Felipe Monroy
Estamos solos en esto
Las identidades ideológicas, religiosas o partidistas siempre serán una fuerza influyente dentro de las estrategias político-operativas para mantener o conseguir el poder; su efectividad depende usualmente de dos factores: de la dureza en las fronteras en la identidad del grupo y en el tamaño simbólico de sus enemigos reales o imaginados. Y si hay algo que agrava la vida democrática de una nación es la exacerbación de ambos factores.
Por un lado, los conflictos internos en las cúpulas del poder político en México tienen su origen en el propio interés por incrementar o mantener el control. El deseo de orden y estabilidad dentro de las filas del poder produce el estrechamiento de las fronteras de los que se consideran a sí mismos como “puros” frente a los que considera “viciados” o “corrompidos”.
Hemos visto en las últimas semanas cómo se multiplican y recrudecen las pugnas dentro de los grupos en el poder político en México: a través de acusaciones y recriminaciones mutuas se busca deslegitimar a los hermanos por la heredad del trono. El poder acumulado es una tentación natural y ya sin el riesgo de salir a buscarlo, el principal objetivo de los nuevos liderazgos será erigirse como esa identidad que merece el ejercicio de dicho poder o, por lo menos, la potestad para repartirlo a quienes se alineen mejor a la identidad del liderazgo establecido.
Como se ve, quien pertenece a un grupo de poder aún puede crear otras fronteras más íntimas de los privilegiados mientras radicaliza la dureza en la identidad del grupo interno e incrementa el tamaño de sus enemigos con las periferias del poder de los que hasta hace poco fueron correligionarios. Incluso en los estrechos círculos de poder, un grupo que se identifica a sí mismo como ‘más fiel’ o ‘más consciente’ se autoconvence y predica a sus prosélitos: “Estamos solos en esto”.
Por otra parte, los proscritos del poder (eso que algunos insisten erróneamente en llamar “la oposición”) tienen la opción de buscarlo y hacerse de él básicamente de la manera correcta que es acompañando una lucha política por los auténticos clamores sociales; sin embargo, casi siempre prefieren el camino sencillo al usurpar discursivamente las cualidades morales de algún conflicto irracional para auto erigirse como el único remedio. También ellos, al igual que sus adversarios, dicen “estamos solos en esto” antes de emprender auténticas y desaforadas cruzadas identitarias.
Respecto a esto, las capacidades mercadológicas de la nueva política ‘emocional’ han revelado cuán exitosas son las campañas mediáticas y electorales que ya no buscan el diálogo atemperado o debates racionales y argumentados, sino que vencen a través del puro enardecimiento de las masas a través de eslóganes agresivos y panegíricos llenos de autoelogios.
La búsqueda de poder para estas ‘oposiciones’, por tanto, se torna en una carrera por hallar y atizar voces minoritarias para convocarlas a batallas absolutas contra estructuras de poder existentes o contra los cambios sociales. Es en este tipo de motivaciones donde reside un fermento de polarización emocional de uso político: exacerbando las divisiones sociales (señalando y acentuando las diferencias), propugnando por hiperregulaciones (ejerciendo presión legislativa o punitiva contra aquellos que no piensan y obran como ellos desean) y minando los valores democráticos más básicos como la equidad, la pluralidad, la diversidad, la argumentación dialógica y la inclusión de las voces en el concierto de negociación política.
Es imperativo que toda la estructura social entre en dinámicas propositivas de resolución de conflictos, sin obviarlos o eludirlos. Las injusticias están allí: los crímenes y las carencias, los privilegios de unos y las precariedades de otros, los abusos y las víctimas. Faltan los espacios de pluralidad dialogante donde ningún liderazgo azuce a sus huestes con la idea de que “están solos” en el “verdadero” “rescate” de una patria o un pueblo.
Porque la exacerbación de estas identidades pseudo-heróicas reconfigura los conflictos políticos en batallas morales; donde todas las estrategias para superar las conflictividades se encuentran atravesadas por mecanismos socio-psicológicos como el temor, la escisión, la obediencia y la sumisión irrestrictas; y donde los discursos se plagan de agresividad, superioridad y desprecio.
La administración del poder no es una tarea sencilla, siempre se debe mantener un sano temor de que los cuadros internos no se perviertan en actos de corrupción por operar en la cúspide del privilegio o que la creación de ‘niveles’ o círculos concéntricos en torno al centroide del poder no sólo sirva para la gestión funcional y operativa del mismo sino como la jerarquización de clanes o camarillas de ‘puros’ y ‘defensores’ de inasibles ideales.
Pero además, la búsqueda de poder también debe mantener un sano temor de que sus tácticas no alimenten viejos o nuevos fanatismos, fuerzas integristas que dibujan sus propios monstruos enemigos para hacerse pasar por políticos heroicos. Nada es más peligroso que eso.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Tregua verbal
En días pasados, el obispo Javier Acero Pérez hizo un llamado para que los días 12 y 25 de diciembre los mexicanos hicieran una “tregua” para reducir la violencia a la que nos hemos acostumbrado. El llamado no se limitó a los criminales para que bajen las armas; sino que hizo extensiva la invitación esencialmente a políticos y periodistas para también dejar de lado la agresividad discursiva y las agendas de interés confrontativo.
Los días elegidos no son casuales: el día de la Virgen de Guadalupe tiene un significado histórico en la pacificación de la cultura mexicana; y el día de la Natividad de Jesús también guarda un importante simbolismo como sucedió en la tregua de Navidad de 1914 durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, a diferencia de lo que se ha especulado en los medios, esta invitación a la tregua no se trata de un cálculo político demasiado pensado, sino un anhelo sencillo y esperanzado ante la cantidad de violencia que se vive en el país.
Se equivocan quienes afirman que el llamado a la tregua pretende “sustituir” el poder de las sotanas por la capacidad del Estado para enfrentar el problema del crimen organizado; el deseo originario tiene su valor en su sencillez, incluso en su desinteresada espontaneidad. El llamado a la tregua no tiene lógica en el poder sino en la armonía; tiene una espontaneidad moral que clama por armonía, no por control. Parafraseando a Eckhart: “Quien busca la paz a través de los senderos, encontrará los senderos y perderá la paz, que reside en los senderos”.
Una tregua habla esencialmente de la libertad de decisión; cada quien puede persuadirse o no de la responsabilidad de su actuar tanto como de sus palabras. Y esto último es realmente importante en el espacio cultural actual donde la vociferación de majaderías ha tomado los principales escenarios de conversación o, más precisamente, de intercambio de sandeces.
Me explico: El exceso de ruido e información en el espectro mediático y digital obliga hoy a los comunicadores a manifestar sus pensamientos de forma creativa e inteligente para ‘destacar’ entre el océano de estridencias; sin embargo, en lugar de creatividad hay sólo agresividad cáustica, burlona o pendenciera, infames vituperios y un desaforado griterío de necedades.
Hoy no se premia ni se recompensa al pensamiento sosegado, atemperado, analítico ni crítico; se enaltece a bufones llenos de agresividad que defienden a ultranza sus íntimas convicciones. Y eso es una decisión política que mantiene un ciclo creciente de virulencia pendenciera. Es decir, los comunicadores pueden tomar la oportunidad de la tregua para moderar los impulsos de sus certezas y propiciar el mejor servicio que pueden hacer: poner en común, abrir espacios de diálogo, construir puentes de entendimiento y silenciar sus propias diatribas y ceder el micrófono a voces que se suelen acallar sistemáticamente.
Ahora bien, la tregua no sólo es una oportunidad para los profesionales de la comunicación; una tregua útil en este aspecto cabría además en la audiencia para dejar de promover, patrocinar o consumir que en los que han hecho de la maledicencia su negocio. Todo ello, en términos de decisión política, ofrece espacios renovados dónde se puede experimentar el valor reflexivo en torno a las obligaciones éticas y morales de la sociedad como el bien común, la asistencia a los necesitados y la búsqueda activa de justicia.
Es claro que la tregua verbal no implica callar las injusticias, las corrupciones o los dolores sobre la faz de la tierra o que se cometen contra las personas; pero sí requiere que los partícipes estén convencidos de que el valor moral de su actitud supera cualquier otro valor material, económico o utilitario.
Tanto la tregua que llama a deponer las armas en la cotidianidad de los actos delictivos como la que invita a regular mediante el cumplimiento de altos estándares de corresponsabilidad política y mediática (o, por el contrario, a evitar comportamientos egoístas y utilitarios) tienen un modo práctico que conecta el sentido de la paz con el obrar concreto en “los días de tregua”.
Finalmente, también ha sido motivo de crítica que la tregua no deja de ser sólo un acto corto y pasajero, una ficción simulada y fugaz entre los reales dramas de una sociedad violenta. Y quizá sea cierto pero hay que recordar que la tregua no sustituye las responsabilidades institucionales del poder y del control: La pacificación en México es necesaria no sólo por la violencia criminal persistente sino por las graves injusticias sociales y culturales vigentes, por las hegemonías políticas que desoyen el clamor de los que no tienen voz y por la vana autorreferencialidad de los nuevos modelos de comunicación. El deber –como dice el clásico–, ata a la libertad; y la tregua sólo puede ser hija de la libertad, de la decisión personal y de la voz de su conciencia. Su anhelo es la armonía, no el orden; su potencia es la bondad, no la obligación. Pero quizá son esos actos cortos y pasajeros los que dan sentido a la búsqueda institucional y formal de la paz y el bienestar; como apuntó Cayo Salustio: “La armonía hace que las cosas pequeñas crezcan; y su ausencia, por el contrario, provoca que las grandes obras, perezcan”.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Sinodalidad: la radicalidad de un nuevo horizonte
En el décimo segundo año de su pontificado y ante la décima tanda de cardenales creados por él, el papa Francisco puso en el centro de su mensaje su intención de que la Iglesia católica revalore su misión en “el riesgo del camino”. A los purpurados, que en otros tiempos se les consideró “los príncipes de la Iglesia”, ahora les pidió ser “artesanos de comunión y constructores de unidad” pero además “misioneros en el camino” para encontrarse ahí donde están las historias y los rostros de aquellos que necesitan signos de fraternidad, humildad, asombro y alegría.
Ha sido un intenso año para Francisco, entre los viajes apostólicos y la clausura de la segunda sesión del ‘Sínodo de la Sinodalidad’, se dio tiempo de concretar su cuarta encíclica apostólica ‘Dilexit Nos’ y animar los preparativos para el Jubileo Ordinario 2025 que lleva el lema ‘Peregrinos de Esperanza’. Sin embargo, en su mensaje a los cardenales condensa un par de ideas que confirman el nuevo horizonte para la Iglesia universal: que el camino parece ser hoy más importante que el destino; y que la audacia es una actitud que no debe ser proscrita a priori ni prejuzgada por las estructuras eclesiásticas.
No parece mucho, pero en el fondo, la Iglesia Católica está explorando un camino radical de transformación mediante ese proceso sinodal impulsado por el papa Francisco. La sinodalidad, al ser más una ‘invitación’ que una ‘indicación’, ofrece a los miembros de la Iglesia entrar en un movimiento que no es simplemente un ejercicio administrativo o instruccional, sino una profunda reimaginación de cómo la comunidad eclesial comprende su misión y su identidad.
El Sínodo sobre la Sinodalidad hoy representa un giro fundamental en la comprensión tradicional de la estructura eclesial en la que necesariamente haya más escucha y más diálogo; más apertura a la gobernanza colaborativa; y una renovada vitalidad espiritual centrada en la conversión y en la actitud misional. Es decir, ya no se trataría de ser una institución jerárquica cerrada, sino una comunidad dinámica y participativa que busca escuchar todas las voces, incluso aquellas históricamente marginadas.
El proceso sinodal en varias partes del mundo así lo demuestra: El año pasado, la Conferencia de Obispos Católicos de Brasil invitó a una mujer transgénero a que expusiera su historia de resiliencia espiritual y, al final, el diálogo demostró cómo la escucha genuina puede transformar percepciones largamente arraigadas.
O en Filipinas: hoy la Iglesia local abre espacios a jóvenes profesionales y teólogos que están reconfigurando el diálogo eclesial, introduciendo perspectivas sobre justicia social y responsabilidad ecológica en espacios universitarios y laborales. O lo que sucedió en una aldea de Kenia: el proceso sinodal “suavizó los modelos jerárquicos tradicionales” –así lo menciona el documento sobre ‘Caminos Africanos de la Sinodalidad’ publicado en 2023– y ahora son las mujeres mayores y las jóvenes las que participan por primera vez, colectiva y fraternalmente, en decisiones parroquiales relevantes. Finalmente, en el corazón europeo, varias parroquias católicas alemanas construyen puentes interreligiosos sin precedentes. A través del diálogo, sin prédica ni propagandas, la comunidad se siente recibida a compartir de manera auténtica su realidad cultural y espiritual.
Los elementos centrales de esta transformación incluyen una toma de decisiones más descentralizada, mayor participación laical, transparencia sin ambages, un mayor énfasis en el diálogo y reconocimiento de diversas experiencias espirituales. No se trata de una revolución, sino de una evolución orgánica eclesiástica que recupera aspectos fundamentales de la tradición eclesial.
Hoy la sinodalidad está desarrollándose como un ‘modus vivendi et operandi’ que afecta el estilo, las estructuras y los procesos de la Iglesia. Que implica una corresponsabilidad donde la autoridad se ejerce mediante el discernimiento colectivo, escuchando atentamente lo que el Espíritu sugiere a través de la comunidad.
No todos los creyentes católicos –mucho menos sus pastores– han adoptado este estilo de convivencia y servicio. Pero es comprensible que haya resistencias porque la búsqueda de la unidad armónica –en contraposición a la unidad monolítica–; la disposición a la permanente conversión personal –en lugar de sólo juzgar y condenar al prójimo–; la promoción de un profetismo social –que cuestione el pensamiento dominante–; y la actualización del lenguaje eclesial –especialmente para dar reconocimiento a la contribución de las mujeres en la Iglesia– no son actitudes que puedan asumirse por indicación, sino por andar el camino y comprender sus riesgos.
Es por ello, que la implementación de la sinodalidad como actitud eclesial no será uniforme ni inmediata. Dependerá de los contextos culturales y eclesiales de cada país y región, y encontrará resistencias aunque, también por ello, logrará abrir nuevos horizontes para esas dificultades.
Habrá que recorrer esa vereda para ver si el proceso sinodal realmente logra crear metodologías más inclusivas y receptivas mientras atiende los grandes desafíos contemporáneos. Se anticipa que será un camino complejo pero esperanzador; un nuevo horizonte que no teme a los riesgos de andar por las veredas de la inclusión, el diálogo y la corresponsabilidad. Veremos.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
La fiesta de la palabra y el riesgo de la incultura
Resulta difícil creer que tenemos una crisis educativa y cultural profunda cuando contemplamos la más grande fiesta de las letras en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; hacia donde se mire, se encuentran todo tipo de publicaciones en un recinto apoteósico y rebosante: editoriales, autores, editores, libreros y, sobre todo, lectores que conviven en una intensa semana de consumo bibliófilo.
Y, sin embargo, bajo esa emoción y los oropeles de “la fiesta de la palabra” crece el riesgo de una incultura generalizada, del relativismo ontológico y de la pedantería frívola de ciertos influenciadores que consideran que la refundación de la civilización humana comienza en su micro-videos y sus consejos de vida. Entre tantas palabras, tantas ideas, muchas actuales y las inmarcesibles, la FIL quizá es uno de los sitios donde debe ser más sencillo encontrar la esquiva humildad ante la vastedad de oferta de pensamiento; pero los eventos vergonzantes cunden: rechiflas por animadversiones pasionales, polémicas por endiosamiento de farsantes y embaucadores, actos politiqueros rancios y verborrea de egolatría sin freno.
El abucheo de algunos personajes políticos no debe ser signo de preocupación, por el contrario, podría ser un efecto de la politización gremial, de nuevas comunidades informadas a través de otros recursos mediáticos y, por tanto, de una sana democracia que valora las tensiones de los conflictos. Pero la inquina automática por filiaciones partidistas se ha convertido en un espectáculo pobre de ideas y de reiterados insultos mediocres.
Aún así, eso no sería del todo grave (ya que la política utiliza juegos muy variados para conseguir sus objetivos) si no fuese porque, bajo este estilo de ‘participación’ se hace crecer la idea de que “los enemigos” se personifican para combatir problemas que les trascienden.
Esto último no es sencillo de asimilar porque siempre será más fácil identificar al ‘malvado’ que categorizar la naturaleza del mal en los actos propios y ajenos; es decir: atribuir al diablo la obra del mal sin hacer una reflexión de la moralidad de nuestro obrar.
El segundo fenómeno de preocupación es la exaltación de farsantes. A lo largo de la historia siempre ha habido ciertos personajes que, sin arriesgar nada, manipulan sistemas y modelos para su usufructo personal; pero no es eso de lo que hablamos, ni siquiera es una preocupación la exponencial proliferación de farsantes y mercachifles que hacen de la educación un negocio y el conocimiento, una mercancía. Lo que realmente inquieta es cómo la ‘industria mercadológica’ ha logrado eliminar las fronteras entre lo útil, lo necesario, lo fútil y los desperdicios.
Ese inmenso mar de libros, de voces, de ideas y de historias de pronto se convierte en un limitado paisaje donde la certeza es más importante que la búsqueda, donde la cerrazón se torna más eficiente que la apertura y el individualismo se torna más grande que la universalidad. Hay signos claros de una crisis cultural donde, paradójicamente, la democratización del conocimiento genera mucho más ruido que discernimiento, más desprecio que encuentro, más agresividad que comprensión y más autorreferencialidad que ilusión por soñar y descubrir linderos nuevos del pensamiento.
Ya lo había advertido el sociólogo Zygmunt Bauman bajo sus conceptos de la “modernidad líquida” que confirman que la abundante información no garantiza una sociedad más educada, sino más fragmentada y superficial. Lo podemos constatar en los modélicos personajes de las redes sociales, los llamados ‘influencers’, que construyen narrativas no sólo efímeras que reemplazan el conocimiento profundo por el entretenimiento instantáneo, sino dinámicas perversas de ‘naturalizar’ la mercantilización de la vida cotidiana. La investigadora danesa Mette Hochmuth ha documentado cómo estos nuevos mediadores culturales generan comunidades basadas en la adhesión emocional pero que aportan poco –si acaso– en el análisis crítico.
Por ello, es fundamental recuperar la horizontalidad del conocimiento y el sentido educador transversal de la actividad humana (desde la familia hasta el espacio comunitario más inimaginable), donde la humildad intelectual sea el principal valor. Debemos transformar los espacios culturales en verdaderos laboratorios de pensamiento crítico, donde el diálogo supere la confrontación y la comprensión prevalezca sobre la simple acumulación de información.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El silencioso poder de la educación
Debemos aceptar y asumir que vivimos en un mundo fragmentado (casi pulverizado) por la posverdad y el relativismo; estos dos fenómenos parecen no tener capacidad de “crear cultura” sino que, por el contrario, desarticulan y disuelven los andamiajes culturales y las convenciones que dan sentido a la sociedad humana.
A pesar de ello, afortunadamente existe un trabajo fundamental que a menudo permanece invisible pero que construye los cimientos más sólidos de una sociedad: la labor educativa y cultural. Y constituyen una labor propiamente dicha porque son actos concretos, son servicios, trabajos y actos específicos que se ejercen personal y comunitariamente, porque ‘educación y cultura’ no son condiciones humanas o categorías de definición sino acciones que se expresan de formas creativas y diversas, pero acciones.
Bajo esta convicción ha trabajado durante varios años la Dimensión de Educación y Cultura del Episcopado Mexicano: la transformación social y la conversión personal no dependen de las ideas grandilocuentes sino de los más humildes servicios: de la labor sencilla pero productiva; del encuentro y el diálogo, pero encarnados; con el compromiso que no sólo se expresa sino que tiende manos.
La Dimensión de Educación y Cultura, hoy comandada por el arzobispo emérito Alfonso Cortés por la renovación de confianza que los obispos le han dado, representa más que una simple estructura organizativa; es un ecosistema de esperanza y construcción colectiva. Durante 12 años –y bajo liderazgos que han sido reconocidos dentro y fuera del país como los cardenales Alberto Suárez Inda y Felipe Arizmendi Esquivel; así como el obispo Enrique Díaz– ha logrado desplegar una estrategia sistemática y profunda que trasciende lo meramente institucional, conectando fe, cultura y desarrollo social.
Sus esfuerzos se articulan en múltiples frentes: diálogos, encuentros, talleres y publicaciones que buscan regenerar el tejido social desde sus raíces más profundas. El documento “Educar para una Nueva Sociedad” simboliza esta visión: no se trata sólo de transmitir conocimientos, sino de formar ciudadanos conscientes, críticos y comprometidos.
La colaboración ha sido su principal estrategia. No se ha limitado a espacios eclesiales, sino que ha tendido puentes con organizaciones diversas: académicas, empresariales y sociales. Nombres como CNEP, Mexicanos Primero, Fundación Slim o Coparmex revelan una aproximación integral e interdisciplinaria.
El papa Francisco, en múltiples ocasiones, ha enfatizado la importancia de una educación que no sea meramente instructiva, sino transformadora. En su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, el pontífice señaló que la educación debe ser un “processo di umanizzazione” (proceso de humanización) lo que precisamente ha buscado este organismo de servicio.
A lo largo de estos años, el trabajo de la Dimensión ha atendido la geográficamente diversa República mexicana y ha demostrado una comprensión profunda de la realidad nacional en toda su complejidad. No se trata de un proyecto homogéneo (porque las respuestas únicas responden a cierta cerrazón de criterios), sino de respuestas contextualizadas y sensibles a los grandes desafíos socioculturales y antropológicos que el siglo XXI en cada espacio de convivencia y necesidad humana.
Durante estos años, la prudencia y el trabajo en equipo han sido sellos distintivos en el trabajo pastoral en educación y cultura. Frente a la tentación de confrontar al mundo desde la autorreferencialidad y la dureza de espíritu, se ha ofrecido diálogo y apertura; frente al protagonismo mediático, han optado por una construcción silenciosa y efectiva. Es que la educación y la cultura no son instrumentos ni herramientas al servicio de las ideologías; son el reflejo de los actos humanos más nobles para entender y explicar el mundo. A diferencia del utilitarismo político, que manipula los procesos culturales y educativos de una sociedad para asegurarse un poder y un conflicto; el trabajo de los liderazgos educativos eclesiales han apostado por el verdadero sentido de esos oficios: equilibrio, diálogo y reconciliación.
En tiempos de fragmentación, donde el lenguaje belicista y la autorreferencialidad amenazan con destruir el tejido social, el trabajo educativo y cultural se erige como un bastión de esperanza. Su labor no es una abstracción teórica, sino una práctica concreta de transformación social. Por ello, los proyectos que desde hace una década promueve la Dimensión Episcopal de Educación y Cultura están orientados a acrecentar la memoria y el servicio de ambos procesos humanizadores y desterrar toda idea de considerarlos como privilegios, derechos diferenciales al alcance de los bienes precedentes.
Educar es un acto de amor social, un compromiso ético con la dignidad humana, una apuesta por formar ciudadanos capaces de construir comunidades más justas, inclusivas y fraternales; la cultura es ese trabajo silencioso pero profundamente significativo que nos recuerda que la verdadera revolución no ocurre con gritos o confrontaciones, sino mediante el paciente cultivo de la inteligencia, la sensibilidad y el compromiso social.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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