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Felipe Monroy

Política y catolicismo: los principios no negociables

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En 2006, ante una asociación de políticos europeos, Benedicto XVI dictó lo que él consideraba eran “principios no negociables” para los católicos respecto al ejercicio de la política en el mundo.

Desde entonces, dichos principios han sido utilizados de mil formas para justificar las más diversas acciones políticas alrededor del mundo, ya sea para confrontar directamente a iniciativas que los contravienen o para revestir de cierta aura moral a personajes, partidos o directamente a usurpadores de la legitimidad institucional católica.

Los principios ‘no negociables’ expuestos por Ratzinger no son “verdades de fe” como él mismo lo reconoció pero su naturaleza, su frontal dureza, suele colisionar frente a otros intereses del poder –especialmente los económicos– y frente a no pocos sistemas ideológicos del ámbito político contemporáneos.

Los principios son tres: proteger toda existencia humana en toda su experiencia de vida (desde su concepción hasta su muerte natural); promover la estructura natural familiar derivada de la unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio; y el irrestricto derecho de los padres a educar a sus propios hijos.

El propio Benedicto XVI también sentenció que, en un régimen democrático, a los católicos les es moralmente inviable promover, votar o auspiciar a movimientos o personajes políticos que no compartan estos principios o que trabajen en contra de estos. Así, estas dos certezas han sido utilizadas en la instrucción pedagógica a los fieles pero también en contracampañas políticas y electorales; y en ocasiones, incluso se han intentado usar para fundamentar movimientos o partidos políticos, y para radicalizar discursos emocionales que pretenden polarizar la percepción social.

En México, estos ‘principios no negociables’ han estado en el centro argumentativo contra proyectos políticos a favor de la legalización del aborto, la eutanasia, las uniones del mismo sexo o el ejercicio estatal unilateral de la educación pública (especialmente de la educación sexual). Y de hecho, debido a los márgenes legales que aún reprimen la libertad política y de expresión de las asociaciones religiosas en nuestro país, algunos ministros de culto han sido sancionados por las autoridades federales por haber solicitado a los fieles que ejercieran su voto ciudadano considerando aquellos principios.

Es decir, el Estado mexicano ha llamado la atención a los ministros que han pedido no dar apoyo electoral a personajes o partidos políticos que hayan declarado o participado en decisiones que vulneran la dignidad humana o que atenten contra la figura matrimonial y familiar; algunos sacerdotes incluso llegaron a afirmar que todo actor político católico que haya participado en plena conciencia directa o indirectamente en estas acciones se encuentra en una excomunión ‘latae sententiae’.

Y, sin embargo, hay que mencionar que lo ‘no negociable’ es antitético a la política. Es decir, la política es, en parte, el ejercicio de la negociación. La búsqueda del bien común –por lo menos en la realidad terrena– no es posible en los absolutos. Hoy, por ejemplo, algunos liderazgos católicos han decidido apoyar el proyecto político de una candidata que ha participado en reiteradas ocasiones en la promoción del aborto o a favor de la ideología de género (que contraviene el segundo principio del pontífice); y lo hacen en parte porque evidencian sus intereses particulares al despreciar profundamente otras opciones políticas o porque, sin decirlo, ahora consideran que Ratzinger quizá fue demasiado radical.

En todo caso, el papa Francisco advierte este permanente vaivén de intereses y del pragmatismo político del cual no se escapan incluso los propios creyentes. Quizá por eso recientemente ha mencionado que “la Iglesia no se puede identificar con ninguna organización, ni siquiera con aquellas que se califiquen y se sientan cristianas… no se puede exigir a la Iglesia o a sus símbolos eclesiales –dice el Papa– que se conviertan en mecanismos de actividad política”.

¿Dónde quedan entonces los ‘principios no negociables’ de Benedicto XVI si no pueden ser símbolos que participen en los mecanismos de la actividad política cotidiana? ¿Qué papel político le queda a la Iglesia si no puede siquiera convalidar aquellos proyectos sociales aparentemente afines a su doctrina y a su misión? Pero sobre todo: ¿Qué percibe el pontífice actual ante el juego político que se ha construido sobre aquellos ‘principios no negociables’ y por qué parece alertar a sus obispos de no ceder ante aquel pragmatismo, que más que tentación es una perversión permanente, intencionada y utilitaria de la sagrada institución?

Para el caso mexicano, ante los anunciados tiempos de convulsión política-electoral, más que un proyecto, se hace imprescindible una profunda orientación pastoral. La cual requerirá, en primer lugar, de un consenso fraterno para mirar por encima de la inmediatez y de las ideas.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Catolicismo de izquierda en el marco electoral

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Ciudad de México.— De una manera simplista y errónea se suele relacionar la identidad católica de los ciudadanos exclusivamente con orientaciones políticas de ‘derecha’ o directamente conservadoras; sin embargo, no son pocos los estudios y análisis que exploran las conexiones dialógicas entre diferentes expresiones del catolicismo contemporáneo con perspectivas propias de los movimientos sociales identificados con la ‘izquierda’ y el progresismo; como el antibelicismo, el antiautoritarismo, el ecologismo, la lucha por los derechos humanos y civiles, la equidad o la justicia social.

Tradicionalmente, la búsqueda del voto por identidades religiosas ha sido una constante evidente en procesos electorales masivos y complejos como los de Estados Unidos o Brasil; lo cual ha llevado a los partidos en pugna a buscar seducir a los votantes de ciertas expresiones religiosas a través de convergencias con sus plataformas políticas.

Amandine Barb, por ejemplo, evidencia en su estudio ‘Patrones católicos en la izquierda norteamericana’ cómo desde hace veinte años el partido Demócrata junto a fieles y miembros de diferentes movimientos sociales de la Iglesia católica han intentado construir una coalición electoral de liberales religiosos; mientras que el partido Republicano ha apostado a las certezas de la doctrina y disciplina moral de la institución católica, así como a las dinámicas estructurales de la Iglesia, para justificar sus posturas ideológicas político-económicas y poner en operación sus propuestas de política pública.

Este modelo parece replicarse idénticamente en otras latitudes de realidades bipartidistas o donde las opciones políticas se repliegan a polos ideológicos mutuamente excluyentes. Y, sin embargo, bien vale hacer mención de un fenómeno emergente en el cual ciertos personajes exóticos de la política ascienden a la conversación y opinión pública mediante radicales expresiones políticas casi siempre sustentadas en principios místicos o pararreligiosos; y cuya estrategia central se basa en una fuerte propaganda disruptiva que intenta poner al votante de identidad religiosa en la imposibilidad electiva.

Esta última estrategia se reduce al uso de falsos silogismos que buscan obligar al electorado creyente a apoyar cualquier radicalidad emergente mediante la siguiente fórmula argumental: “Primera premisa: Vivimos en una democracia y por lo tanto debes participar con tu voto. Segunda premisa: Estás imposibilitado moralmente a dar tu voto a plataformas políticas que no comulguen con tu fe. Conclusión: Por tanto, debes votar por mí”. Este tipo de argumentación falaz no sólo busca condicionar el voto del destinatario sino limitar la riqueza de la vasta participación democrática de los ciudadanos creyentes a un reduccionismo total, a la fetichización democrática reducida a la papeleta y a la urna electoral.

Esto sucede en varias naciones de corte democrático y por supuesto en México; aunque la particularidad cultural e histórica de nuestra nación imprime modulaciones importantes a las estrategias políticas mencionadas arriba. La historia política mexicana y los márgenes de identidad y pertenencia religiosa pasan por el duro republicanismo antirreligioso de finales del siglo XIX, por la persecución constitucional del catolicismo a inicios del siglo XX y la larga simulación de conveniencias entre las jerarquías posrevolucionarias y católicas durante todo el siglo pasado. El desarrollo democrático y participativo de la ciudadanía en este siglo, por tanto, suele presentarse disociado y hasta esquizofrénico (palabras de Benedicto XVI en México) entre los valores de la moral pública y los de la moral privada.

Bajo estas condiciones, también los movimientos asociados con las ‘izquierdas’ han intentado hacer alianzas ideológicas y operativas con las complejas identidades religiosas católicas en el país; pero no a través de instituciones, dogmas o disciplinas sino de principios, valores y tradiciones que iluminan las contradicciones y tensiones políticas, sociales o económicas actuales para ofrecer medios de integración y participación a favor del bien común.

Así, en lugar de abogar por la “pacificación” del país, acción que denota rasgos de control y autoritarismo (‘alguien’ pacifica a ‘otro’ mediante una autoridad legitimada y unidireccional); se opta por la idea de “construcción de paz” o del “tejido artesanal de la paz” donde los principios jerárquicos quedan desplazados por la cooperación, la participación y la imbricación de todos los agentes sociales posibles (un ladrillo o un hilo son indistinguibles de otros en las estructuras que ‘cubren’ o ‘protegen’ un bien superior).

El catolicismo de izquierda (una categoría tan absurda como el catolicismo de derecha) aparentemente estaría más implicado en atender las contradicciones existentes en la sociedad que pueden surgir por conflictos entre los poderosos y los oprimidos, por los privilegiados y los descartados; y ofrecer, desde la doctrina social de la Iglesia, medios y mecanismos orientados a la justicia social, la solidaridad, la subsidiariedad, la búsqueda del bien común y la promoción de la dignidad humana. Y, por tanto, pretenderá respuestas no verticales sino horizontales a polémicas tan complejas como el aborto, la pena de muerte, las uniones afectivas de personas del mismo sexo, el clasismo, la ideología de género y otros cambios demográficos contrastantes.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Impertenencia y disenso

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En la política mexicana para nadie es extraño que el tramo final de un sexenio sea en realidad, el inicio del siguiente. Muchas veces resulta un momento esclarecedor porque en este ínterin se expresan con mayor claridad las auténticas identidades políticas del país mientras se hace una apasionada evaluación de la dirección que se ejerció en el gobierno y la administración pública. No se peca de cinismo, pero casi. Es un momento en el que se construyen las identidades políticas, se definen las filiaciones ideológicas y se capitaliza la idea de lo que fue y de lo que podría ser.

Es claro que este peculiar fenómeno trasciende a los cambios administrativos e incluso a la campaña electoral. El famoso periodo de transición formal se extiende artificialmente según las necesidades de quien entra tanto como de los temores de quien sale. Así, aunque la transición administrativa puede ser relativamente inmediata: informes, expedientes, inventarios y cambios de personal; la transición política se mueve en un distendido juego de fidelidades, suspicacias, deudas, favores y herencias que recomponen la lógica de ejercicio del poder.

Pero también hay que aclarar que las campañas entran circunscritas en la transición y no al revés. Es decir, el ejercicio de la política no se puede limitar a las campañas mediáticas, políticas y electorales; ni éstas deben condicionar todos los factores que involucran los procesos del final de una administración y el inicio de la siguiente.

Por ello, aunque uno de los principales objetivos de los actores políticos protagónicos en campaña es construir su identidad y diferenciarse del adversario; la política exige que, al fijar su posición, negocie desde allí el sentido de pertenencia a sus potenciales aliados así como las capacidades de consenso con los demás. Lejos de las campañas, los reflectores y la seducción de los votantes, la pertenencia y el consenso son esenciales para el ejercicio de una política que pretende consolidarse o para encauzar las perspectivas de la opinión pública respecto al ejercicio ideal del poder.

Dicho lo anterior, estamos en el arranque de un proceso electoral donde se elegirán a más de 20 mil cargos públicos, aunque claro, las miradas se enfocan como cada seis años en las figuras presidenciables que los partidos o las alianzas proponen a la ciudadanía. La importancia de estos personajes en un país como el nuestro es vital puesto que, a pesar de las alternancias en la Presidencia de la República, la investidura sigue conservando esos poderes metaconstitucionales que representan mucho más que un titular del ejecutivo popular o el respaldo de los votos del pueblo; representan también los perfiles de un sistema político cuyas estructuras y dinámicas luchan por consolidarse.

Eso sí, las campañas políticas –que hasta este momento tienen como protagonistas a Claudia Sheinbaum y a Xóchitl Gálvez– requerirán esa sana dosis de impertenencia y disenso para promover esas identidades irrepetibles y esas certezas que entran en conflicto con la cotidianidad.

Por un lado, la abanderada de Morena y de la administración regente está obligada a construir su identidad política no sólo diferenciada de su más inmediata adversaria en la oposición sino también, llegado el momento, tendrá que manifestar disenso respecto a los errores (o áreas de oportunidad) de la actual administración.

El trabajo de pertenencia política realizado por Morena y sus partidos aliados está sintetizado en el único símbolo de la Cuarta Transformación: el liderazgo político y moral de López Obrador. Pero Sheinbaum requerirá una identidad en torno a la cual, el resto de simpatizantes se sumen; para ello, es necesario un grado de impertenencia pues de lo contrario estará imposibilitada de dirigir y liderar.

En el otro espectro, la candidata promovida por las cúpulas de los partidos de oposición parecería tenerla más sencilla. Sin militancia formal ni adhesión incondicional a algún grupo político, ella misma es ya el centroide sobre el cual se realizan las operaciones políticas del interés disidente. Su impertenencia y disidencia aparentemente están más que garantizadas y, sin embargo, tampoco puede darse el lujo de aislarse de las dinámicas de consensos y pertenencias que los partidos políticos negocian, porque ahí estarán el resto de los cargos de elección popular y las relevantes nueve gubernaturas que los partidos negocian al margen de su candidata presidencial. La impertenencia y el disenso de su abanderada en este caso podrían ser tan sólo la simulación necesaria para legitimar los pactos políticos que miran más allá de cualquier transición.

Es decir, la independencia política no significa necesariamente impertenencia política y la oposición no es idéntica a mostrar un único disenso frente al gobierno. La impertenencia es esa habilidad de parecer que se es de todos pero que no pertenece a ningún sector en específico; y el disenso no es sólo la falta de acuerdos sino ese rasgo de creativa y valorada autonomía. Sin eso, toda candidatura –gane o pierda– está condenada a la fugacidad.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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