Felipe Monroy
AMLO y el Episcopado mexicano
Sólo un necio se atrevería a simplificar la compleja relación que el episcopado mexicano ha sostenido con Andrés Manuel López Obrador en las últimas dos décadas; el tabasqueño ha sido un personaje político particularmente difícil de comprender para la cúpula de los liderazgos católicos nacionales.
Mientras algunos obispos entienden y asimilan que la fuerza política de López Obrador proviene de una ardua reivindicación de largas luchas populares, de complicados resentimientos históricos y del hartazgo social acumulado por administraciones no sólo ineficientes sino corrompidas y corruptoras; otras jerarquías eclesiásticas consideran que el político es un enemigo de las instituciones nacionales (incluida la católica), un manipulador de los sentimientos religiosos tradicionales en el pueblo mexicano y un pragmático usurpador de símbolos y retórica cristiana con fines políticos.
Desde su época como presidente del PRD, jefe de gobierno del Distrito Federal, tres veces candidato a la presidencia de la República y el principal rostro visible de oposición a lo que él denominó “la mafia en el poder”, algunos liderazgos episcopales entraron en conflicto con López Obrador, en ocasiones debido a las tensiones sociales derivadas de la agenda presumiblemente ‘progresista’ o ‘de izquierda’ promovida por sus correligionarios, pero también por las cercanías y complicidades previas de algunos jerarcas religiosas con élites y grupos enquistados en el poder político-económico del país.
En particular, algunos ministros y obispos católicos han aprovechado ciertas coyunturas políticas para manifestar públicamente su oposición ideológica con el presidente, con su partido y su movimiento político. A través de ciertas orientaciones políticas y mediáticas dirigidas a la grey, obispos y sacerdotes –con la venia de sus superiores– han utilizado retóricas y narrativas con eufemismos políticos para persuadir a la ciudadanía de que el gobierno de López atenta contra las instituciones sociales, es autoritario, antidemocrático y directamente dictatorial. En el extremo, en plena catedral y aún revestido por la celebración eucarística dominical, un pastor incluso llamó a votar por un partido político opuesto al del presidente y hay ministros que no se ruborizan al repetir eslóganes propagandísticos anti obradoristas en servicios religiosos.
Y, sin embargo, el episcopado en pleno ha sido sumamente diplomático y respetuoso con López Obrador en sus tres visitas como candidato presidencial (2006, 2012 y 2018) y en el par de encuentros como presidente de México. A lo largo del sexenio, de manera formal, no desistieron de buscar cooperación y coparticipación entre el gobierno federal y la CEM para trabajar en asuntos como la construcción de paz, la atención del fenómeno migratorio y la libertad religiosa.
Por su parte, López Obrador ha sido especialmente agresivo con los obispos mexicanos. Aunque el político ha manifestado su admiración por el papa Francisco y buscó intensamente que el pontífice visitara el país bajo su administración, a través de sus conferencias ha acusado a los pastores mexicanos de no acompañar ni conocer al pueblo mexicano, de defender el neoliberalismo, de apoyar ‘al bloque político conservador’, de connivencia con las élites y los poderes fácticos, y hasta de ‘complicidad con los saqueadores y explotadores del pueblo’. Desde una superioridad moral –típica del puritanismo protestante–, los acusó de no ser buenos creyentes ni buenos cristianos.
Por ello, el último encuentro del tabasqueño con el pleno episcopal del miércoles 15 de noviembre pasado, sucedió en un ambiente incómodo, molesto, frío y seco en el que Obrador se escuchó a sí mismo –para no variar– durante casi una hora y en el que un par de representantes episcopales compartieron sus inquietudes sobre dramas graves que continúan padeciendo los mexicanos: la irrefrenable violencia, el dominio del crimen organizado, los efectos de la crisis humanitaria migratoria, la emergencia educativa y la corrupción ideológica en la dignidad de la vida humana, la familia y las libertades fundamentales.
Es muy probable que López Obrador no vuelva a tener oportunidad de encontrarse con los pastores católicos mexicanos en pleno; su administración está por concluir y las dinámicas electorales del 2024 ocupan ya las principales preocupaciones políticas. De manera inédita, el Consejo Permanente de obispos ya sostuvo sendas reuniones con las mujeres que lideran los dos proyectos políticos antagónicos rumbo a la presidencia de México, aún cuando el proceso electoral no da verificativo del inicio de las precampañas ni de la campaña presidencial, tal es la urgencia de nuevos interlocutores entre el episcopado y la política mexicana.
Al igual que sus predecesores, López Obrador alcanza apenas momentos anecdóticos e insustanciales para con las instituciones religiosas de México: No se avanzó en leyes que garanticen la plena libertad religiosa de los ciudadanos, no se combatió el jacobinismo trasnochado en las esferas legislativas y judiciales de México, no se trabajó en reparar heridas aún abiertas por la persecución religiosa politizada desde el Estado mexicano, no se actualizaron leyes discriminatorias contra ministros de culto, ni se concretaron trabajos en confianza y corresponsables entre autoridades civiles y religiosas para beneficio de poblaciones y comunidades, ni siquiera en momentos de emergencia.
El sexenio agoniza y hoy hay prioridad en el discernimiento entre dos proyectos de nación que estarán enfrentándose en la arena electoral; los cuales, sin apasionamientos simplones, han demostrado tener tanto efectos positivos como negativos en la sociedad mexicana. No obstante, el clima en el episcopado evidencia buena parte del sentimiento generalizado: no hay aplausos ni estridencias en un gobierno que concluye sin que se hayan cumplido los terribles vaticinios de sus malquerientes pero tampoco sin los resultados prometidos por una administración que encendió una gran esperanza de transformación. Como diría el poeta: “Así termina… no con una explosión sino en un gemido”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
La otra campaña: una batalla contra el ‘yo’
Existe la confusión generalizada de que una campaña electoral debe centrarse completamente en la persona a elegir. Sin duda, hacer conocer, mostrar y publicitar al personaje político contendiente es una obligación de la comunicación política de campaña: Es necesario dar a conocer la historia de origen de los candidatos, sus perfiles y sus discursos; es trabajo de sus colaboradores hacer que el respetable vincule su voz a su rostro y ambos a una idea, dos, máximo. Pero eso no es lo único.
La estrategia también debe hacer reconocer que ‘todo lo que no soy yo’ es ‘lo otro’, lo opuesto. Las campañas se construyen en discursos que configuran lo propio y lo ajeno, los aliados y los enemigos, los partidarios y los opositores. En el mundo contemporáneo es algo ingenuo acudir a un proceso electoral convencidos de que la nuestra es sólo una opción entre otras participando en un juego justo; en realidad, es importante convencerse y persuadir a todos cuántos se pueda de que ‘todo lo demás’ es un error. Como diría el ilustrador de sátira política, Ramón: “O yo o el caos”.
Es por eso que, naturalmente, las auténticas propuestas de política pública, filosofía política o praxis administrativa quedan seriamente relegadas en una estrategia de campaña electoral. Todos los contendientes pueden coincidir en políticas públicas concretas y hasta compartir principios y valores políticos específicos; todas las opciones electorales además pueden padecer las mismas críticas a sus respectivas gestiones, experiencias o a la falta de ellas. Pero sus campañas se esforzarán en describir que los personajes habitan las antípodas políticas, que el triunfo de uno no sólo es el fracaso del contrincante sino su condena. A eso le llamamos dicotomización del juego político, un fenómeno propio de la polarización política.
Esto ya lo advertía hace 100 años Harold Lasswell: “Cuando contemplamos los signos sobrevivientes de las antiguas batallas –sus inscripciones– puede que no sea posible leerlos”. Es decir, cuando retornamos a las viejas campañas políticas que llevaron al poder a políticos que ya olvidamos (o deseamos olvidar), muchas veces no es sencillo recordar cómo nos vendieron la idea de que dichos personajes eran únicos y eran necesarios. La propaganda dentro de las campañas políticas es tan efímera como sus objetivos; cuando se alcanzan o se pierden, parece ya no haber necesidad de regresar a ellos. Personalmente, me gusta creer que esta regla vive en la excepción de la terquedad que da sentido a los ideales, que permanecen tanto en el triunfo como en la derrota.
Laswell afirma que, los restos en las viejas batallas (escudos, lanzas y otros artefactos rotos) sólo evidencian quién se percibía a sí mismo como mortalmente opuesto a quién. Así de simple: sin ideales, sin historias, sin razonamientos ni valores. Sólo los restos de un conflicto excluyente. Sin embargo, me gusta pensar que la ciudadanía de esta época tiene capacidad de jugar el juego de la propaganda política sin entregar su sangre en batallas cíclicas, simbólicas, abiertas a revisión y a la revancha legítima.
Las estrategias de comunicación política electoral siguen construidas en prácticas dicotómicas y polarizantes, que reducen toda conversación a ‘nosotros’ contra ‘ellos’, edificadas desde la dependencia en las certezas y los prejuicios de ‘observaciones internas’. Pero los ciudadanos no estamos obligados (como sí lo estaban los súbditos en reinos enfrentados) a reducir nuestra acción política a criterios de supervivencia y amenaza, somos capaces de descubrir y asimilar sus particulares sesgos con los que entendemos el mundo y la política, hay posibilidad de evaluar hipótesis sobre narrativas que provengan desde afuera del filtro-burbuja en donde nos sentimos cómodos.
La otra campaña política, la que corresponde a cada ciudadano que honestamente busca despresurizar y despolarizar la conversación social, comienza por aprender a cohabitar pacíficamente con lo irresoluble del entorno y de nosotros mismos. Con lo que permanece: con los ideales aunque no se alcancen, con lo necesario aunque provenga de otro lado; y con lo justo, aunque implique un poco de nuestro sacrificio.
*Director Siete24.mx @monroyfelipe
Felipe Monroy
IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa
Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.
En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.
Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.
La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.
Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.
La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.
La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.
Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.
Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.
La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.
Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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