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Felipe Monroy

Ataúdes Barbie house

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No es una broma, y eso lo hace aún más aterrador. Un negocio de ataúdes y servicios funerarios en México lanzó su más reciente producto aprovechando el fenómeno comercial de la película Barbie (Gerwig, 2023): Un féretro metálico rosa con brillantina y un eslogan difícil de asimilar: “Ataúd Barbie House. Para que descanses como toda una Barbie”.

Es cierto que el pueblo mexicano tiene un humor singular respecto a la muerte; pervive en nuestra cultura esa necesidad de restarle solemnidad y gravedad a la terminación de la vida humana. Es una especie de fatalismo jocoso con el que podemos decir con naturalidad refranes como: “Pa’ las ansias de la muerte, la pachorra del enfermo” o “para morirse, nacer, estornudar y calzonear, no se puede uno esperar”. O mi favorito, que se utiliza para decir que alguien es tan odiosamente aburrido que sería el único aburrido en su defunción: “Como la muerte de Apango: ni come ni bebe ni va al fandango”.

Pero el fenómeno del ataúd rosa es diferente. Está traspasado por los excesos de la publicidad carroñera, el salvaje consumismo y el ultracapitalismo que convierte toda realidad en mercancía. Así, bajo esta dominación mercantilista, incluso la propia condición humana, su libertad y su significado no son sino relaciones de interés y de ganancia, no de necesidad ni de dignidad.

Esta etapa ulterior del capitalismo liberal se auto-revoluciona hasta convertirlo todo en mercancía y en relaciones ‘mercancía-dinero-mercancía’: el consumismo se traga toda la existencia –tanto la física como la inmaterial–; el mercado impone sus reglas –tanto lógicas como narrativas– sean aquellas ciertas o falsas; todo es presa del consumo; hasta lo inconsumible se compra y vende sin pudor.

El eslogan de hoy parece ser: “Adquiere (a toda costa) lo que quieras ser”. Sin importar de qué se trate, los mecanismos de consumo y del mercado están asimilados de tal manera en esta sociedad ultracapitalista que el bienestar humano parece residir únicamente en el acto mismo de consumo. Frente a las máximas de la sabiduría popular: “Si en la vida falta todo, en la muerte sobra todo” o “nada dura menos que la dicha y el triunfo” esta publicidad hace trompetillas con la derecha mientras cobra con la izquierda.

Es decir, el acceso a las mercancías más diversas o su capacidad de vivir experiencias comerciales provee al ser humano de su único estatus válido. Hoy, ni siquiera la identidad propia es gratuita; el modelo exige a las personas adquirir un ‘estado de vida’ repleto de ilusión y ficciones que ocultan bajo el tapete de su vergüenza –o de su soberbia– tanto sus traumas y trastornos como su natural individualidad y su personalidad.

Nada, ni siquiera este exótico ataúd de Barbie ha puesto el último clavo al fenómeno que trajo hordas de consumidores enfundados en ideocracias solipsistas e indumentaria rosa (fenómeno que, por cierto, agrava la largamente denunciada depredación ambiental, experimentación animal y esclavitud humana de la que vive la industria de la moda), y nos pregunta con altivez desde su empíreo mercantil: “¿Qué sabríamos de la vida si no fuera por el marketing?”.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

La otra campaña: una batalla contra el ‘yo’

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Existe la confusión generalizada de que una campaña electoral debe centrarse completamente en la persona a elegir. Sin duda, hacer conocer, mostrar y publicitar al personaje político contendiente es una obligación de la comunicación política de campaña: Es necesario dar a conocer la historia de origen de los candidatos, sus perfiles y sus discursos; es trabajo de sus colaboradores hacer que el respetable vincule su voz a su rostro y ambos a una idea, dos, máximo. Pero eso no es lo único.

La estrategia también debe hacer reconocer que ‘todo lo que no soy yo’ es ‘lo otro’, lo opuesto. Las campañas se construyen en discursos que configuran lo propio y lo ajeno, los aliados y los enemigos, los partidarios y los opositores. En el mundo contemporáneo es algo ingenuo acudir a un proceso electoral convencidos de que la nuestra es sólo una opción entre otras participando en un juego justo; en realidad, es importante convencerse y persuadir a todos cuántos se pueda de que ‘todo lo demás’ es un error. Como diría el ilustrador de sátira política, Ramón: “O yo o el caos”.

Es por eso que, naturalmente, las auténticas propuestas de política pública, filosofía política o praxis administrativa quedan seriamente relegadas en una estrategia de campaña electoral. Todos los contendientes pueden coincidir en políticas públicas concretas y hasta compartir principios y valores políticos específicos; todas las opciones electorales además pueden padecer las mismas críticas a sus respectivas gestiones, experiencias o a la falta de ellas. Pero sus campañas se esforzarán en describir que los personajes habitan las antípodas políticas, que el triunfo de uno no sólo es el fracaso del contrincante sino su condena. A eso le llamamos dicotomización del juego político, un fenómeno propio de la polarización política.

Esto ya lo advertía hace 100 años Harold Lasswell: “Cuando contemplamos los signos sobrevivientes de las antiguas batallas –sus inscripciones– puede que no sea posible leerlos”. Es decir, cuando retornamos a las viejas campañas políticas que llevaron al poder a políticos que ya olvidamos (o deseamos olvidar), muchas veces no es sencillo recordar cómo nos vendieron la idea de que dichos personajes eran únicos y eran necesarios. La propaganda dentro de las campañas políticas es tan efímera como sus objetivos; cuando se alcanzan o se pierden, parece ya no haber necesidad de regresar a ellos. Personalmente, me gusta creer que esta regla vive en la excepción de la terquedad que da sentido a los ideales, que permanecen tanto en el triunfo como en la derrota.

Laswell afirma que, los restos en las viejas batallas (escudos, lanzas y otros artefactos rotos) sólo evidencian quién se percibía a sí mismo como mortalmente opuesto a quién. Así de simple: sin ideales, sin historias, sin razonamientos ni valores. Sólo los restos de un conflicto excluyente. Sin embargo, me gusta pensar que la ciudadanía de esta época tiene capacidad de jugar el juego de la propaganda política sin entregar su sangre en batallas cíclicas, simbólicas, abiertas a revisión y a la revancha legítima.

Las estrategias de comunicación política electoral siguen construidas en prácticas dicotómicas y polarizantes, que reducen toda conversación a ‘nosotros’ contra ‘ellos’, edificadas desde la dependencia en las certezas y los prejuicios de ‘observaciones internas’. Pero los ciudadanos no estamos obligados (como sí lo estaban los súbditos en reinos enfrentados) a reducir nuestra acción política a criterios de supervivencia y amenaza, somos capaces de descubrir y asimilar sus particulares sesgos con los que entendemos el mundo y la política, hay posibilidad de evaluar hipótesis sobre narrativas que provengan desde afuera del filtro-burbuja en donde nos sentimos cómodos.

La otra campaña política, la que corresponde a cada ciudadano que honestamente busca despresurizar y despolarizar la conversación social, comienza por aprender a cohabitar pacíficamente con lo irresoluble del entorno y de nosotros mismos. Con lo que permanece: con los ideales aunque no se alcancen, con lo necesario aunque provenga de otro lado; y con lo justo, aunque implique un poco de nuestro sacrificio.

*Director Siete24.mx @monroyfelipe

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Felipe Monroy

IA: Nuevas fronteras de la ética comunicativa

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Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.

En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.

Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.

La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.

Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.

La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.

La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.

Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo.

Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.

Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.

La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose.

Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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