Felipe Monroy
El erótico pueblo de México
En el fondo no importa si el alcalde de Huatabampo se equivocó en la tradicional arenga popular que conmemora el levantamiento insurgente por la Independencia de México al trastabillar ‘erótico’ en lugar de ‘heróico’; lo que parece necesario es reflexionar sobre un aspecto menos anecdótico y que ha despertado no pocos debates en años recientes: la hipersexualización en la vida cotidiana.
Evidentemente, el concepto siempre estará a debate porque lo ‘hiper’ parece sólo referir a la transgresión de la norma social de sexualidad aceptable; por tanto, siempre habrá quienes critiquen ‘la norma’ para justificar no sólo el derecho de sus propios actos sino la aparente naturalidad de los mismos. Sin embargo, la hipersexualización consiste en dar un carácter sexual a una conducta o un producto que no lo tiene en sí mismo; pero también cuando se presenta un uso excesivo de estrategias centradas en el sexo, el deseo y el placer. Por ello, surgen preocupaciones compartidas del fenómeno, especialmente cuando nos referimos a la hipersexualización de las infancias, la hiper-erotización del poder o a la relativización de la naturaleza biológica del ser humano.
En marzo del 2012, la senadora francesa Chantal Jouanno presentó un inmenso reporte parlamentario en el que manifestó su preocupación de la siguiente manera: “Sabíamos y éramos conscientes del movimiento de liberación sexual; sin embargo, no éramos conscientes de cómo los códigos de la pornografía han invadido nuestra vida cotidiana”.
Quizá las palabras de la legisladora parezcan fuertes, pero el reporte evidenciaba cómo la hipersexualización (principal pero no exclusivamente de los menores) “debilita su construcción identitaria, provoca daños psicológicos irreversibles, contribuye al desarrollo de actitudes de riesgo…está íntimamente ligada a la trivialización de la pornografía como principal modalidad de educación sexual y puede inducir a comportamientos de violencia sexual mientras legitima el acoso”. Además, la hipersexualización no sólo afecta a la persona en lo individual sino que trastorna las dinámicas sociales cuando relativiza principios de dignidad humana o cuando transmite y sanciona estereotipos de comportamiento, proyecciones mentales e identidad sexual.
Desde hace años, parte de un proceso imparable, la cultura y sociedad mexicanas han evolucionado en la confrontación de las fronteras simbólicas entre el sexo y la sexualidad, pero también entre el deseo, la identidad y el libre ejercicio de todas las anteriores. Pero, a diferencia de lo que clamó el alcalde sonorense, México parece mucho más un pueblo pornográfico que un pueblo erótico.
La escritora norteamericana Audre Lorde –a quien de ninguna manera se le puede acusar de conservadurismo– comprendía que el erotismo y la pornografía no son sino “dos usos diametralmente opuestos de lo sexual”. Y la pornografía, como explica su definición etimológica, está ligada íntimamente a la prostitución y, por consecuencia, al intercambio comercial, a la relación economicista y de consumo de la persona humana, de su intimidad, de su naturaleza orgánica y su integridad, no sólo de su sexo.
Lo anterior es justamente la manifestación de la hiper-erotización del poder; un fenómeno de la posmodernidad en el que el usufructo económico del sexo, el deseo y el placer jerarquiza y domina las relaciones comunitarias y las identidades personales; pero no sólo eso, sino que legitima la agresividad, la violencia simbólica y las sanciones institucionalizadas de lo que define como “correcto” o “válido”.
Así, mientras cunden los movimientos político-sociales (auspiciados por grandes intereses económicos) que promueven la redefinición de la niñez como mini-adultos en un sentido muy distinto al que se tenía en el pasado –como los agentes de publicidad que usan a menores en actitudes eróticas o los promotores de la hormonización e intervención quirúrgica infantil bajo la idea de ‘reafirmación sexual’–; también las instituciones políticas y culturales redefinen los valores de la autopercepción y del placer como únicas garantías del derecho y del espacio público, donde incluso la vulgarización y la obscenidad tienen cabida en el debate y el discurso social –tal como pasó recientemente en un episodio del reclamo egotista de espacio público en la Cineteca Nacional y la subsecuente discusión en el que la voz coprolálica de una personalidad de televisión adquirió relevancia argumentativa.
Así que ojalá condenemos esos códigos pornográficos, ubicados entre el sexo, la dominación, la violencia y el poder (económico). La opresión desde la hipersexualización busca perpetuarse a través de la corrupción del sentido del sexo y el ser mediante la cosificación, la manipulación y la fetichización de la identidad individual. Ojalá fuéramos un pueblo erótico, ubicados en esa tensión entre el sexo y el amor, capaces de elegir entre atracción y repulsión, entre la esperanza que provee la realidad y el temor de las ilusiones pasajeras y autocomplacientes.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Impertenencia y disenso
En la política mexicana para nadie es extraño que el tramo final de un sexenio sea en realidad, el inicio del siguiente. Muchas veces resulta un momento esclarecedor porque en este ínterin se expresan con mayor claridad las auténticas identidades políticas del país mientras se hace una apasionada evaluación de la dirección que se ejerció en el gobierno y la administración pública. No se peca de cinismo, pero casi. Es un momento en el que se construyen las identidades políticas, se definen las filiaciones ideológicas y se capitaliza la idea de lo que fue y de lo que podría ser.
Es claro que este peculiar fenómeno trasciende a los cambios administrativos e incluso a la campaña electoral. El famoso periodo de transición formal se extiende artificialmente según las necesidades de quien entra tanto como de los temores de quien sale. Así, aunque la transición administrativa puede ser relativamente inmediata: informes, expedientes, inventarios y cambios de personal; la transición política se mueve en un distendido juego de fidelidades, suspicacias, deudas, favores y herencias que recomponen la lógica de ejercicio del poder.
Pero también hay que aclarar que las campañas entran circunscritas en la transición y no al revés. Es decir, el ejercicio de la política no se puede limitar a las campañas mediáticas, políticas y electorales; ni éstas deben condicionar todos los factores que involucran los procesos del final de una administración y el inicio de la siguiente.
Por ello, aunque uno de los principales objetivos de los actores políticos protagónicos en campaña es construir su identidad y diferenciarse del adversario; la política exige que, al fijar su posición, negocie desde allí el sentido de pertenencia a sus potenciales aliados así como las capacidades de consenso con los demás. Lejos de las campañas, los reflectores y la seducción de los votantes, la pertenencia y el consenso son esenciales para el ejercicio de una política que pretende consolidarse o para encauzar las perspectivas de la opinión pública respecto al ejercicio ideal del poder.
Dicho lo anterior, estamos en el arranque de un proceso electoral donde se elegirán a más de 20 mil cargos públicos, aunque claro, las miradas se enfocan como cada seis años en las figuras presidenciables que los partidos o las alianzas proponen a la ciudadanía. La importancia de estos personajes en un país como el nuestro es vital puesto que, a pesar de las alternancias en la Presidencia de la República, la investidura sigue conservando esos poderes metaconstitucionales que representan mucho más que un titular del ejecutivo popular o el respaldo de los votos del pueblo; representan también los perfiles de un sistema político cuyas estructuras y dinámicas luchan por consolidarse.
Eso sí, las campañas políticas –que hasta este momento tienen como protagonistas a Claudia Sheinbaum y a Xóchitl Gálvez– requerirán esa sana dosis de impertenencia y disenso para promover esas identidades irrepetibles y esas certezas que entran en conflicto con la cotidianidad.
Por un lado, la abanderada de Morena y de la administración regente está obligada a construir su identidad política no sólo diferenciada de su más inmediata adversaria en la oposición sino también, llegado el momento, tendrá que manifestar disenso respecto a los errores (o áreas de oportunidad) de la actual administración.
El trabajo de pertenencia política realizado por Morena y sus partidos aliados está sintetizado en el único símbolo de la Cuarta Transformación: el liderazgo político y moral de López Obrador. Pero Sheinbaum requerirá una identidad en torno a la cual, el resto de simpatizantes se sumen; para ello, es necesario un grado de impertenencia pues de lo contrario estará imposibilitada de dirigir y liderar.
En el otro espectro, la candidata promovida por las cúpulas de los partidos de oposición parecería tenerla más sencilla. Sin militancia formal ni adhesión incondicional a algún grupo político, ella misma es ya el centroide sobre el cual se realizan las operaciones políticas del interés disidente. Su impertenencia y disidencia aparentemente están más que garantizadas y, sin embargo, tampoco puede darse el lujo de aislarse de las dinámicas de consensos y pertenencias que los partidos políticos negocian, porque ahí estarán el resto de los cargos de elección popular y las relevantes nueve gubernaturas que los partidos negocian al margen de su candidata presidencial. La impertenencia y el disenso de su abanderada en este caso podrían ser tan sólo la simulación necesaria para legitimar los pactos políticos que miran más allá de cualquier transición.
Es decir, la independencia política no significa necesariamente impertenencia política y la oposición no es idéntica a mostrar un único disenso frente al gobierno. La impertenencia es esa habilidad de parecer que se es de todos pero que no pertenece a ningún sector en específico; y el disenso no es sólo la falta de acuerdos sino ese rasgo de creativa y valorada autonomía. Sin eso, toda candidatura –gane o pierda– está condenada a la fugacidad.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Política y catolicismo: los principios no negociables
En 2006, ante una asociación de políticos europeos, Benedicto XVI dictó lo que él consideraba eran “principios no negociables” para los católicos respecto al ejercicio de la política en el mundo.
Desde entonces, dichos principios han sido utilizados de mil formas para justificar las más diversas acciones políticas alrededor del mundo, ya sea para confrontar directamente a iniciativas que los contravienen o para revestir de cierta aura moral a personajes, partidos o directamente a usurpadores de la legitimidad institucional católica.
Los principios ‘no negociables’ expuestos por Ratzinger no son “verdades de fe” como él mismo lo reconoció pero su naturaleza, su frontal dureza, suele colisionar frente a otros intereses del poder –especialmente los económicos– y frente a no pocos sistemas ideológicos del ámbito político contemporáneos.
Los principios son tres: proteger toda existencia humana en toda su experiencia de vida (desde su concepción hasta su muerte natural); promover la estructura natural familiar derivada de la unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio; y el irrestricto derecho de los padres a educar a sus propios hijos.
El propio Benedicto XVI también sentenció que, en un régimen democrático, a los católicos les es moralmente inviable promover, votar o auspiciar a movimientos o personajes políticos que no compartan estos principios o que trabajen en contra de estos. Así, estas dos certezas han sido utilizadas en la instrucción pedagógica a los fieles pero también en contracampañas políticas y electorales; y en ocasiones, incluso se han intentado usar para fundamentar movimientos o partidos políticos, y para radicalizar discursos emocionales que pretenden polarizar la percepción social.
En México, estos ‘principios no negociables’ han estado en el centro argumentativo contra proyectos políticos a favor de la legalización del aborto, la eutanasia, las uniones del mismo sexo o el ejercicio estatal unilateral de la educación pública (especialmente de la educación sexual). Y de hecho, debido a los márgenes legales que aún reprimen la libertad política y de expresión de las asociaciones religiosas en nuestro país, algunos ministros de culto han sido sancionados por las autoridades federales por haber solicitado a los fieles que ejercieran su voto ciudadano considerando aquellos principios.
Es decir, el Estado mexicano ha llamado la atención a los ministros que han pedido no dar apoyo electoral a personajes o partidos políticos que hayan declarado o participado en decisiones que vulneran la dignidad humana o que atenten contra la figura matrimonial y familiar; algunos sacerdotes incluso llegaron a afirmar que todo actor político católico que haya participado en plena conciencia directa o indirectamente en estas acciones se encuentra en una excomunión ‘latae sententiae’.
Y, sin embargo, hay que mencionar que lo ‘no negociable’ es antitético a la política. Es decir, la política es, en parte, el ejercicio de la negociación. La búsqueda del bien común –por lo menos en la realidad terrena– no es posible en los absolutos. Hoy, por ejemplo, algunos liderazgos católicos han decidido apoyar el proyecto político de una candidata que ha participado en reiteradas ocasiones en la promoción del aborto o a favor de la ideología de género (que contraviene el segundo principio del pontífice); y lo hacen en parte porque evidencian sus intereses particulares al despreciar profundamente otras opciones políticas o porque, sin decirlo, ahora consideran que Ratzinger quizá fue demasiado radical.
En todo caso, el papa Francisco advierte este permanente vaivén de intereses y del pragmatismo político del cual no se escapan incluso los propios creyentes. Quizá por eso recientemente ha mencionado que “la Iglesia no se puede identificar con ninguna organización, ni siquiera con aquellas que se califiquen y se sientan cristianas… no se puede exigir a la Iglesia o a sus símbolos eclesiales –dice el Papa– que se conviertan en mecanismos de actividad política”.
¿Dónde quedan entonces los ‘principios no negociables’ de Benedicto XVI si no pueden ser símbolos que participen en los mecanismos de la actividad política cotidiana? ¿Qué papel político le queda a la Iglesia si no puede siquiera convalidar aquellos proyectos sociales aparentemente afines a su doctrina y a su misión? Pero sobre todo: ¿Qué percibe el pontífice actual ante el juego político que se ha construido sobre aquellos ‘principios no negociables’ y por qué parece alertar a sus obispos de no ceder ante aquel pragmatismo, que más que tentación es una perversión permanente, intencionada y utilitaria de la sagrada institución?
Para el caso mexicano, ante los anunciados tiempos de convulsión política-electoral, más que un proyecto, se hace imprescindible una profunda orientación pastoral. La cual requerirá, en primer lugar, de un consenso fraterno para mirar por encima de la inmediatez y de las ideas.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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