debió esencialmente al trabajo de monjes y clérigos?
Y aunque hay algo de cierto, esa ‘distancia absoluta’ o esa relación inversamente proporcional (“más ciencia, menos fe; más fe, menos ciencia”) se radicalizó en formas insospechadas en los últimos dos siglos, como la expresada no sólo en la Revolución Cultural sino en la indolente secularización occidental, en la proscripción de la moral, la ética y la espiritualidad del espacio público, en el descrédito humanístico de la reflexión teológica y hasta en la desnaturalización de las religiones modernas. Estas últimas, religiones cómodas y asépticas que no son sino ficciones narrativas lógicas que viven separadas de las experiencias naturales más ineludibles de la existencia humana como su ser histórico, sexuado y libre, que goza y padece del amor, la enfermedad y la muerte.
Y, a pesar de ello, la indomable curiosidad de la humanidad sigue ofreciendo abismos para nuestro insaciable vértigo. Lo explica así Cortada Reus en su análisis filosófico sobre los avances científicos del siglo pasado (la mecánica cuántica, el modelo espacio-tiempo relativista, la radiación cósmica de fondo, el cambio de comportamiento onda-partícula con la observación experimental, etcétera): “La Ciencia natural llegó a penetrar en aquella zona fronteriza en que los fenómenos muestran su doble faz y empieza a perfilarse la posibilidad de integrarlos en una síntesis… La física nueva estaba descubriendo contrariedades donde la física clásica sólo alcanzaba a ver identidades”.
En un punto de la novela, una mujer hace la siguiente plegaria: “Buda, permite a mi Dios escapar del mar de la miseria”; quien la escucha pide consejo a un abad para explicar si puede existir una religión cuya deidad necesita que sus adoradores hagan plegarias a los dioses de otras religiones para salvarla. Y el abad responde que sólo hay una respuesta: que esa deidad exista, aunque Buda no.
De hecho, ese es el corazón del “problema de los tres cuerpos”. Según han explicado los científicos: cuando dos cuerpos celestes orbitan relativamente cercanos, sus respectivas fuerzas gravitacionales hacen predecibles sus movimientos en el cosmos (como el sol y la tierra; o la tierra y la luna); sin embargo, cuando a esa relación dual se inserta un “tercer cuerpo”, los movimientos se vuelven caóticos, impredecibles, prácticamente incalculables. Por eso cobra sentido la fábula anterior: El ser humano –como único ser consciente de su absoluta contingencia– puede estar en relación con la divinidad plena, infinita y eterna; y esa relación se agota en la narración lógica (en su mecánica clásica). Sin embargo, la mera posibilidad de la existencia de otro ser idénticamente infinito y eterno, pleno y absoluto, vuelve caótico el destino de sus interacciones tanto en lo contingente como en lo trascendente.
Pero esa dificultad no tiene por qué reducirse a dos entidades reales mutuamente excluyentes (fe-ciencia) sino a una realidad sintética integradora de funciones antagónicas. Una realidad inasible pero anhelada, comprobable pero casuística; el ‘espíritu absoluto’ hegeliano para quien “lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante el desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Caso Tultitlán: Radiografía al drama humano

Todo comenzó con un video de seguridad tomado desde el portón de una casa en Tultitlán, Estado de México. En la escena, un joven de lentes y cabello hirsuto se detiene para sacar una bolsa que abandona junto a las llantas de un automóvil. En el envoltorio hay un bebé de cinco meses de gestación. El recién nacido sobrevive milagrosamente gracias a que los vecinos pidieron rápida asistencia médica y policial. Después de esto, la evolución de los acontecimientos mostró un rostro social que requiere profundo análisis.
El abandono de bebés recién nacidos, por desgracia, es una situación recurrente en prácticamente todo el mundo Por ejemplo, en 2024 se consideró definir como ‘epidémico’ el incremento de casos registrados por año en los Estados Unidos y se urgió a los medios de comunicación a compartir y recordar a la ciudadanía los servicios que ampara la “Ley del Bebé Moisés”, la cual permite a los padres a abandonar a sus recién nacidos en sitios seguros designados como hospitales, estaciones de bomberos o servicios médicos de emergencia sin caer en actos criminales o recibir cargos punitivos. La ley, originada en Texas en 1999, ha buscado responder a favor de los bebés que suelen ser abandonados de forma clandestina y en sitios fuera de vigilancia, condiciones que con frecuencia causan la muerte a los inocentes por falta de auxilio.
En el viejo continente, también hay un mecanismo semejante al Norteamericano y en Europa hay más de 200 “baby boxes” (o ‘buzones de bebés’) donde se permite abandonar a los bebés de forma anónima en un lugar seguro (de hecho, una vez depositados ahí, las cajas se cierran para ser abiertas únicamente por personal policial y de asistencia hospitalaria). Por supuesto, estas medidas tienen sus detractores; principalmente entre grupos que promueven la legalización de terminar con la vida de los bebés antes de nacer y así “evitar” los cuidados que habrían de requerir.
En México, el fenómeno es semejante aunque el panorama sí es muy distinto. Con recurrente frecuencia se conocen noticias sobre bebés abandonados en cajas de cartón, bolsas de plástico o envueltos en mantas, sobre carreteras, en malezas periféricas, en lotes baldíos, frente a clínicas y hospitales o, como en el caso de Tultitlán, al pie de una indistinta calle popular. Ante a este fenómeno, en algunas ocasiones se han promovido leyes semejantes a las europeas y norteamericanas; y también hay varias organizaciones que, desde la caridad, ofrecen el recibimiento de los recién nacidos de mano de sus progenitores que, por diversas razones, no pueden hacerse cargo de ellos.
Sin embargo, el caso de Tultitlán ha sacudido a la opinión pública por la sordidez del conjunto de circunstancias polémicas que lo integran. El joven del video resultó ser el progenitor de la criatura y que posteriormente –convencido por sus propios padres– se entregó a las autoridades en medio de un linchamiento social y mediático en contra de él y de su familia. Se trata de un joven de apenas 18 años que había abandonado su hogar familiar y sus estudios para emprender una trabajosa vida con su novia de 21 años.
Por declaraciones de terceros, se sabe que la joven madre trabajaba en un pequeño local y que el joven tenía problemas para conservar un trabajo; que la mujer además tiene ya un hijo de una relación anterior y que, ante la noticia de su embarazo, ella habría recurrido a la única opción que parece promoverse en el país: el aborto.
En los últimos años, en el país parece no fomentarse ninguna otra opción ante embarazos inesperados que el aborto: tanto por la promoción de su realización injustificada y legalizada, como por la accesibilidad y publicitación de medicamentos abortivos. El impulso y patrocinio para erigir la terminación de la vida de un ser humano en gestación al nivel de un ‘derecho humano’ cuenta con altos mecanismos jurídicos, legislativos y culturales a su favor. Y esto propicia una riesgosa perspectiva de la cual se habla poco: la deshumanización del drama humano, la normalización de desechar o descartar a un bebé en gestación y de la falta de educación respecto al cuidado con las personas vulnerables.
El caso de Tultitlán no termina allí. La madre del bebé abandonado ha decidido denunciar al joven padre asegurando que ella tuvo a su hijo de manera repentina en el sanitario de su trabajo y que le encomendó a él llevarlo a un hospital mientras ella realizaba otras diligencias; por otra parte, la defensa del joven asegura –sin minimizar su propia responsabilidad– que ambos llegaron al acuerdo de abortar al bebé y deshacerse del cadáver.
En todo caso, hay una invisibilización del bebé en gestación y nacido prematuramente; todas las acciones se realizaron salvaguardando los intereses particulares de sus padres, pero no los del menor. Y esto, por extraño que parezca, es lo que la legislación mexicana y la promoción de la cultura de descarte de los más vulnerables ha venido cabildeando en los últimos años tras la ideologización de este tema debido a una polémica resolución en la élite del Poder Judicial.
Tiene razón la presidenta Claudia Sheinbaum al reconocer que detrás de situaciones como las que ha desvelado el caso de Tultitlán hay “causas muy profundas” que se derivan en estas terribles experiencias de abandono y descarte. La mandataria considera que estos casos dolorosos tienen causas a nivel familiar, en la falta de comunicación, en la ignorancia y la falta de información, en la desatención; y considera que, más que la punición, “es más humano atender esas causas”.
Coincido y agrego: para que se atienda humanitariamente este drama, lo primero es identificar quiénes son esos humanos dignos de nuestro humanitarismo; porque si se excluye a alguna de las partes, quizá no sea auténtica nuestra convicción humanista.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Morelia: una sede, dos arzobispos

Carlos Garfias Merlos, el hombre fuerte de las iniciativas de construcción de paz en la Iglesia en México, está por cumplir medio siglo de servicio sacerdotal. Con este motivo, la Arquidiócesis de Morelia a la que ha servido desde el 2016 ha editado un extraordinario ejemplar biográfico sobre su vida y trayectoria ministerial. El obsequio y reconocimiento diocesano llega en un momento sensible: la Santa Sede ha dispuesto prácticamente a su sucesor y el arzobispo está dispuesto a vivir con plenitud espiritual el Año Jubilar en una dimensión cristiana poco cómoda: la enfermedad y la discapacidad.
Entre los círculos eclesiásticos quizá no fue una sorpresa la decisión del papa Francisco de nombrar a un arzobispo coadjutor para la emblemática Arquidiócesis de Morelia. Desde la pandemia, en 2021, Garfias fue duramente golpeado y afectado por el SARS Cov2, vivió una prolongada y dramática hospitalización; tras la cual, lamentablemente, sobrevinieron una serie de afectaciones de diversa gravedad que el propio arzobispo relata en primera persona con transparencia y perspectiva humanista al final del libro-homenaje.
El singular nombramiento recayó en el también michoacano José Armando Álvarez Cano, de 65 años. Álvarez, quien fue promovido al episcopado por el gran referente de la región eclesiástica de Don Vasco, el cardenal emérito de Morelia, Alberto Suárez Inda, será recibido en plena Cuaresma para coparticipar en el gobierno pastoral con facultades especiales, incluida el derecho a sucesión de Carlos Garfias.
Álvarez Cano cuenta con una positiva trayectoria episcopal; primero en la región mazateca de la sierra oaxaqueña, liderando la ardua misión de la Iglesia en la prelatura de Huautla de Jiménez; y después, trasladado a la costa del Golfo de México en la diócesis de Tampico, Tamaulipas, donde mantuvo la asistencia espiritual a pesar de que, en el máximo pico de la pandemia, más del 40% de los sacerdotes padeció diversas afectaciones del virus.
Su llegada a Morelia evidencia, por otra parte, los oficios e intereses de los obispos mexicanos (en particular del cardenal Suárez) y la Nunciatura apostólica para que esta Iglesia local no se arriesgue a una potencial sede impedida o vacante. Un tema que no es menor puesto que en otros casos no suele haber tanta urgencia; por ejemplo, desde 2022, la sede de la prelatura del Nayar, permanece vacante; o desde el 2023, la arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez tampoco ha recibido noticia del nuevo arzobispo tras la muerte de Fabio Martínez Castilla.
Como sea, a mediados de marzo, la capital michoacana tendrá dos arzobispos: Garfias como diocesano y Álvarez, como coadjutor, que –para favorecer a la diócesis– estarán compelidos a colaborar en “unión de acción e intenciones” y a consultarse en asuntos de importancia. Y, por supuesto, entre los temas centrales, según lo expresan ambos arzobispos, estará la atención a las vocaciones y ministerios (la ‘Pastoral de Pastores’, como la llama Álvarez Cano) y la promoción de proyectos que fortalezcan la educación, la formación y la construcción de la paz.
A pesar de las limitaciones que el conjunto de padecimientos condiciona al arzobispo de las cuatro mitras y dos palios metropolitanos (Carlos Garfias ha sido obispo en Ciudad Altamirano, Nezahualcóyotl, Acapulco y Morelia), ha confiado a sus cercanos su deseo de continuar promoviendo la paz esencialmente en los espacios universitarios y educativos, y a través de uno de los lenguajes más apreciados por los jóvenes: la música.
Y todo parece indicar que ese será uno de los últimos proyectos como titular diocesano pues, como se sabe, Carlos Garfias cumplió 74 años el pasado 1 de enero, lo que sugiere que para el primer día del 2026, éste deberá presentar su renuncia canónica al Santo Padre y, en cuanto sea aceptada, Álvarez Cano pasaría inmediatamente a ser el arzobispo metropolitano. Y a pesar de que se ha sabido de varios casos de obispos coadjutores que fueron trasladados a otra diócesis antes de que se aplicara esta regla sucesoria, parece que en Morelia no será el caso y Álvarez Cano será pleno sucesor del venerable Vasco de Quiroga.
Finalmente, y a propósito del ‘Tata’ Vasco, el egregio primer obispo de Michoacán que aguarda el proceso de su beatificación a 460 años de su muerte. En 2020, el cardenal Suárez Inda recibió del papa Francisco una misiva que, entre otras cosas le aseguraba: “Trataré de acelerar la causa de Vasco de Quiroga”; y es probable que en este año, en el contexto del Jubileo, el Papa reciba del arzobispo Garfias su testimonio personal sobre el drama de su salud y su recuperación encomendada tanto a la patrona moreliana, la Virgen de la Salud, y al venerable Tata Vasco de Quiroga.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Pueblos, tributos e invasiones

De pronto, como si estuviéramos en la época de los imperios, escuchamos a distintos líderes anunciar invasiones, exigir tributaciones draconianas o prometer la disolución de pueblos, etnias o comunidades “indeseables”. Pareciera que la política internacional se ha vuelto a simplificar en juegos de poder y sumisión; que los acuerdos y las negociaciones entre naciones dejaron de apoyarse en el mutuo reconocimiento de sus valores histórico-culturales y se reducen al mero intercambio de intereses crematísticos inmediatos, donde no importa “quién eres” sino “qué tienes”.
En este contexto quizá sea pertinente reflexionar sobre la naturaleza y finalidad de los pueblos; de su identidad y el sentido que dan a su tierra y a su patria; o recordar las crudas enseñanzas que nos han dejado las invasiones y las imposiciones comerciales entre naciones. Porque, como humanidad, hemos aprendido mucho de cada ocasión en que las fuerzas pretenden apropiarse de la tierra ajena, exterminando o expulsando a los pueblos que ahí residen; o cuando las arrogancias desprecian las identidades culturales de otros pueblos mientras ambicionan la riqueza de sus suelos.
Hay una fábula china atribuida a Lie Zi de hace 25 siglos en la que se cuenta cómo un anciano convocó a su familia para desmontar las inmensas montañas Taihang y Wangwu para abrir un camino sin rodeos hacia el río Hanshui. Casi todos sus parientes estuvieron de acuerdo; los hijos y nietos comenzaron a remover la montaña una palada de tierra a la vez.
No todos fueron tan optimistas; los más críticos cuestionaron la idea del anciano. Le preguntaron sobre si había hecho cálculos de la fuerza que era necesaria para remover ambas montañas, también le pidieron que explicara cómo iba a ser el proceso de quitar las piedras o dónde tenía pensado vaciar la tierra y los peñascos. La fábula cuenta que mientras la familia hacía largos viajes entre las montañas y el mar para tirar la tierra removida, los sabios de la región se burlaban de ellos; pero el anciano les respondía: “Aunque yo muera, quedarán mis hijos y los hijos de mis hijos; y así sucesivamente, de generación en generación. Y como estas montañas no crecen, ¿por qué no vamos a ser capaces de terminar por removerlas?”
En esta pequeña historia se incluyen dos de las características más importantes de un pueblo. La primera, su apertura al futuro, su esperanza en que con trabajo se puede transformar una visión en realidad; la segunda, la potestad sobre la tierra, el suelo firme que realmente puede ser transformado.
Sin embargo, cuando se pierde, se pervierte o se comercia esa visión o si la comunidad abandona su trabajo y servicio hacia ese futuro, entonces se acaba el pueblo. Se muere de inanición, se asfixia de tedio, envejece su mirada tanto como sus fuerzas. Claro, también hay otra forma en que muere un pueblo: es por medio de la invasión de otro pueblo más poderoso. Y en este siglo, quizá estemos alcanzado el pináculo en ambas estrategias.
Hay pueblos que mueren directamente por envejecimiento, porque pierden por vergüenza o conveniencia su lengua materna o porque no conservan el sentido de la relación que tienen con la tierra bajo sus pies. En la fábula sería como si hijos y nietos no sólo abandonaran la visión del abuelo para encontrar un camino directo al río; sino que abandonaran la misma confianza que el anciano puso en ellos en el futuro, en “los hijos de los hijos”.
Hoy mismo, muchas naciones desarrolladas o en vías de desarrollo viven crisis profundas de identidad por el envejecimiento demográfico, por la falta de hijos en las familias, por el miedo que se ha inoculado en jóvenes a la maternidad y la paternidad, por la romantización del ‘nomadismo’ y la autosuficiencia egoísta, por el utilitarismo lingüístico del mundo económico y mercantil. Porque los han convencido de abandonar toda idea de soberanía y heredad de la tierra, de patrimonio y responsabilidad del otro.
Pero también, es preocupante que las intenciones de dominación, exterminio o expulsión de los pueblos haya retornado al discurso político de manera cínica. Durante siglos, la lógica de dominación residía en la potestad del territorio; así, un rey sólo era rey en tanto tuviera tierras que administrar, y la libertad consistía en que la tributación al poder terrenal para vivir de la tierra no fuera la vida misma. Así, el ideal de la “cantidad” de tierra y de la “calidad” del pueblo se resume en lo que planteaba Kautylia a príncipes y reyes: “Al conquistar, prefiere la vasta tierra estéril en lugar de la pequeña porción de riqueza; todo desierto se vuelve fértil bajo el espíritu del hombre”. El problema, como sabemos, es que esto sólo lleva a una consecución lógica: la guerra.
Ya desde la plenitud de los tiempos, como resultado de la guerra, los pueblos sojuzgados han debido de tributar a los imperios. Dominados por las armas, el lenguaje o el comercio, los pueblos sometidos quedan obligados de “dar al César lo que es del César” hasta casi diluirse; y, sin embargo, siempre habrá algo que les quede como pueblo y que los hará trascender incluso bajo el yugo de los poderosos: es la suma de su lenguaje, su historia, su cultura y sus tradiciones; sus miedos, desafíos y esperanzas; sus creencias y convicciones; y sí, también esa relación mítica e inasible con la porción de suelo a la que sensiblemente le llaman ‘patria’.
Y dicha patria –nos recuerda José Emilio Pacheco– es incomprensible en “su fulgor abstracto”; sólo nos dan sentido sus “diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / -y tres o cuatro ríos”. Por ello, en tiempo de renovadas amenazas de tributaciones e invasiones por parte de los grandes poderes bélicos y económicos del orbe, quizá sea oportuno repensar en los pueblos que somos, en los sueños trascendentes que –como el anciano de la fábula– tenemos, en la esperanza que depositamos en las generaciones venideras y en que, en el fondo, no podemos ser dueños de ninguna tierra sino sólo de la relación que creamos con ella.
Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Contra el anarquismo egoísta

“Yo no dependo de nada, para mí no hay nada como yo mismo”. Con estas palabras sintetizó Kaspar Schmidt (bajo el seudónimo de Max Stirner) su manifiesto radicalmente individualista a favor de la absoluta soberanía egocéntrica a mediados del siglo XIX. Y quizá haya llegado el momento de volver a revisar su libro “El único y su propiedad” porque, por alguna razón, esta doctrina filosófica que pretendía convertirse en dimensión política hace casi doscientos años, hoy ha vuelto a la conversación social.
Lo primero que debemos reconocer es que a las personas y a los colectivos nos es muy difícil trabajar en equipo mientras se negocian los intereses propios y los ajenos; pero además, que en toda relación de control, siempre está en redefinición permanente la idea del “bien común” y que dicha idea no necesariamente se integra sólo por los valores sociales, morales, institucionales o temporales de la sociedad sino por modelos ideológicos o propagandísticos impuestos por el poder o las hegemonías discursivas.
Estas condiciones hacen sumamente compleja la convivencia, la cooperación y, como puede imaginarse, la democracia. Sin embargo, aunque sea difícil –o quizá justamente por su dificultad–, la democracia sigue siendo el mejor sistema político conocido, no sólo por su capacidad de dar representación a distintas voces sociales sino por la flexibilidad de sus procedimientos en la adaptación permanente a la negociación y a la mutación de la idea del bien común.
Pero si ahora estamos desempolvando el anarquismo individualista de Schmidt-Stirner es porque la política post pandémica parece que ha dejado de confiar en la negociación –al dejar de reconocer un mínimo de validez en los valores de los intereses de los débiles o desposeídos–, y al mismo tiempo manifiesta desprecio ante cualquier idea política que incluya colectividades más amplias que las del poderoso y su estrecha camarilla de interesados.
La crisis democrática contemporánea no se debe tanto al conflicto entre modelos de búsqueda de distintas perspectivas del “bien común” sino por la negación misma de procesos que construyen comunidad a través de las siempre arduas relaciones interpersonales.
Por supuesto, el anarquismo individualista desde la perspectiva filosófica plantea no imponer nada a nadie ni dejarse imponer por nadie; sin embargo, el anarquismo egoísta en la política exalta la idea de que el gobernante no es un individuo privilegiado (por diversas condiciones externas) sino el único soberano de su destino por sus propios méritos y fuerzas; que es la única realidad verdadera, libre de cualquier atadura externa, especialmente de sus congéneres. Para el encumbrado, cualquier abstracción que llegue a limitar su propia autonomía individual, debería ser rechazada; pero, al mismo tiempo, sus propias ideas abstractas (Dios, el Estado o la ley) sólo tienen sentido cuando son usadas para someter a los individuos que no han sido artífices de su propio éxito (que al menos es como se imagina a sí mismo).
Bajo esta política egoísta, lo que el individuo reclama y usa, es suyo; toda propiedad no es un derecho social, sino una expresión de poder. Así, aunque para otros haya cosas ‘necesarias’ o ‘justas’ si no las tienen o no las gozan es porque no se han esforzado lo suficiente, porque carecen de poder. Pero incluso, la búsqueda o acumulación de poder que se pueda obtener mediante aliados debe ser voluntaria, temporal y exclusivamente basada en intereses mutuos. Es decir, ninguna obligación moral o institucional es válida para construir acuerdos o alianzas. Y si esto último no se entiende del todo, basta mirar la ausencia de acuerdos o esfuerzos de los poderosos ante responsabilidades morales urgentes como el cuidado del planeta que compartimos. No hay alianzas ni esfuerzos colectivos motivados por convicciones éticas o morales, sino por intereses (de los que tienen poder).
Ahora bien, ¿hay alguna otra perspectiva de hacer y dinamizar la política? Algunos consideramos que sí bajo lo que condensó John Rawls: Apoyar una moral más definida por las relaciones interpersonales que por la idea de un “bien mayor”; recordar la importancia de la singularidad de las personas, de modo en que la comunidad sea expresión de individuos diversos y distintos; rechazar la idea de que la sociedad sólo se reduce al juego de intereses egoístas de los individuos; condenar la desigualdad basada en la exclusión y la jerarquía; y, finalmente, rechazar la primacía meritocrática.
La búsqueda del bien por parte de individuos separados, aliados a otros sólo por intereses egoístas, es un camino que ha demostrado alimentar el abuso y la perpetuación de injusticias; por el contrario, el reconocimiento de los conceptos de personalidad y comunidad para construir relaciones apropiadas entre las personas y su ambiente, no sólo es un camino más arduo, lento y difícil sino esencialmente ético, democrático y justo.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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