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Felipe Monroy

Impertenencia y disenso

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En la política mexicana para nadie es extraño que el tramo final de un sexenio sea en realidad, el inicio del siguiente. Muchas veces resulta un momento esclarecedor porque en este ínterin se expresan con mayor claridad las auténticas identidades políticas del país mientras se hace una apasionada evaluación de la dirección que se ejerció en el gobierno y la administración pública. No se peca de cinismo, pero casi. Es un momento en el que se construyen las identidades políticas, se definen las filiaciones ideológicas y se capitaliza la idea de lo que fue y de lo que podría ser.

Es claro que este peculiar fenómeno trasciende a los cambios administrativos e incluso a la campaña electoral. El famoso periodo de transición formal se extiende artificialmente según las necesidades de quien entra tanto como de los temores de quien sale. Así, aunque la transición administrativa puede ser relativamente inmediata: informes, expedientes, inventarios y cambios de personal; la transición política se mueve en un distendido juego de fidelidades, suspicacias, deudas, favores y herencias que recomponen la lógica de ejercicio del poder.

Pero también hay que aclarar que las campañas entran circunscritas en la transición y no al revés. Es decir, el ejercicio de la política no se puede limitar a las campañas mediáticas, políticas y electorales; ni éstas deben condicionar todos los factores que involucran los procesos del final de una administración y el inicio de la siguiente.

Por ello, aunque uno de los principales objetivos de los actores políticos protagónicos en campaña es construir su identidad y diferenciarse del adversario; la política exige que, al fijar su posición, negocie desde allí el sentido de pertenencia a sus potenciales aliados así como las capacidades de consenso con los demás. Lejos de las campañas, los reflectores y la seducción de los votantes, la pertenencia y el consenso son esenciales para el ejercicio de una política que pretende consolidarse o para encauzar las perspectivas de la opinión pública respecto al ejercicio ideal del poder.

Dicho lo anterior, estamos en el arranque de un proceso electoral donde se elegirán a más de 20 mil cargos públicos, aunque claro, las miradas se enfocan como cada seis años en las figuras presidenciables que los partidos o las alianzas proponen a la ciudadanía. La importancia de estos personajes en un país como el nuestro es vital puesto que, a pesar de las alternancias en la Presidencia de la República, la investidura sigue conservando esos poderes metaconstitucionales que representan mucho más que un titular del ejecutivo popular o el respaldo de los votos del pueblo; representan también los perfiles de un sistema político cuyas estructuras y dinámicas luchan por consolidarse.

Eso sí, las campañas políticas –que hasta este momento tienen como protagonistas a Claudia Sheinbaum y a Xóchitl Gálvez– requerirán esa sana dosis de impertenencia y disenso para promover esas identidades irrepetibles y esas certezas que entran en conflicto con la cotidianidad.

Por un lado, la abanderada de Morena y de la administración regente está obligada a construir su identidad política no sólo diferenciada de su más inmediata adversaria en la oposición sino también, llegado el momento, tendrá que manifestar disenso respecto a los errores (o áreas de oportunidad) de la actual administración.

El trabajo de pertenencia política realizado por Morena y sus partidos aliados está sintetizado en el único símbolo de la Cuarta Transformación: el liderazgo político y moral de López Obrador. Pero Sheinbaum requerirá una identidad en torno a la cual, el resto de simpatizantes se sumen; para ello, es necesario un grado de impertenencia pues de lo contrario estará imposibilitada de dirigir y liderar.

En el otro espectro, la candidata promovida por las cúpulas de los partidos de oposición parecería tenerla más sencilla. Sin militancia formal ni adhesión incondicional a algún grupo político, ella misma es ya el centroide sobre el cual se realizan las operaciones políticas del interés disidente. Su impertenencia y disidencia aparentemente están más que garantizadas y, sin embargo, tampoco puede darse el lujo de aislarse de las dinámicas de consensos y pertenencias que los partidos políticos negocian, porque ahí estarán el resto de los cargos de elección popular y las relevantes nueve gubernaturas que los partidos negocian al margen de su candidata presidencial. La impertenencia y el disenso de su abanderada en este caso podrían ser tan sólo la simulación necesaria para legitimar los pactos políticos que miran más allá de cualquier transición.

Es decir, la independencia política no significa necesariamente impertenencia política y la oposición no es idéntica a mostrar un único disenso frente al gobierno. La impertenencia es esa habilidad de parecer que se es de todos pero que no pertenece a ningún sector en específico; y el disenso no es sólo la falta de acuerdos sino ese rasgo de creativa y valorada autonomía. Sin eso, toda candidatura –gane o pierda– está condenada a la fugacidad.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Caso Rangel: Comunicar mal es instrumentalizar

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Existen acontecimientos que destripan la hipocresía social y nos enfrentan brutalmente a las mezquindades que hemos normalizado. El extraño caso que envuelve al obispo emérito Salvador Rangel Mendoza se ha convertido en una prosa contaminada de incertidumbres para la cual, la verdad no habrá de satisfacer las expectativas de nadie. Es decir, hasta ahora, a pesar de los abundantes contenidos mediáticos vertidos en esta semana, en realidad se sabe bien poco y, para desgracia nuestra, es probable que más información no signifique una mayor satisfacción respecto a la claridad de los eventos.

Hasta el momento, hay tres historias –dos conocidas y una por conocer– que aunque parten de los mismos eventos no convergen en intenciones. La primera historia corresponde a la expresada por las instituciones eclesiásticas; la segunda historia refleja la vertida por las autoridades civiles; y la tercera, que saldrá de la viva voz del propio obispo, pero que no resolverá el entuerto en el que nos encontramos; por el contrario, evidenciará con más crudeza las profundas oquedades de cómo se pervierte la realidad en función de intereses inconfesables.

La historia relatada en nombre de la Iglesia católica por el secretario general del episcopado mexicano y, casualmente, obispo titular en la entidad donde todos los extraños eventos habrían ocurrido entre el 27 y el 29 de abril pasado, comienza con la noticia de la desaparición del obispo emérito. La primera comunicación oficial notifica el desconocimiento del paradero de Rangel pero afirma dos cosas singulares en ese momento: se asegura que el obispo fue secuestrado y se urge a todas las autoridades civiles (municipales, estatales y federales) que intervengan y actúen para recuperarlo. En esta comunicación, el Episcopado adelanta sin recelo que cualquier cosa que hubiera sucedido sería consecuencia de la violencia y la inseguridad no sólo a nivel local sino como efecto de lo que ha venido denunciando: el fracaso de la estrategia federal de seguridad. Por supuesto, eso fue aprovechado velozmente por intereses políticos que utilizan cualquier incertidumbre para movilizar sus huestes. Es decir, se instrumentalizó políticamente dicha incertidumbre.

En esta primera historia, el Episcopado habla de forma enérgica en contra de las autoridades pero respetuosa hacia los presuntos secuestradores. Actitudes que se revirtieron muy rápido debido al hallazgo del obispo y debido a la historia que las autoridades civiles han divulgado errática y quizá hasta ilícitamente.

La historia relatada por las autoridades ha sido deficiente, extraña y fragmentaria pero no por ello menos estruendosa. Hay que poner en antecedente que la compleja relación entre el gobierno de Morelos y la Fiscalía Estatal no abona a comprender los intereses detrás de la información que se ha filtrado o se ha vertido de forma casi insustancial a la prensa. En esta segunda historia, el obispo es encontrado en calidad de desconocido en un hospital público de Cuernavaca, lo visita el controversial fiscal Uriel Carmona y comienzan a filtrarse a la prensa datos sobre el hallazgo e ingreso hospitalario del obispo: adelantos de estudios toxicológicos, versiones irrastreables de camilleros, datos de ambulancias y un sinfín de indicios sobre presencia de drogas, profilácticos y demás parafernalia erótica en la escena del hallazgo.

La historia de las autoridades, sin embargo, cobró una vertiente sumamente delicada cuando el Comisionado Estatal de Seguridad de Morelos, José Ortiz Guarneros, deslizó una declaración ante los medios sobre cómo el obispo habría ingresado por su propia voluntad a un motel en compañía de otro hombre. En el contexto de las filtraciones y las suposiciones, claramente las declaraciones tuvieron una intención moralizante. Esa declaración podría tener consecuencias judiciales, no sólo porque compromete la investigación de la desaparición, sino por la violación de la intimidad personal, el aprovechamiento de secreto y el posible daño moral caudado a la persona del obispo. No se puede ser más enfático: la declaración del comisionado no respondió a principios republicanos ni laicos, sino al descrédito de terceros por vía de un juicio moralizante.

Fue en ese punto y aún sin tener certeza de los acontecimientos, cuando el Episcopado mexicano nuevamente divulgó un comunicado en el que –a diferencia del anterior– ahora mostraba confianza en las instituciones y pidió a las autoridades civiles realizar todas las investigaciones. Sin embargo, en dicho texto se omite asumir la responsabilidad que las propias instituciones eclesiásticas tienen respecto a lo que realmente les corresponde averiguar y atender: el fuero moral del obispo.Y es que una de las principales críticas a la jerarquía católica por parte de la sociedad y los feligreses ha sido la actitud con la que se enfrentan a las responsabilidades morales de los clérigos: si se ha demostrado que el encubrimiento ha sido una práctica sistemática entre las posiciones de la alta clerecía, la confianza sólo se encontrará cuando se haga sistémica la investigación transversal, transparente y responsable. Es decir, independientemente de lo que resulte del caso en el ámbito civil, la Iglesia católica no puede sustraerse de su responsabilidad de investigación, análisis, discernimiento y sanción canónica, si llegara el caso.

Finalmente, el obispo secretario de la CEM, Ramón Castro, ha publicado un videomensaje en el que tiene toda la razón: el caso del obispo Rangel se ha contaminado de instrumentación política y que, en consecuencia, no pocas narrativas político-moralizantes han permeado a todas las redes sociales a través de agentes polarizadores extremistas. Hay que aclarar que tanto los actos improvisados de comunicación del Episcopado como de las autoridades de seguridad de Morelos han sido justo los detonantes que han inflamado dicha instrumentación política.

Lo advirtió el papa Francisco de esta manera: “Existe el riesgo de que la autoridad se ejerza como un privilegio, para quienes la detentan o para quienes la apoyan; y por tanto también como una forma de complicidad entre las partes, para que cada uno haga lo que quiera, favoreciendo así, paradójicamente, una especie de de anarquía, que tanto daño causa a la comunidad”. Que la autoridad eclesiástica ‘politice’ la realidad, mientras la autoridad republicana la ‘moralice’ es una prueba clara de lo mucho que aún falta para modernizar, armonizar y actualizar las relaciones entre el Estado mexicano y las instituciones religiosas.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Itinerario 2024: Agresividad estéril

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El segundo debate de los candidatos a la presidencia de la República pudo haber sido valioso y provechoso, pero la táctica de agresividad orientada a satisfacer e incendiar huestes en lugar de explicar intenciones y animar esperanzas, convirtió la política en un yermo. A excepción del candidato Jorge Álvarez Maynez, quien cerró su participación de forma auténticamente propositiva, el pobre espectáculo ofrecido por las candidatas Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez, ha sido quizá uno de los peores momentos del debate político en México.

Literalmente, la agresividad y hasta la violencia simbólica promovida por la candidata del PRI-PAN-PRD enmudeció el foro. Los epítetos usados por Gálvez no solo incomodaron a su adversaria sino que rompieron el ánimo de los presentes; la hidalguense logró descolocar a la candidata morenista y ésta también cayó en el abismo de las diatribas. El momento más bajo se produjo cuando Xóchitl llamó ‘mentirosa serial’ a Claudia mientras mostraba una caricatura de su contrincante con una nariz alargada; en respuesta, Sheinbaum llamó por primera vez ‘corrupta’ a Gálvez; y finalmente, ya envalentonada en la ofensa, la candidata Gálvez comenzó a llamar a la exjefa de gobierno “narco-candidata”.

Es comprensible que la representante de los partidos de oposición utilice la invectiva para describir y calificar a la representante de la continuidad política; pero ha sido sintomático que, en el punto crítico de los debates, Gálvez recurra a la agresividad extrapolítica y a ocurrencias que no son agudas sino ofensivas. En el primer debate habló de la personalidad de Sheinbaum; y en este segundo, sugirió un perfil caricaturizado de su adversaria mientras subía al debate político un insulto proveniente del mundo del troll. Es claro que sugerir la vinculación del narcotráfico con una persona en redes sociales es muy distinto a asegurarlo en un debate oficial electoral. Veremos los efectos de esto más adelante.

Claudia Sheinbaum, por su parte, no estuvo mejor. Las propuestas futuras no encontraron lugar entre tanta justificación de la administración federal que agoniza; los datos y cifras jamás fueron ejemplificados con la vida cotidiana del elector promedio. En algún punto parecía que no había nada por hacer en la próxima presidencia; mucho de su discurso estaba construido en un ‘nosotros’ impersonal que en el fondo promovía ‘un modelo’ pero no ‘un liderazgo’. Su propia persona, su capacidad diferenciada incluso dentro del propio ‘modelo’ (o el movimiento político) se redujo a una circunstancia casi anecdótica. La candidatura del partido en el gobierno claramente no puede apostar por la autocrítica, pero la acumulación de presuntos éxitos abonó negativamente para compartir un valor inexcusable de toda campaña: una visión, un panorama venidero.

Es por eso que ambas perdieron este segundo debate. Una, perdida en insultos; y la otra, defendiendo espejismos. Ambas llenando minutos de discurso vano, insustancial, pueril y superficial. Este es el verdadero problema de las tácticas de agresividad, su esterilidad. Porque, tanto para acusar como para exculpar al omnipresente personaje político de las últimas dos décadas, ambas candidatas olvidaron dibujar un horizonte, una perspectiva para el electorado.

En ese sentido, toma aún más relevancia el mensaje final de Álvarez Maynez: la visión de un país que, aunque suene utópico, ayuda a imaginar caminos que se necesitan andar, acuerdos que se deben negociar y planes que se requieren ejecutar. De manera aislada, las intervenciones del candidato emecista no solo fueron empáticas con sectores vulnerables, sus propuestas sonaron lógicas y, sobre todo, anhelables. Y respecto a la interacción con sus contrincantes, sus críticas fueron duras pero siempre bajo el marco de lo político; la defensa de los gobiernos de su partido fue comprensible sin desorbitar logros. Finalmente, Jorge también logró remontar ese quiebre incómodo producido por los ataques de las candidatas y no solo explicó a la audiencia lo que estaba sucediendo en el foro, sino que explicó al foro que el debate debía continuar. Los moderadores tuvieron un escenario difícil; Alejandro Cacho, por ejemplo, repitió en tres ocasiones si alguien quería hacer uso de la voz porque cundía un silencio incómodo.

En conclusión, el antagonismo no es falta de diálogo; pero la agresividad sí es un catalizador del silencio. El juego de la rivalidad entre contrincantes es parte de la dinámica democrática; pero si los adversarios solo miran el conflicto sin compartir con otros la esperanza de un horizonte, aunque ganen, no sabrán qué hacer con el triunfo.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Ni meme ni expresión religiosa: es tedio pendenciero

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A cuarenta días de las votaciones, las campañas electorales deberían estar en un momento álgido de discusión, de confrontación y debate, incluso se permitiría una dura invectiva entre contendientes; y, sin embargo, no son los perfiles de las candidaturas ni sus discursos o sus acciones de campaña las que generan la conversación social. A falta de una discusión entre personajes que representan proyectos, tenemos episodios –más o menos– estériles que evidencian mera provocación e ignorancia.

Es claro que el episodio de la tristemente célebre playera que muestra la representación de la muerte en actitud de silenciar a alguien mientras un mensaje sentencia que “un verdadero hombre nunca habla mal de López Obrador” es una provocación para generar toda una conversación que, paradójicamente, se aleja de la necesaria discusión en torno a los proyectos centrales en disputa.

Las reacciones parecen más abundantes de lo necesario: Los obispos de México emitieron un extraño comunicado en cuyo discurso se mezcla la cultura de la muerte, el juicio de amparo y el año jubilar por la vidente del Sagrado Corazón para cuestionar indirectamente la exótica propaganda de la playera; los comunicadores, analistas y hasta el presidente de la República rascaron en lo profundo las esquizofrénicas relaciones entre el poder político y el religioso en el país para explicar si este episodio habla de libertad religiosa, de exaltación de la violencia o de apología del crimen; los propagandistas de ocasión aprovecharon para infundir miedo a través de interpretaciones histéricas; y una vocera de la administración federal intentó convencer que todo fue un meme mientras insulta la inteligencia de todos, junto a la suya propia.

Se podría escribir un libro entero sobre las interpretaciones simbólicas, antropológico-religiosas, políticas, crítico-discursivas o histórico-contextuales de la playera en cuestión; se podría reflexionar intensamente sobre los elementos fascistoides subyacentes que se conjuntan bajo la mera existencia de un instrumento comunicativo así y, por supuesto, se podría analizar con seriedad el juego de la propaganda, la comunicación política, el fetichismo de los símbolos del poder y las instituciones ideológicas en pugna al respecto de este episodio. Pero de lo que no habla, paradójicamente, es del modelo de país que se encuentra en disputa: No parece haber ningún hilo conductor interesante entre los contendientes políticos, su personalidad y temple, sus fundamentos político-ideológicos o sus habilidades técnico-operativas con la transversalidad de sus proyectos en la realidad y el escenario deseable de la administración y la política pública.

En síntesis. Por supuesto no es un tema de fe ni de religión, mucho menos un asunto de ministros de culto o asociaciones religiosas registradas ante el Estado mexicano. La playera en cuestión no emite un mensaje religioso concreto; aunque claro que puede haber interpretaciones sobre que la calavera encapuchada y amenazante sea efectivamente una representación de la “Santa Muerte”. Si la efigie en cuestión estuviera reconocida ante el Estado mexicano como el símbolo de una asociación religiosa, el uso de dicha imagen por parte de un partido político y un funcionario federal sería objeto de sanción. Pero las expresiones populares de dicha cultura han sido tan menospreciadas e infravaloradas, proscritas de las relaciones formales religiosas que justo han sido catalogadas como ‘desviaciones sectarias’ u otros apelativos con los que se busca invisibilizar en lugar de comprender ese extraño fenómeno que alcanza a diversos sectores sociales.

Tampoco es un meme cuya naturaleza carece de fuente y propósito; son evidentes tanto el origen como la utilidad política de su discurso. Ahora bien, sin duda será necesario hablar de la histórica asociación simbólica de la calavera y la muerte con discursos de agresividad y violencia, de superioridad y de sacrificio individual por el bien colectivo; ahí, sobre la playera, también hay trazos de machismo y conservadurismo rancio, de ‘calificación de actitudes masculinas’ y disciplinarismo dogmático.

Lo dicho, ante perfiles políticos insulsos y anecdóticos en las campañas electorales, el tedio pendenciero sustituye la confrontación política con símbolos que no se entienden pero se usan para incendiar la conversación: la playera de la muerte que manda silenciar es un ejemplo, pero también está la falsa fotografía de supuestos tatuajes diabólicos que tiene una contendiente de origen judío a la que también le agrandan artificialmente la nariz con consabidas connotaciones racistas y discriminatorias.

La única pregunta que vale la pena ahora hacerse es: ¿Quién realmente podría tener el carácter para meter en cintura a tanto lenguaraz?

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Itinerario 2024: El juego del lobo

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En la cultura popular existen tres fábulas clásicas que involucran a un niño y a un lobo; pero todas nos enseñan algo distinto que ahora resulta pertinente recordar en medio de este proceso electoral. Porque, en el fondo, para los propagandistas políticos es más sencillo retomar viejas historias, que forjar nuevas en torno a sus paladines o a sus adversarios.

La más antigua historia, habla de un pequeño que estaba encaramado en el techo de una casa cuando ve pasar a un lobo y comienza a llamar “asesino y ladrón” a la criatura; el lobo, flemático, le responde que es muy fácil ser valiente desde una distancia segura. Toda la propaganda política se basa en este principio. El juego electoral en un país democrático se realiza en cierto “espacio seguro” donde se pueden decir muchas cosas –no siempre verdaderas– sobre los adversarios sin tener consecuencias directas ni proporcionales. En una dictadura, no existe ese espacio seguro.

Este juego democrático lo asumen como natural los bandos politizados incluso en su apelativo más agresivo: hacer propaganda negra (o “guerra sucia, en serio” como dijera Jorge Castañeda) es parte casi obligada en una campaña electoral pues, al tiempo de construir una imagen propia más atractiva, se debe contaminar e incluso hasta mancillar discursivamente la honra del adversario. En México, ha habido campañas tan cargadas hacia esta agresividad con el propósito de insuflar miedo a los votantes a través de ataques personalizados que lo que se termina afectando es ese “espacio seguro” hasta volver el juego democrático literalmente en un conflicto absoluto y sin cuartel. Por si fuera poco, un gobierno emanado de una campaña de tal agresividad puede aparentemente legitimar a otras fuerzas no políticas (o fácticas) a recurrir a medios igualmente agresivos o incluso violentos.

La segunda historia habla sobre la mentira. La historia clásica de Pedrito y el lobo relata cómo el pequeño pastorcillo, cuando estaba aburrido, alertaba falsamente al pueblo sobre la llegada de un lobo. El pueblo, engañado y movilizado, creyó varias veces su mentira pero, al final, cuando la amenaza era real y la alarma del niño también, el pueblo ya no hizo nada y el lobo arrasó libremente con todo. Aquí la comunicación política de campaña también debe ser cautelosa porque si recurrentemente utiliza una falsa amenaza para convencer a sus electores, al final es probable caer en descrédito cuando realmente se necesita.

Esta segunda historia tiene una variación desde la comunicación política, en ella Pedrito no nombra al lobo con el nombre de “lobo” sino que se vale de recursos retóricos para hablar del lobo indirectamente. Este es un juego propagandístico sumamente importante porque permite al pueblo “deducir” por sí mismo la identidad del lobo. Como el acertijo exige el razonamiento del oyente es más fácil que se valide la premisa (aunque sea errónea) como recompensa al acierto mental propio.

Por ejemplo, la campaña de Claudio X. González apela a esta estrategia al asegurar que “Lo que está en juego el 2 de junio es: Democracia o dictadura, libertad o sumisión… unidad o división”. Estrictamente no están ni siquiera mencionados los proyectos políticos en colisión sino que, con el uso de la metonimia (designar algo con el nombre de otra cosa) exige al lector ubicar en cada categoría al menos a alguno de los tres proyectos políticos en contienda.

Por paradójico que resulte, este recurso retórico no sólo busca hacerse de partidarios y oponentes. Pues si se coloca en los negativos a sus adversarios, gana adeptos; y si se coloca en los negativos a sus aliados, de cualquier manera logra validar un falso argumento. El falso argumento es que la “democracia”, la “libertad” o la “unidad” se reducen al mero sufragio y no a las amplias complejidades del fenómeno político como son la soberanía popular, la igualdad política, la libertad individual y colectiva, el sistema legal imparcial e igualitario, el pluralismo político, la rendición de cuentas y transparencia, la tolerancia y respeto a los derechos humanos, la participación y corresponsabilidad cívica, la deliberación y representatividad popular, etcétera.

Esta retórica de reduccionismo político es particularmente útil a las fuerzas que guardan poder y privilegios; y es que sin duda las jornadas electorales, las elecciones y el voto son esenciales en la construcción democrática de un Estado pero no son ni el único ni quizá el más importante ejercicio cívico-democrático. La participación ciudadana democrática en la vida pública no puede reducirse a condiciones propias del juego electoral que se manifiestan mediáticamente casi siempre en polarizaciones (“A sólo se expresa como B vs C” por ejemplo: “Sólo hay dos proyectos a elegir” o “En esta elección sólo hay dos sopas”) o en dicotomizaciones (“la integralidad de A sólo puede ser B pero no C; todo A puede ser C pero no B” por ejemplo: “La democracia sólo es posible con nuestro partido pero no con el de enfrente”).

El problema es que se erige al ‘voto’ como una respuesta casi mágica frente a problemas más profundos que no se resuelven sólo votando ni apoyando con propaganda a alguna opción política. Por ello, es una propaganda utilitaria el sugerir que el voto resuelve o remedia problemas como la desigualdad, la influencia ideológica, la corrupción, el cobro de piso, la impunidad, etcétera. Un discurso así es cómodo porque interpela a quien escucha a tomar una sola decisión para sentirse en paz. Como haciéndolo pensar: “Si ya voté por B o por C, ya cumplí en la lucha contra la corrupción, los moches, la transa, el abuso…”).

Lo más importante es motivar a participar transversalmente de la vida pública a través de la educación, la formación, la acción solidaria, la promoción social con honestidad, respeto y diálogo visibilizando realidades subyugadas o sometidas, dando voz a los sin voz, construyendo entendimiento desde la crítica pero principalmente desde la pluralidad. Tal como enseña la última historia de Pedro y el lobo, de Prokofiev: el valiente niño comprende que no todos los problemas son iguales y que se requiere de la cooperación y el talento conjunto de sus amigos animales para someter al temible lobo. La fábula enseña que la audacia y el trabajo en equipo pueden vencer adversidades mayúsculas; además, si se escucha con cautela, nos enseña que, a pesar de las desgracias, no todo está perdido para siempre.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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