Opinión
Las rasgadas vestiduras del votante católico
Felipe de J. Monroy*
Los católicos en México jamás han votado de forma homogénea, no existe un ‘bloque católico electoral’ y todo parece indicar que ni la identidad religiosa del candidato ni la del partido político influye de manera significativa entre el electorado creyente para la definición de su simpatía o su apoyo.
Esto no quiere decir, sin embargo, que cualquier expresión de valores socioculturales y religiosos sea igualmente válida para las afinidades del electorado mexicano: hay rasgos idealizados de la mexicanidad fuertemente compartidos con sólidas conexiones a la cultura religiosa cristiana y que suelen ser hábilmente explotados en campañas electorales por quienes saben escuchar al pueblo.
El último tramo de la larga campaña de Andrés Manuel López Obrador dio cátedra de cómo se pueden construir esos vasos comunicantes entre el discurso político y los valores culturales sociorreligiosos del país.
A pesar de liderar los últimos resabios de las agrupaciones políticas de corte socialista y herencia comunista en México (además de provenir de una de las tradiciones políticas más anticlericales del país), el tabasqueño levantó su ascenso a la Presidencia no sólo mostrando distante respeto a las prácticas religiosas cristianas presentes en casi en el 90% de la población sino enalteciéndolas como parte esencial de la vida cultural del país y como parte de la respuesta a los desafíos políticos y económicos emergentes.
Pero, aunque no exista un ‘bloque electoral católico’ en México no quiere decir que los actores políticos y sus partidos no estén buscando congraciarse con la identidad religiosa mayoritaria en el país o que –y esto es lo realmente relevante– no exista la tentación de que ciertos grupos religiosos estén ya politizando y polarizando la fe a fuerza de integrismos y pelagianismos exacerbados motivados por auténticos intereses mesiánicos o directamente mundanos.
Como es de esperarse y debido a la dureza de sus certezas, estos grupos tampoco son homogéneos. Sus filias, fobias y activismo político son tan dispares que lo mismo pueden apoyar a movimientos electorales tradicionales (más o menos ubicados entre el socialismo libral o el liberalismo social) que a los nuevos exotismos políticos liderados por pragmáticos outsiders.
Y quizá eso no sea lo grave, lo cuestionable es que dentro de la compleja y bimilenaria catolicidad se autoproclamen como los auténticos seguidores de la doctrina debido a su elección política.
Esto último no es menor, actualmente hay grupos de identidad católica politizados y polarizados a tal nivel que incluso cuestionan al colegio episcopal y al sumo pontífice por no ceñirse a lo que ellos creen que es la verdadera doctrina política del catolicismo.
No sólo ellos se rasgan las vestiduras por la definición contraria o por la indefinición política de sus hermanos de fe sino que utilizan cuanto argumento les caiga en mano para jalonear al votante de identidad cristiana hasta rasgarlo en lo que Benedicto XVI llamó “esquizofrenia entre moral individual y pública”.
Estos grupos apelan a la invariabilidad doctrinal de su religión en la vida pública, pero no caen en cuenta que los propios pontífices han comprendido que la inmutabilidad del mensaje divino siempre está sujeto a las limitaciones de la comprensión, la razón y el devenir histórico humano. Benedicto XVI en un discurso a políticos europeos en 2006 enumeró tres “principios no negociables” de los católicos en la política (protección de la vida, matrimonio tradicional y libertad de educación a los hijos); pero él mismo en su exhortación Sacramentum Caritatis del 2007 añadió “promoción del bien común en todas sus formas”. Ratzinger comprendió una evolución de su comprensión ante las urgencias sociales.
Y sucede ahora igual con Francisco, el pontífice argentino directamente ha desautorizado la creación de ‘partidos católicos’ en el mundo; la Congregación de la Doctrina de la Fe ha alertado del creciente neo-pelagianismo desde el cual algunos creyentes se sienten preservados del error de juicio; y el aggiornamento político de la Iglesia hoy apunta más hacia la fraternidad, la justicia social y la democratización en la búsqueda del bien común en lugar del autoritarismo de soluciones inmediatistas.
A pesar de eso, la radicalidad de identidad política catolizante de estos grupos se seguirá sujetando a sus pequeñas certezas de tal manera que incluso podrán seguir llamando católico-provida a quien está a favor de la pena de muerte (una práctica hoy opuesta al catolicismo) y llamar comunista a quien esté a favor de la justicia social y el bien común (búsquedas centrales de la Doctrina Social de la Iglesia).
Por eso, para el actual proceso electoral mexicano, resultan inspiradoras –más no impositivas– las palabras de Francisco en Fratelli tutti: “Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una etapa nueva.
No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones.
Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído; aunque muchas veces nos veamos inmersos y condenados a repetir la lógica de los violentos, de los que sólo se ambicionan a sí mismos, difusores de la confusión y la mentira. Que otros sigan pensando en la política o en la economía para sus juegos de poder. Alimentemos lo bueno y pongámonos al servicio del bien”.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
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Felipe Monroy
75 años de una guía ética hoy abandonada
Al final de la Segunda Guerra Mundial, ante las heridas aún abiertas en incontables pueblos y la sombra de incertidumbre sobre cómo se habrían de mediar los conflictos que dejaron pendientes las campañas bélicas, la asamblea general de las Naciones Unidas realizó la histórica sesión plenaria 183 del 10 de diciembre de 1948 en la que se aprobó y se instruyó publicitar globalmente una novedosa Declaración Universal de Derechos del Hombre; un documento que nació con una expectativa mítica sobre la paz necesaria, fundamentada “en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Hoy, a 75 años años de aquella guía ética, no sólo es evidente que el juego geopolítico abandonó rápida y totalmente estos principios –la Guerra Fría, las invasiones imperialistas y los conflictos del mundo multipolar son prueba vergonzosa e irrefutable de esto–; sino que la cultura política contemporánea y hasta el propio organismo internacional parecen desandar el camino iniciado hace tres cuartos de siglo.
La Declaración tiene treinta artículos y un preámbulo con siete consideraciones pertinentes para comprender la necesidad y la urgencia de velar por la dignidad humana y por los derechos fundamentales inalienables de lo que denomina “familia” humana. El documento sintetiza con claridad meridiana que “los actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” proceden del desconocimiento o menosprecio de los derechos humanos; que sólo con “fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres” se abre camino al progreso social y la mejoría del nivel de vida bajo una más amplia libertad.
Y, sin embargo, la cultura política actual ha relativizado a tal punto el valor de la vida humana y su dignidad que hay proyectos políticos respaldados por las propias Naciones Unidas que limitan la libertad de expresión y de conciencia, que privatizan y comercializan los derechos humanos básicos, que dejan en manos del tecnocapitalismo alienante la naturaleza, la biología y la identidad humana.
Por ejemplo, la Declaración afirma que todo ser humano tiene derecho a la vida, a la seguridad de su persona y al reconocimiento de su personalidad jurídica “en todas partes”, pero actualmente se regatea este derecho argumentando innumerables colisiones de otros intereses de placer y satisfacción socioeconómicos.
El documento también exige que nadie sea sometido ni a esclavitud ni a servidumbre pero, por las crisis económicas, hay políticas públicas que abogan por la limitación de derechos laborales y sindicales; el texto además estipula que nadie debe ser desterrado y se enarbola el derecho a la migración pero las deportaciones y las políticas antiinmigratorias de perfil conservador son populares hasta en grupos que se identifican como humanistas.
En la actualidad, gracias a los titanes de tecnología digital y las políticas intrusivas en nombre de una falsa seguridad nacional se ha normalizado el espionaje y el usufructo de los datos de la vida privada de los individuos; la libertad de pensamiento, conciencia y religión son permanentemente condicionadas a ideologías de ocasión mediante figuras de persecución y control que incluso pretenden constreñir el lenguaje vivo de los pueblos.
Es más, algunos que se autodenominan como ‘libertarios’ desprecian ideológica y prácticamente artículos enteros de esta Declaración Universal como la obligación de los Estados a proveer seguridad social, protección laboral y sindical, asistencia médica básica y especial para madres e infantes, educación gratuita, servicios sociales, etcétera.
Otros, que se autodenominan ‘progresistas’, rechazan principios distintos pero también consagrados en esta Declaración; como el derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que deben recibir sus hijos o aquel que afirma textualmente que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Algunas políticas públicas, además, promueven mecanismos de atención excluyente (especialmente en lo referente a la justicia social) fundadas en la división y clasificación diferencial en lugar de procurar condiciones de justicia que garanticen igual protección de la ley sin distinción ni discriminación.
En la actualidad, la reflexión de la pertinencia y utilidad social de los derechos humanos se basa en un pragmático utilitarismo individual en donde cada persona tiene capacidad para que se le reconozcan y garanticen sus derechos ‘igualmente’ a otra; pero, siempre y cuando no lo sean ni los reciban colectivamente. Es decir, que cada quien tiene condiciones para potencialmente ser reconocida en su dignidad humana mientras los otros no lo sean realmente. Es la parábola de la puerta abierta y las diez personas que ‘en principio’ pueden libremente cruzar el umbral pero que aquella se cierra cuando las primeras tres lo hacen. En la actualidad se aplica la idea de que los derechos humanos deben ser en igualdad para todos, pero como diría Orwell: “algunos son más iguales que otros”.
Es claro que la Declaración Universal nació de la necesidad de imaginar utopías o al menos condiciones para que el miedo, el terror y la miseria no fueran utilizados nuevamente como discursos o recursos políticos. Quizá esa misma motivación sigue siendo pertinente 75 años más tarde.
*Director Siete24.mx @monroyfelipe
Felipe Monroy
Desafío de gobierno en la Iglesia Católica
La Iglesia católica es una institución única en su especie; el liderazgo del sumo pontífice y de los obispos en las regiones más apartadas del planeta han representado el ejercicio de la doctrina, el magisterio y la tradición cristiana en cada época desde hace dos milenios; y la actual no es la excepción. Sin embargo, la relativización de prácticamente todos los principios y valores institucionales para guiar el pensamiento y la acción de las comunidades ha golpeado especialmente a la Iglesia católica de este siglo.
Acudimos a la quinta o quizá sexta oleada en este pontificado que los voceros anti Francisco sincronizan sus dardos contra el obispo de Roma; además de los cardenales que calcularon los tiempos mediáticos para cuestionar la validez histórico-dogmática de un nuevo modelo de escucha y diálogo al interior de la Iglesia, una serie de artículos publicados en medios más bien críticos del jesuita latinoamericano (como el texto del filósofo Lamont publicado a finales de octubre pasado bajo el título: “El Papa Francisco como hereje público: la evidencia no deja dudas”) recrudecen los ataques que buscan tener un lugar en la conversación erudita sembrando la idea de que Bergoglio habría cometido herejías a través de algunos discursos, respuestas o documentos.
El otrora cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ha mantenido un intenso activismo contra las decisiones pontificias: criticó la realización del Sínodo de la Sinodalidad reduciéndolo a ‘palabrería’, ha definido a los colaboradores de Bergoglio como ‘propagandistas’ y hasta ha afirmado condescendientemente que a pesar de que Francisco “ha difundido repetidas herejías, él no ha caído en ninguna herejía formal que le impida continuar en el cargo”.
Francisco tuvo paciencia; pero –mientras más avanzan sus limitaciones físicas propias de la vejez y enfermedad; y se encienden los motores de la sucesión pontificia– ha quedado claro que mantener y hasta auspiciar el veneno de quienes le han cuestionado todo desde el inicio, ya no será tolerable. Las medidas que el Vaticano ha tomado recientemente contra sus más aguerridos opositores ejemplifican esta nueva etapa. Francisco ha recordado al mundo católico el peso de la mano pontificia contra dos norteamericanos: la investigación y posterior destitución del obispo texano Strickland; así como la revocación de los privilegios romanos al cardenal Raymond Burke.
Es raro que el pontífice tome con dureza las riendas, pero la historia enseña que –al menos en materia jurisdiccional– en algún momento del pontificado se hace eficaz esa frase de san Bernardo de Claraval: “Convengamos en que, según el derecho eclesiástico, el Papa tiene todo el poder cuando lo exige la necesidad”. Hay que mencionar, que Francisco no es el único y no será el último en tomar esa potestad “cuando la necesidad o una notoria utilidad lo requiere”.
Desde el caótico primer Concilio Vaticano se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa; de manera burda, la idea de reconocer en el pontífice tal poder supremo parece simple y pragmática, casi política, para garantizar autoridad, mando y obediencia de un episcopado ya sumamente diverso, nativo, plural y seducido por el racionalismo de mediados del siglo XIX. Sin embargo, la doctrina sobre la infalibilidad papal no podía provenir de las inquietudes coyunturales sino de su dimensión mística en la historia de la salvación.
Recojo la reflexión del sacerdote jesuita Rafael Faría, allá en 1945: “Si el Papa enseñara el error, el infierno –esto es, el demonio, espíritu de error y mentira– prevalecería sobre la Iglesia, lo que va contra la promesa de Cristo… Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y lo encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarlos en la fe, si él mismo los induce al error?… Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer; pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. Resulta claramente que Jesucristo hizo infalible al Jefe supremo de su Iglesia”.
Aún antes, en un documento catequético español de 1821 se advertía que el pontífice enfrentaría con regularidad a “ocultos e hipócritas enemigos” que “sin correr el velo misterioso con que se cubren, no pueden negar abiertamente la autoridad del Papa; protestan que no quieren en nada perjudicarla y que sólo intentan distinguir sus verdaderos derechos de las falsas pretensiones”. Esta catequesis (publicada para reconvenir al episcopado español de riesgos de autosuficiencia en la confirmación episcopal) advertía que la unidad de la Iglesia se pone en riesgo cada vez que surgen ministros eruditos que dicen estar “dispuestos a reconocer la autoridad papal con tal de que ‘no se oprima la sana doctrina’”.
Esto último, reflexionan los autores, permite decir que la doctrina efectivamente está oprimida y, por tanto, que se justifica la autorización de rehusar la obediencia al Sumo Pontífice. Para los detractores, los planteamientos del pontífice son sólo “invenciones humanas” y que, por el contrario, sólo ellos son auténticos custodios de la pureza e integridad de la doctrina.
En todo caso, que el Papa recurra a estas medidas también revela que otros recursos se han agotado; que el entusiasmo por escucharlo, seguirlo o respaldarlo no es tan sólido como hace diez años. Que escasea la creatividad tanto teológica como pastoral para neutralizar a los opositores al pontífice. Y ese es otro problema porque, se advierte en varias regiones del mundo –por lo menos en México–, los obispos locales han abandonado la producción de discurso o de gestos que confirmen la unidad: casi no escriben cartas pastorales ni personales ni conjuntas, casi no participan en los medios de comunicación formales, sus procesos son más programáticos que paradigmáticos y hay una obsesión con las estructuras pero un descuido en el lenguaje. Y ahí es donde se pierde o se gana un gobierno.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe