Felipe Monroy
IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa
Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.
En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.
Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.
La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.
Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.
La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.
La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.
Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.
Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.
La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.
Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Odios algorítmicos
La semana pasada, el diputado Arturo Ávila Anaya –vocero del grupo parlamentario de Morena–, presentó una iniciativa de ley que pretende agregar un párrafo al artículo 16 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público para, en esencia, ampliar las regulaciones que actualmente tienen las iglesias y sus ministros de culto en materia comunicativa. Como se sabe, la ley mexicana prohíbe a las iglesias la posesión de medios de comunicación tradicionales; y ahora, la propuesta de actualización busca incluir controles expresivos a los ministros de culto en los espacios digitales.
La propuesta sugiere que los ministros y sus iglesias deben sujetarse a los lineamientos establecidos por instancias del gobierno en los espacios de comunicación digital (plataformas y redes sociodigitales) y concede a los órdenes federales garantizar “los derechos digitales, la neutralidad de la red y la prevención de discursos de odio”. La propuesta además dice sustentarse en el respeto a la libertad religiosa y de expresión; aunque en sentido estricto la primera no está del todo definida ni comprendida a cabalidad en la Constitución puesto que tenemos un marco de libertad de religión con una ley enfocada en las instituciones religiosas y sus ministros, pero no en las personas creyentes y no creyentes, auténticos destinatarios de la libertad religiosa.
En todo caso, a muchos religiosos y operadores de espacios sociodigitales de pastores e iglesias les preocupa en particular la interpretación que el gobierno tenga sobre “prevención de discursos de odio” y que la adecuación de la ley imponga de facto una censura a la expresión de sus convicciones, dogmas, creencias e interpretaciones de la realidad social actual bajo ese criterio.
La preocupación es legítima. Pero en perspectiva, la inquietud no debería limitarse a las capacidades limitativas de las autoridades civiles. Es un hecho que la censura de la comunicación digital se realiza esencialmente desde los modelos algorítmicos de supervisión del lenguaje y discursos expresados en los espacios digitales.
Desde hace meses, los modelos de imitación de lenguaje de los grandes actores sociales globales (como los meta-motores de búsqueda, los conglomerados de administración de data y las denominadas inteligencias artificiales) realizan una identificación automática de aquel contenido que, bajo sus criterios, ataca o menosprecia a personas o grupos por motivos de raza, religión, género… pero también que segmenta y manipula bajo criterios de adhesión ideológica o vulnerabilidad de sesgos moralizadores o fanáticos.
Dichos modelos de lenguaje están “entrenados” para operar con volúmenes inverosímiles de información y son capaces de entender y generar lenguaje natural a partir de arquitecturas algorítmicas complejas; y a través de ellas se previene, censura y castiga a todo aquel operador que utilice cierto “discurso de odio” en sus plataformas. Quienes utilizan estos espacios de forma regular habrán advertido desde hace tiempo cómo se censuran varias palabras clave (que a los dueños de los algoritmos les suenan como percutoras de discursos de odio o discriminación) y saben cómo deben utilizar formas discursivas alternas para sortear dichos controles.
Los controles del odio algorítmico, sin embargo, distan mucho de ser perfectos. Algunos estudios revelan cómo los ‘entrenamientos’ de los códigos ayudan a replicar o a amplificar los sesgos de discriminación y odio ya presentes en los detentadores de la cultura algorítmica. Es decir, hoy hay un riesgo mucho mayor de que sean precisamente los controles algorítmicos los que están motivando la preservación o ahondamiento discriminatorio a ciertos grupos marginales de cierta ‘normalidad’ estadística.
Recientes estudios sobre la eficacia de los modelos de lenguaje para identificar las construcciones discursivas y verbales de odio evidencian algo obvio: los algoritmos de ‘control’ están enfocados en interpretar los lenguajes dominantes (inglés, español, francés) pero limitados en otros idiomas; además, los mecanismos discursivos como sarcasmo, el eufemismo y el lenguaje críptico (sumamente utilizados por grupos politizados y polarizantes) se escapan fácilmente del código revisor.
Esta realidad produce dos fenómenos inquietantes. Por una parte, provoca una alta tendencia de generar falsos positivos contra ciertos colectivos marginados (una censura algorítmica a las realidades periféricas) y, al mismo tiempo, una homogenización hipertrófica de las expresiones ‘normadas’ por los entrenadores de algoritmos que, paradójicamente, pueden crear discursos de odio. Un reciente estudio publicado por la asociación USENIX, por ejemplo, corroboró que los modelos de imitación de lenguaje natural de plataformas usados por las IA’s más comunes hoy pueden ser usados para automatizar campañas de odio a gran escala.
El filósofo Armand Mattelart –quien falleció justo el 31 de octubre pasado– lo expresó de una forma simple e intensamente vigente: “En la medida en que esta clase [hoy son los dueños y administradores de la data] monopoliza los medios de producción y domina la estructura del poder de la información, será su visión particular del mundo, la que tenderá a imponerse como visión general de ese mismo mundo”.
Aún hay mucho por comprender sobre los sesgos de los datos de entrenamiento que se usan para discriminar y censurar; se sabe, por lo pronto, que el uso de estos modelos de control representa un consumo abismal de recursos naturales y tecnológicos y que las decisiones de dichos modelos son casi siempre ininterpretables.
Pero si las leyes mexicanas no están abordando la complejidad de estos escenarios, ¿entonces cuál es el objetivo de la iniciativa de ley?
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El fuego de la comunicación; arder en el espacio digital
La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un encuentro nacional de comunicadores y periodistas que se realiza cada año en octubre. Desde hace algún tiempo, los vertiginosos avances tecnológicos en el ámbito digital han acaparado la atención de los profesionales de la comunicación. Es lógico, porque ahí es donde se encuentran tanto las audiencias individuales como colectivas; en este espacio digital se hallan las nuevas masividades disfrazadas de elecciones personales; y ahora, gracias al control algorítmico, el colosal vertedero de data en la red se ha convertido en la piedra de toque donde se confirman los sesgos informativos de la humanidad entera.
Para no caer en el pesimismo, hay que recordar que cada herramienta de comunicación utiliza su propio lenguaje y sus particulares mecanismos de funcionamiento; y esas son sus propias fronteras: la alfabetización de cada instrumento interno de comunicación no lo hace una sinfonía de verdad, aunque se acerque bastante. Al mismo tiempo, cada nuevo espacio virtual con su ya asumida y naturalizada vida digital (tan real y contingente como la del mundo terrenal) obliga a reflexiones no sólo amplias sino profundas.
En ese mundo saturado de información y pocas cartas de navegación claras, cunden dos fenómenos –aparentemente distintos pero idénticos en su drama– entre los creadores de contenidos comunicativos y periodistas: la hiperproducción incesante e inconsecuente de productos o la paralización sensorial ante la abrumadora y oceánica marquesina digital. En ambos casos, el drama consiste en que lo basto o lo exiguo se diluyen igualmente en el maremagnum de un universo incontenible pero paradójicamente contenido en un puñado de empresas que determinan los mandamientos comunicativos de sus hordas.
Por ello, ante los audaces comunicadores que buscan sembrar algo de humanidad en ese frío océano de bytes, compartí un par de pensamientos que provienen de la antigüedad, de los padres y madres del desierto para quienes las estructuras sociales de su época (la ciudad, la familia, el estado, el orden público, la ciudadanía, el mercado o el comercio) parecían complejizarse al grado de silenciar la voz de la conciencia, de la trascendencia y del sentido de vivir, del ser.
Un discípulo del asceta José de Panefo acude a la cueva del ermitaño para preguntarle qué puede hacer si ya todo lo ha hecho y todo lo ha intentado. Panefo le responde: “Si quieres hazte como el fuego”. Otro discípulo llega con el abba José para quejarse de que acudió a su líder espiritual para recibir palabras de sabiduría pero sólo recibió palabras “vulgares e intrascendentes”; el monje le recomienda que no escuche las palabras sino el mensaje y que la forma de hacerlo es agitando las frases hasta que se caigan las palabras “y lo que quede será un ascua que incendiará tu conciencia”.
La primera historia conmina a transformarse cuando ya se hayan agotado las técnicas y estrategias, cuando aparentemente ya no haya labor concreta, entonces habrá que seguir ardiendo; la segunda historia pide que no nos quedemos con las palabras (ahora que vivimos en la hipertrofia vulgarizada del discurso supermasivo) sino que reconozcamos los incómodos mensajes que subyacen, que se esconden detrás de los filtros y las tendencias, de las modas y los estilos. Si en esta época, la conexión digital masiva produce un universo cómodo de técnicas y productos, estamos obligados a mirar que, paradójicamente, se ha engendrado una epidemia de aterimiento, pasmo, aislamiento, manipulación y falsedad; y si esta época nos promete una conexión instantánea, también nos amenaza con la desconexión auténtica.
Los desafíos son enormes: el aislamiento personal en medio de una multitud conectada genera graves vacíos emocionales; la manipulación a través de la desinformación transforma la realidad social; el control hegemónico de los algoritmos moldea lo que vemos y pensamos; el flujo infinito de estímulos fragmentados provoca la pulverización de la conciencia; y el privilegio mediático del grito pendenciero sobre el diálogo crea una farsa de polemización así como el miedo a la confrontación de realidades contrastantes.
El modelo de comunicación que desarrollaron los monjes del desierto parece llamarnos con una sorprendente actualidad: Es necesario purificar el corazón como primer paso para hallar una palabra verdadera; es preciso reconocer al silencio como ese espacio de acogida antes de dar cualquier tipo de respuesta precipitada; es deseable practicar la escucha activa porque ahí es posible buscar genuinamente al otro; y debemos ponderar que detrás de las palabras hay un mensaje que escuece y que nace de la reflexión profunda.
En medio de la fascinación por las herramientas digitales hay que reconocer que cada tecnología conlleva ciertos valores; los dispositivos no son neutrales, reflejan la visión del mundo de quienes las crean y determinan los mecanismos con los que desarrollan y modifican las comunidades donde se insertan. Por ello, la opción humanista se encuentra en el uso de las mismas de forma creativa y pungente (ser como el fuego, reconocer el fuego) para sembrar la veracidad, la comprensión y servicio, especialmente a quienes más lo necesitan.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Venezuela: los santos son para todos
El 19 de octubre, el papa León XIV canonizó a siete hombres y mujeres que ganaron la santidad por diversas razones en muy distintos contextos sociales y culturales. Desde cristianos mártires que padecieron el genocidio de su pueblo, hasta religiosas dedicadas intensamente en apostolados de promoción humana y laicos que, inscritos en su realidad, vivieron la caridad cristiana de forma heroica.
Dos de estos santos destacaron en la prensa: la religiosa venezolana Carmen Rendiles Martínez y su compatriota laico José Gregorio Hernández Cisneros, conocido popularmente como ‘el médico de los pobres’. Este último personaje simboliza aspectos de gran impacto para la historia, la cultura y la actual política de la nación bolivariana. Su canonización, por tanto, ha sido un gesto de múltiples implicaciones sociales e incluso geopolíticas.
Como se sabe, en los últimos años pero particularmente en las más recientes semanas, la tensión política en Venezuela se ha recrudecido con una serie de declaraciones del mandatario estadounidense, Donald Trump, orientadas a la posibilidad de una intervención bélica unilateral para destronar del poder a Nicolás Maduro e instaurar un régimen político afín a los intereses norteamericanos. Esta tensión incluso se reactivó con el reconocimiento a la líder política opositora al régimen chavista, María Corina Machado, como premio Nobel de la Paz para este 2025.
El régimen dictatorial en Venezuela ha intentado mantenerse en el poder de todas las formas posibles e incluso ya ha robustecido sus fuerzas armadas previendo una potencial invasión militar. Y, sin embargo, aunque las autoridades fieles a Maduro son repudiadas prácticamente en todo el escenario internacional –con exóticas excepciones–, la Iglesia católica local y los operadores del Vaticano (el sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede es maracaibero, Edgar Peña, quien por cierto ha tomado un particular protagonismo en el pontificado de León XIV) han debido mantener una diplomacia gentil y hasta complaciente con el régimen, justo por la relevancia que ha implicado la canonización de los primeros venezolanos de la historia y especialmente del médico Gregorio Hernández, cuya figura, además de devocional-católica, es política y culturalmente aceptada en todos los estratos sociales.
De hecho, uno de los programas de asistencia y responsabilidad social del gobierno venezolano dirigido a las personas con discapacidad, lleva el nombre del ahora santo “Bono José Gregorio Hernández” debido a que, entre el pueblo local, la fama del laico católico es muy intensa, casi con trazas de magia y misticismo. A ras de suelo, por ejemplo, las historias populares sobre el ‘médico de los pobres’ son de lo más variopintas: desde las personas enfermas que aseguran haber recibido su milagrosa visita a mitad de la noche cuando más se le necesitaba; hasta pomadas, aguas y ‘medicinas’ mágicas cuyas ‘fórmulas científicas’ habrían sido reveladas por el santo para curar todos los males.
Involuntariamente, Gregorio Hernández forma parte de esa tradición popular duramente arraigada en aquellos países que, al final del siglo XIX e inicios del XX, padecían grandes carencias básicas, especialmente de orden sanitario y educativo, mientras se deslumbraban con los avances tecnológicos de la época: la luz eléctrica, la radio, las modernas droguerías y los automóviles. Los ‘santones’, curanderos, chamanes y místicos sincréticos de principios del siglo pasado son un fenómeno compartido en varias localidades latinoamericanas; y sus implicaciones sociales no han sido menores ni para las religiones formalmente constituidas ni para los procesos de secularización institucional que las Repúblicas aspiran; pero forman parte respectivamente de la identidad y las culturas nacionales.
En Venezuela, la canonización de ambos personajes –pero en especial por el médico Hernández– logró unir momentáneamente a una ciudadanía tensionada hasta la violencia por la radicalización política; así, como no sucedía hace mucho, tanto personas afines al régimen como opositores fueron parte del mismo pueblo y celebraron incluso el deseo expresado por el presidente: “Es un día de júbilo espiritual para toda Venezuela y más allá de nuestra frontera… hemos elevado una oración por el espíritu eterno de quien va a ser santo, también el papa Francisco, que le dio este regalo tan hermoso a Venezuela”.
Tiene razón, los santos venezolanos son ya universales y quien ha puesto esta semilla de unidad en el pueblo ha sido el papa Francisco quien declaró beato al ‘Médico de los pobres’ en medio de la pandemia de COVID-19 y quien firmó su canonización desde el hospital durante su larga enfermedad en febrero de este año. Ya lo dijo León XIV en la ceremonia de canonización: “Es esta fe la que sostiene nuestro compromiso por la justicia, precisamente porque creemos que Dios salva el mundo por amor, liberándonos del fatalismo”.
Ante los tambores de guerra, los santos venezolanos –que son de todos– reafirman que hay esperanza para construir justicia, paz y libertad sin destrozarlo todo en el proceso.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
¿Quién escucha a los sacerdotes en México?
Si no es en misa, en algún curso de formación o ante alguna información escandalosa, los sacerdotes católicos son raramente escuchados en el espacio público; y casi siempre, sus opiniones se mediatizan por vía jerárquica o a través de mecanismos internos de consulta sin repercusiones en el ámbito social.
Por ello, resulta tan interesante la encuesta realizada por ‘The Catholic Project’ (2025) que recoge pensamientos, opiniones y pareceres de ministros de culto católicos en los Estados Unidos. Los resultados y las opiniones de los religiosos son valiosas en dos sentidos: porque manifiestan urgencias internas que sus propios obispos parecen no priorizar y porque revelan una temperatura social muchas veces ignorada por las autoridades civiles y la propia comunidad.
La encuesta recoge opiniones en diferentes ámbitos: sobre el bienestar físico, emocional y espiritual propio del ministro y también del de su comunidad; estado de ánimo y carga de trabajo de los sacerdotes; el nivel de confianza respecto a sus obispos; la afinidad política con sus superiores; las prioridades pastorales y administrativas, etcétera.
Los resultados son interesantes para los ministros católicos en EU: Ellos mismos valoran que viven con un nivel alto de bienestar personal frente al que tienen sus feligreses y comunidades; declaran un creciente agotamiento (especialmente entre sacerdotes jóvenes) debido a que junto a su servicio pastoral deben asumir tareas burocráticas y administrativas; hay una alta desconfianza en el liderazgo de sus obispos; y cuestionan las prioridades pastorales que no provengan de la realidad comunitaria.
Entre los datos más significativos del reporte –y que implicarían una toma de decisiones para su atención– se encuentran aquellos que reflejan signos de alerta sobre la salud mental y física de los presbíteros: casi la mitad de los curas con 25 años de servicio o menos asegura sentirse abrumado por responsabilidades que exceden su vocación; y casi la misma cantidad declaró lidiar con las dificultades de la soledad. De hecho, en gran medida, la desconfianza sentida por sus obispos y líderes se debe a la falta de cuidados, atención y cercanía que aquellos les proveen.
La encuesta revela desafíos importantes para la Iglesia estadounidense; sin embargo, la buena noticia es que hay un diagnóstico objetivo que ayuda a tomar decisiones claras al respecto. Sin embargo, en México no se cuenta con ese diagnóstico.
Como el segundo país con más católicos bautizados del mundo, México cuenta con aproximadamente 17 mil sacerdotes para atender una feligresía inmensa que ronda los 90 millones de miembros. Y, por desgracia no se cuenta con amplios mecanismos para escuchar a ese universo presbiteral.
De hecho, incluso en el tema tan acuciante y específico de la agresión, extorsión, cobro de derecho de piso, intimidación y hasta crímenes mortales contra sacerdotes católicos en México, la única instancia que sistematiza y organiza esta información es el Centro Católico Multimedial; sin ese trabajo, las autoridades episcopales dependerían de falibles reportes de la prensa, si acaso.
Lamentablemente, para los temas de bienestar emocional y afectivo, de la confianza en sus superiores, de la carga de trabajo u otras preocupaciones legítimas, los esfuerzos nacionales de escucha y atención a ministros ordenados son prácticamente inexistentes.
Las investigaciones en el más reciente caso de asesinato de un ministro católico en México revelan por lo pronto que el religioso no fue ultimado en un tiroteo cruzado o por la estructurada violencia criminal en el país, sino por personas de su círculo cercano y de confianza; y no es el único caso semejante.
Como apunta el estudio en EU, la soledad y el sentido de auxilio a una comunidad menos favorecida que ellos, suele llevar a los sacerdotes a propiciar relaciones desiguales y en ocasiones sustentadas en intereses poco sanos; y ahí hay una responsabilidad que atañe a diversas estructuras y liderazgos eclesiásticos que no se puede desdeñar.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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